miércoles, 5 de mayo de 2021

Apuntes para un Club de Lectura en tiempos de zozobra. Misael Peralta


Llevamos siglos hablando de literatura, como humanidad, y unos cuantos años como conversadores que disfrutan las letras y el leer. Y es posible entender -si nos asomamos a este pasado- que el progreso, el sistema, los imperios y gobiernos no son precisamente actores estimulantes de su surgimiento y difusores de las diversas formas de escritura, que han motivado la expresión de seres humanos conectados con el espíritu de sus tiempos.

Ni siquiera el lenguaje. El lenguaje, esa adenda artificial que tiene que ingeniarse la forma de crearse en nuestro sistema nervioso y asentarse en las quimeras genéticas para colarse en el ser de cada uno de nosotros. El hombre (como especie) se inventa el lenguaje como una forma de resistencia frente a lo real, transformándolo además a través de sus poéticas y poiéticas.

Expresamos resistencia entonces en el decir, en el hablar. Nos legitimamos, validamos y diferenciamos a través de lo que hacemos con el lenguaje, la forma en que lo concebimos como una virtud propia que encuentra lugar en algún resquicio y que desde allí se vuelve eco de nosotros mismos.

Expresarse es manifestarse. Es aparecer, ser visible; explotar y regarse, detonar y amplificarse. Por supuesto, las expresiones son muchas veces incómodas porque nos sacan de las cómodas estancias de lo absoluto y lo dogmático. Porque nos desequilibran, nos desbalancean, rompen el equilibrio simulado de la confianza siempre posible del presente.

Este mundo que hasta ahora dibujo y describo, no es necesariamente uno donde personajes como Kafka, como Poe, como Lispector, como Pessoa, como Atwood, como Cioran debieran haberse leído. O existido, o notarse.

La literatura casi siempre ha habitado los márgenes, los extramuros y los parajes oscuros. Herman Hesse era depresivo y uraño, al igual que Virginia Woolf o Sylvia Plath. Encontraron en sus rumbos destinitos fatales” como alguna vez los describió Andrés Caicedo. Seres distintos, juzgados, señalados, vilipendiados que, sin embargo, nos han dejado hondas huella de una estética que remueve el alma.

No debimos escuchar la voz de Jane Austen, de Elisa Mújica, de Katherine Mansfield, porque en sus tiempos no era “normal” que las mujeres escribieran, ni fueran publicadas o mucho menos leídas. No estaba bien visto, eran brujas raras que se dedicaban a cosas que no les correspondían o no les habían indicado.

Son entonces, casi siempre, en el mejor de los sentidos, anormales. Personas que se salen del esquema y se meten en donde no han sido llamadas, a decir lo que no se les ha pedido. Han construido palabras, versos, relatos, en contra de lo que se les permitía: revolucionarias, rebeldes incómodas que legítimamente buscan los ojos ávidos de lectores como nosotros.

La literatura, en este proyecto de mundo que habitamos y construimos no debería existir. Y el lenguaje, en algunos momentos, en sutil juego, ha servido para tratar de ponernos en los absolutos y los dogmas, en los significados inmutables y los paradigmas.

La violencia es, muchas veces, el agotamiento de la expresión, pero a veces encuentra también en la escritura una forma de comprenderse. La Vorágine, que expresa los conflictos de indígenas y campesinos en la región cauchera, Cóndores no entierran todos los días, que nos habla del sicariato y los impactos del Bogotazo. El Olvido que seremos nos cuenta la historia del padre asesinado, pero también de las luchas y las reivindicaciones de la protesta.

El Cristo de espaldas (1952) y Siervo sin tierra (1954) de Eduardo Caballero Calderón, El día del odio (1951) de José Osorio Lizarazo, La Hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958) y La mala hora (1962) de Gabriel García Márquez, el día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo y La Casa Grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio, para citar otras destacables.

La violencia es una expresión desesperada, desaforada, que no reconoce, que no tiene lenguaje. Cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el arte, la estética. Cuando se acaba con otro, se acaba con un proyecto de mundo, que bien podría ser una historia por leer.

La literatura, el arte en general, nace del inconformismo, de la diferencia. La diferencia es muchas veces una amenaza. Es en la poesía, en la palabra, en el canto, donde lo humano, nace. Donde se revela un mundo que busca nuevos relatos, que nos muestra alternativas distintas a los poderes que a veces dominan con historias ocultas bajo la cama, en el armario, en el pasillo oscuro, en la escalera sin iluminación.

La palabra entonces no debe empequeñecer el alma sino potenciarla. Las palabras reducidas son estereotipos, clichés, señalamientos que nos achican el mundo y nos dejan a la intemperie de las balas.

Nos invito entonces a mirarnos en potencia de creación, en voz altiva, en relato rebelde, en profunda resistencia desde nuestras frases: nos invito a que el alma vibre y se encuentre en su fuerza y nos permita imaginar mundos distintos, donde el silencio no nos termine matando. 


 Misael Peralta

Sesión de mayo 5 de 2021, Club de lectura, Banco de la República Manizales


5 comentarios:

  1. Misael me gustó mucho tu artículo. Gracias a Galu por su publicación.
    "... cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el arte,v

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  2. Misael me gustó mucho tu artículo. Gracias a Galu por su publicación.
    "... cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el arte,v

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  3. ...el arte, la estética. Cuando se acaba con otro, se acaba con un proyecto de mundo, qué bien podría ser una historia por leer."

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  4. Y sí que me gusta cuando convoca a usar el lenguaje expresando ". Nos invito a mirarnos en potencia de creación,..." ya que la palabra potencia el alma, no la empequeñece.

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    1. Sí, mucha razón tienes en tu interpretación. Gracias poeta querida. Un abrazo

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