jueves, 20 de febrero de 2020

LUCILA Y LOS CALZONES. Por Galu. Cuento incluido en la ANTOLOGÍA RELATA 2019

Feliz con la inclusión de mi cuento en la ANTOLOGÍA RELATA 2019
Acá lo comparto:

LUCILA Y LOS CALZONES

  
Se despidió de sus hijos con la tranquilidad que la ignorancia le confería y salió de la vereda en un jeep Willys azul, de transporte público. Transitó por hora y media una carretera destapada en medio de cañaduzales verdeoro. Varios de los pasajeros iban parados en la parte de atrás. Desde el interior, Lucila veía piernas y troncos, y quien estuviera mirando desde afuera, observaría cabezas coronando el viento.  Un poco mareada se bajó en la cabecera municipal.   Allí caminó hasta que se mejoró, subió al bus con destino a Manizales y viajó otras dos horas y media con las ventanas abiertas para refrescar su cuerpo pegajoso.

Llegó a su destino. Llevaba su pelo largo suelto, tan negro como sus zapatos de cuero sintético y como sus ojos que se perdían entre cuencas grandes. Con una constante y cálida sonrisa realzaba su aspecto agraciado. Hablaba poco, solo lo preciso, con un dejo embera-chami en su acento. 

─Cuénteme Lucila, ¿su familia no tiene problema con que no viva con ella? 
─No señora, tenemos muchas necesidades, tengo que trabajar. 
─ ¿Y sus hijos? 
─Mi mamá me cuida los dos niños, yo iré cada mes. 

A la señora se le notaba el peso de la culpa, pero pesó más la comodidad desvergonzada para justificarla: ella también estaba muy necesitada de la colaboración de la muchacha. Arreglaron su relación laboral para que trabajara en los oficios domésticos como interna, con salidas los miércoles en la tarde y los fines de semana.
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─Este es su espacio, Lucila, siéntase en casa. -Le dijo después de mostrarle el apartamento.  

La llevó a su habitación donde descargó su equipaje: una mochila de fique y un maletín de nylon, trajinado y con bolsillos por donde se salía parte del contenido que, por suerte, la parrilla del jeep no dejó rodar.  El cuarto era amplio y tenía una ventana pared a pared por donde se escuchaba el mundo exterior y su rutina en agitación. Se sentía atraída por los anuncios cantados de los voceadores: “Escobass, traperoooss, … Se arreglan zapatoooss…el aguacate madurooooo... etc”.  
  
Lucila era de ancestros indígenas, limpia y ordenada; sabía cocinar con buena sazón; amable y respetuosa, aunque algo fría, tal vez plana. Cuando se desocupaba, se asomaba a la ventana o veía las novelas en la televisión. A veces la sentían hablar con alguien; iban a ver con quién lo hacía, pero estaba sola mirando para la nada o cantando bajo. 
  
Tener a Lucila al frente de las tareas del hogar le permitió a la joven señora trabajar en un cargo ejecutivo. Una vez, cuando le servía el almuerzo, la empleada le dijo con dificultad y algo ruborizada: 
─Doña, esta mañana llamaron. -Hizo un descanso, tratando de reunir coraje para soltar un entuerto, esbozó una sonrisa ahogada como para amortiguarlo. 
─ ¿Quién llamó?, cuente. 
─No sé quién era. Es que timbró el teléfono, contesté y una persona muy amable me dijo que fuera al baño a mirar algo. 
─ ¿Qué tenía que mirar? -Replicó la señora con inesperada ansiedad. 
─Sus calzones. 
─ ¿Qué? Suelte Lucila, explique, ¿cómo así? 
─Me dijeron que fuera al baño, a la ducha y viera si sus calzones estaban allá. 
─ ¿Y usted qué dijo, preguntó quién era? 
─No señora, no me dijo quién era, solo que atisbara. 
─ ¿Y usted qué hizo? 
─Dije que esperara un tantito yo iba hasta su baño. 
─ ¿Cómo? No puedo creer que le hizo caso…
─Sí, es que era como buena persona
─ ¿No le dijo para qué quería saber eso?
─No patrona.
─ ¿Era señor o joven? 
─No sé, no le pregunté cuántos años tenía. 
─Por supuesto que no, si no le preguntó para qué quería saber sobre mis panties, menos le iba a preguntar la edad… 

El teléfono no era inalámbrico, estaba contestando desde la sala, al otro extremo del cuarto principal. Lucila iba dando pasos lentos, -como de costumbre-, arrastrando sus sandalias carmelitas de caucho, con la mano izquierda en el bolsillo del delantal, demorándose más de la cuenta en retomar la llamada. Y al otro lado de la línea, a quién -imaginaba la señora- … ¿quién? ¿Quién podría estar llamando a averiguar semejantes sandeces? 

─ ¿Entonces usted fue a obedecerle a alguien que no sabía quién era ni por qué estaba pidiéndole esos datos? 
─Sí doña, yo dije que ya’iba a ver. 
Lucila contestaba con naturalidad y obediencia.
─ ¿Y fue y qué? 
─Yo busqué en su baño los cucos y sí estaban allá. Volví a la mesa del teléfono y dije: ¿aló? y el señor me preguntó que si había buscado los calzones de la señora. Sí señor, ahín están, le contesté. 
─ ¿Entonces? -Le inquiría la señora inquieta. Para que le contara todos los detalles de lo que había pasado, reprimía las ganas de regañarla. 
─Pues el señor me dijo que volviera a mirar si estaban sucios. 
─No me diga que usted volvió a mirar… ¿Fue hasta allá otra vez?
─Sí señora, fui y miré. Volví al teléfono y le dije que sí, sí señor. 
─ ¿Quéee? ¿Cómo así Lucila? 
─Ay, es que yo quería decir que sí que estaban lavados, pero ese señor estaba era pensando que estaban sucios y me dijo: cuénteme a qué le guelen. Entonces yo le dije: no señor, a nada, no ve que están lavados, será a jabón. Que qué jabón usaba, me preguntó y yo le dije que usted mantenía en el baño un frasquito con Vel Rosita. Y que de qué color eran, me preguntó y que si había también un liguero. Y yo le dije que eran blancos y que no hayn más. Entonces me preguntó izque si eran tengas brasileras y yo le dije que no sabía, que yo creía que eran calzones colombianos. Y me interrumpió: No…quiero decir que si son anchos o tienen solo una tira atrás. Le expliqué que tenga, tenga, no sabía qué tenían… que yo veía que eran muy pequeñitos, como tres tiras con una parte más grande alante, que no eran tan grandes como los normales que uso yo. Antonces me dijo: “pero deben de ser tangas, muy bonitas y tener encajes…” Ahí le dije que me tenía que ir a la cocina que se me iba a pegar el arroz y me dijo que gracias y que tuviera buena tarde. 

Lucila contaba lo dialogado con el investigador de calzones con una recién adquirida soltura que dejaba a su interlocutora pasmada. Se veía más cómoda que en sus quehaceres diarios, como si hubiera desarrollado verbo y tuviera más capacidad de expresión, como si el asunto le implantara una energía sin conocer, un oficio por descubrir.   
  
Cuando volvió esa tarde a la oficina, a la joven señora todos los compañeros le parecían sospechosos: Carlos, tenía una mirada pícara, podría ser; el otro día le dijo que estaba muy bonita, le pareció un cumplido respetuoso. Pero ahora, retrospectivamente, sentía que llevaba algo de coquetería. Al encontrarse con él, notó que la miraba de arriba abajo. Este puede ser, le voy a poner una trampa, pensó. Cuando más tarde se topó con Otoniel, se dijo: tiene cara de depravado, se ve que tiene fantasías sin solución, a lo mejor es él, lo tendré en la mira. Ah, y qué tal Miguel, el otro ejecutivo que tenía fama de sano, ese no parecía capaz de matar una mosca, pero no había que fiarse de las apariencias, de las aguas mansas, líbranos Señor; ese podía ser, cada que se encontraban le sonreía.
Toda cara de hombre que veía, le parecía digna de desconfianza. El trabajo cambió de sentido. Ahora debía alertar su sistema adivinatorio, activar tentáculos. Cualquier cliente que entraba a la oficina, se convertía en sospechoso.  Si salía a la calle, buscaba en todos los hombres el rostro del posible invasor de su intimidad.

Esa noche, la señora no tuvo fácil conciliar el sueño. Repasaba con su almohada (no podía hacerlo con su marido para no empeorar la situación) todos sus amigos y conocidos y les analizaba su personalidad. Al otro día continuó con las pesquisas hasta que, poco a poco, el tiempo y sus ocupaciones la fueron distrayendo. No le duró el respiro.

A la semana siguiente se repitió la llamada; Lucila la respondió con negativa, pero a la tercera vez, cedió de nuevo a las demandas del desconocido. Después de pensar si estaría arriesgando su puesto, decidió confesarle a la señora que había vuelto a darle datos de color, estilo y tamaño al señor del teléfono. “Sobre el olor no le quise contestar porque me daba pena con usted que creyera que yo estaba goliéndole sus calzones”. 

Desde entonces, la señora sintió que quedó inscrita en la Asociación Mundial de Paranoicas; no pudo trabajar sin indagar en todos los rostros que la rodeaban, en las mentes que tras de ellos se escondían, en los fetichistas que ella involuntariamente aupaba.  Con la aceptación que le imponía la impotencia, admitió que su misión era resolver el enigma, aunque probablemente sería encontrarse frente a otro misterio. 



FIN