martes, 25 de abril de 2023

Una crónica realista y divertida del escritor John Hoyos

 

CRONICA DOLIENTE

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Ayer fue un día apacible, antes del almuerzo ya corrían por mis venas muchos centímetros cúbicos de Diclofenaco Sódico al 60 por ciento. A las 2 de la tarde mi dolor había disminuido un 20 por ciento y mi velocidad de desplazamiento no llegaba al 20 por ciento. Usando mi calculadora calculé que mi capacidad habitual aún no llegaba al ciento.

Decidí tomar las cosas con calma y me dediqué a mi pasatiempo dominical favorito: leer El Espectador, resolver los dos crucigramas (ahora me valgo de Google y así no vale), gozar de la pluma de Osuna y reírme con Tola y Maruja. Estaba donde un amigo, quien vive entre la vida y la muerte pues su casa queda entre el Hospital Universitario y el Cementerio San Esteban. Sabedor de mis dolencias me atendió como a un rey: hizo tinto y después preparó el algo. Tan considerado, tampoco me dejó lavar la loza.

Poco antes de las cinco de la tarde, como me conozco bien pues vivo por mi casa, sabía que mis queridos dolores volverían… son muy agradecidos, entonces decidí salir para la Clínica Ospedale y me despedí de mi amigo no sin antes agradecerle por su consideración.

 

Una tarde dominical normal, poca gente en la calle, alguno que otro carro y una cola de una cuadra para comprar helados de aguacate en La Niña. Un recorrido de no más de ocho cuadras que me tomaría un buen tiempo, ya empezaba a caminar a la velocidad de Burocracia, ya saben: la tortuga de Mafalda.

Me entretuve mirando los grabados del concreto en las aceras, los avisos de peregrinaciones a Buga pegados en los postes y una que otra chica en minifalda. Estoy enfermo, pero alentado. De los ojos, digo yo. Iba urdiendo un siniestro plan: mi querida amiga Pilar (conocedora de las mañas de las enfermeras) me había dicho: "Debes hacer drama como en Hamlet de Shakespeare, de lo contrario no te atienden". Y le creí, ella debe de saber de teatro, es buena actora, perdón es gran lectora.

Con cara de circunstancia presenté mi cédula en portería y me invitaron a esperar sentado en una cómoda silla Rimax, especiales para problemas lumbares.

Yo iba muy bien armado. Desde el dos de abril empecé a coleccionar documentos médicos. Mi sobre de manila es más voluminoso que el prontuario de Pablo Escobar en el juzgado Quinto Penal de Barrio Triste. Cuando me llamaron ya tenía una horrible mueca de dolor en mi ya horrible cara y entré al cubículo donde me esperaba la enfermera jefe con los brazos abiertos. Soñador que soy.

- Qué le pasa señor?

Entonces yo le respondí con otra pregunta:

-¿Su Merced prefiere la versión escrita que traigo acá o escuchar la oral?

 Entonces yo recordé lo aprendido en los Festivales Latinoamericanos de Teatro y arranqué con mi montaje tipo Santiago García o Enrique Buenaventura, ¿qué sé yo de teatro?

Al terminar la miré al entrecejo con cara de cordero degollado y rematé:

-Si no cumplo con el protocolo de la tarjeta Trage, Triage, o como se llame, y decide no atenderme, entonces hágame la caridad de inyectarme con Diclofenaco (¿quién bautizará los medicamentos?), sucede que hoy es domingo y es difícil encontrar un farmacéutico que me quiera ver la nalga. Muy seria me indicó que esperara la llamada del médico.

 

Me apropié de una silla Rimax y como me faltaba la sección deportiva me entretuve leyendo sobre las barras bravas del fútbol colombiano, tengo mucho aprecio por Holocausto Norte y el representante Juan Sebastián Bach quien compuso las cantatas que entonan en las tribunas y las fugas de las persecuciones policiales.

Estaba leyendo los apuntes de Óscar Alarcón cuando, con voz gangosa como de aeropuerto, escuché mi nombre y cubículo 6.

El médico era joven y con una barba incipiente, producto de 9 años quemándose las pestañas. El hombre fue al grano:

-Siéntese en la camilla -me dijo con acento rolo. Me apretó el brazo con un caucho y empezó a bombiar. Después me hizo meter el dedo (como si estuviera votando hace treinta años y me dijo:

-Tiene la presión por las nubes.

Claro, pensé, mi abuelo fue pionero de la aviación manizaleña, era el copiloto del primer avión que sobrevoló la aldea de Manizales, un Cuadron francés. Si no me creen, pregúntenle a Dorian Hoyos que para ese entonces ya escribía sonetos sobre los pajaritos que también sobrevolaban Manizales.

Me hicieron pasar a una sala con personas tan fregadas, o más, como yo.

Las poltronas eran suaves, y bien cómodo empecé a atender a las auxiliares de enfermería. Una me sacó sangre, en vez de ponerme un poquito pues ando como escuálido. Otra me pasó un frasquito azul y me dijo que lo llenara con mi agüita amarilla, para lo cual no tuve problemas pues, a mis 65 abriles, nada de Parkinson. La tercera colgó de un tubo como tres represas de Hituango que por un conducto empezaron a gotear hasta mi muñeca. Pura eficiencia de EPM.

|           A los quince minutos estaba relajado escuchando el partido de Millos y Unión Magdalena. Iban empatados, uno a uno. A mi lado una chica se quejaba y decía:

-No más, no más. -Al contrario de Esperanza Gómez. La montaron en una silla de ruedas y al rato la bajaron más fundida que bombillo de hace 20 años.

Como a las 8 y 30 me empecé a preocupar, las Ituango nada que bajaban y la última buseta pasa a las 10. ¿Será que me toca pagar taxi? Si estoy más quebrado que un cigarrillo Piel roja en el bolsillo de atrás. Me parecía escuchar a Daniel Quintero hablando de los desaciertos de Ituango, cuando él no era alcalde, claro está.

 

Pero Dios no sólo escucha a los piadosos, también tuvo oídos para mí. Rayando las nueve de la noche una enfermera me quitó los túneles y me mandó donde el médico. El hombrecito, tan amable él, ya se ganó un rinconcito de mi acelerado corazón. Primero me mandó una segunda ecografía, (¿será que al fin quedé en embarazo?). Losartan Potásico para la presión y Tramadol para el dolor. El cura que bautiza medicamentos no tiene alma. Le agradecí con todas las turbinas de Ituango y me despachó para la casita. Clasifiqué para tinto afuera de la clínica y la última buseta que venía de La Enea.

 

A las 11 de la noche ya estaba bajo las cobijas, mas no logré dormir tratando de organizar las cucarachas que habitan "el hórrido cuenco de mis grisáceos sesos". (Don Leo le Gris).

 

Muy de mañana ya estaba reclamando los medicamentos, pero siempre hay más madrugadores que uno, me tocó la ficha P 288 y el tablero marcaba P 199. Aunque yo no puedo ser desagradecido con el Estado, mi salud es subsidiada. El Tramadol es bueno para el dolor y tiene un efecto secundario maravilloso: queda uno como si se hubiera fumado un Bareto calibre 38 largo, Smith and Wetson. Pero en esta materia estoy desactualizado, ¿la cripa es gringa? ¿De Holanda? O ¿de Corinto, Cauca? Famosa población del norte de este departamento porque tiene unas gallinas muy sinvergüenzas, se comen hasta los patos. Además, por la noche sus campos parecen pesebres, llenos de faroles para que los moñitos de cannabis no se mueran de frio.

Pero por andar entre las ramas me perdí el almuerzo, volví a Ospedale para una cita con el experto en desagües y otra para determinar el sexo de mi posible bebé. Se me fue el tiro por la culata:

-Señor, primero debe ir a Salud Total del Cable. Sí, aprovecha y se toma un tinto en Juan Valdez. Allí le autorizan las citas.

Qué carajos, a toda hora tinto en La Galería y si mucho en los termos de la Plaza Bolívar. Vamos a ver las chicas bellas que andan por allá. Pero me toca pagar otra buseta, le estoy llenando la monedera a los dueños de Socobuses.

Otra espera de la N 120 a la N 186. Y más sillas Rimax. Estos deben tener jugosos contratos con las Empresas Promotora de Salud y las Instituciones Prestadoras de

Servicios. ¡Cómo he aprendido de salud en este mes! Aunque los futuros Centros de Atención Primaria van a colocar taburetes de cuero de vaca, más acordes al carácter populista del marido de doña Verónica. Pero no le metamos política a la vaina, nos la tiramos.

Ya triunfante, con dos autorizaciones en la mano, salí a pasear con un viejo y querido amigo de infancia. Ejercimos nuestro carácter de verdes (de los viejos, no ecologistas) y me acompañó hasta el Seminario Mayor y allí cogí buseta para el centro histórico de la ciudad. Mañana madrugo a dos esperas y dos citas.

Esta crónica continuará, quien quita que consiga tanta plata como Jefferson Cossío, pero sin maricaditas. Digo, sin tatuajes.

John Hoyos

Manizales, abril de 2023.

sábado, 1 de abril de 2023

A propósito del tema Creación de Personajes, apartes del libro CONTAR ES ESCUCHAR. Úrsula K. Leguin

Úrsula K Leguin

(Berkeley, California, octubre 21 de 1929 – Portland, Oregon enero 22 de 2018).


Del capítulo “El escritor y el personaje”:

 Ya sea que inventan a las personas sobre las que escriben o las calquen de gente que conocen, los escritores de ficción suelen estar de acuerdo en que una vez que esas personas se convierten en personajes estos cobran vida propia, a veces hasta el punto de que intentan escapar de las imposiciones del escritor y hacen y dicen cosas bastante inesperadas para este último.

(...) Si utilizo a las personas de una historia principalmente para satisfacer las necesidades de la imagen que tengo de mí misma, de mi amor propio o mi odio, de mis necesidades, de mis opiniones, esas personas no pueden ser ellas mismas ni alcanzar la verdad.

(...)

Como escritora he de ser consciente de que soy mis personajes, pero ellos no son yo. Yo soy ellos, y soy responsable de ellos. Pero ellos son solo ellos mismos; no pueden hacerse cargo de mi persona, ni de mis ideas políticas ni éticas, ni de mi editor, ni de mis ingresos. Son encarnaciones de mi experiencia y de mi imaginación que participan de una vida imaginaria que no es mi vida, aunque mi vida sirva para iluminarla. Puede que sienta apasionadamente los avatares de un personaje que personifica mi experiencia y mis emociones, pero he de tener cuidado de no confundirme con ese personaje.

(...)

Un escritor tiene que aprender a ser transparente en la historia. El ego es opaco. Llena el espacio de la historia, oculta la honestidad, oscurece la comprensión y hace que el lenguaje suene falso.

 

Del capítulo "Cuerpo viejo que no escribe”:

 Al tener tiempo libre para escribir, a menudo me siento a pensar, ardua, intensa y concentradamente, e invento gente interesante y situaciones interesantes de las que puede surgir una historia. Las apunto y las elaboro. Pero no surge nada. Trato de provocar algo, sin esperar a que ocurra. No tengo una historia. No tengo a la persona de la que habla la historia.

(...) De joven, me daba cuenta de que tenía una historia susceptible de contarse cuando hallaba en mi mente y cuerpo una persona imaginaria en la que podía encarnarme, con la que podía identificarme poderosa, profunda y físicamente. El fenómeno se parecía tanto a un enamoramiento que a lo mejor lo era.

(...) Encarnar a alguien o identificarme con él me sigue pareciendo más intenso cuando el personaje en cuestión es un hombre: cuando el cuerpo no es en absoluto el mío. Hay una excitación inherente en ese salto de género y probablemente por ello se parece a un enamoramiento.

(...) Tener un cuerpo es encarnar a alguien. La encarnación es la clave.

(...) Cuando trabajo en una historia que luego no cuaja, me pongo a inventar personas.

(...) Pero en cuanto establezco una conexión interior con el personaje, lo conozco en cuerpo y alma, tengo a la persona, soy esa persona. Tener a la persona (y con la persona, misteriosamente, llega el nombre) es tener la historia. Luego puedo empezar a escribir la historia directamente, confiando en que la persona sabe adónde va, qué pasará, de qué va todo.

Así que mi búsqueda de una historia, cuando me impaciento, no consiste tanto en buscar un tema o nexo o resonancia o espacio tiempo (aunque todo eso forma parte del proceso o lo hará en su debido momento) cuanto en esperar un encuentro con un desconocido. Paseo por un paisaje mental en busca de alguien, un Anciano Marinero o una señorita Bates, que empezarán (casi con toda seguridad no cuando lo desee yo, ni cuando los invite a entrar, ni cuando anhele su presencia, sino en el momento más inconveniente e imposible) a contarme sus historias y no me soltarán hasta que no termine de hacerlo.

(...) Ahora muchos escritores llaman "bloqueo" a cualquier período de silencio. ¿No sería mejor considerarlo una limpieza? ¿Una manera de seguir adelante hasta que uno llegue ahí adonde necesita estar?

Si quiero escribir y no tengo nada que escribir, me siento en efecto bloqueada, o más bien atragantada: llena de energía, pero sin nada en qué emplearla, con pleno conocimiento de mi oficio, pero sin saber qué uso darle. Es frustrante, agotador, exasperante. Pero si lleno el silencio con un ruido continuo, escribiendo lo que sea con tal de escribir algo, forzando la voluntad para inventar situaciones de historias, puedo bloquearme aún más. Es mejor quedarse quieta y esperar y escuchar el silencio. Es mejor hacer alguna clase de labor que obligue al cuerpo a seguir un ritmo, sin ocupar la mente con palabras. Llamo a esa espera tratar de oír la voz. Siempre ha sido eso, una voz. Lo fue en "Hernes", en todo el proceso de escritura, cuando esperaba y esperaba, Y entonces la voz de una de las mujeres venía y hablaba a través de mí. Pero es algo más que una voz. Es un saber del cuerpo. El cuerpo es la historia; la voz la cuenta.