viernes, 19 de febrero de 2021

Galería de rostros. De la poeta Mercedes Valencia

 Galería de rostros

 

Uno sienta a sus otros

en la banca de un parque

muy cerca al corazón,

uno dice que esperen

que muy pronto vendrá el constructor de rostros

para hacerles el suyo.

Uno palpa su sombra

y decide que el sol

ha embriagado su espíritu

y desde el corazón empieza a despedirse,

la inmensa galería de rostros que yo he sido.

 

Mercedes Valencia

(Manizales, Colombia).

miércoles, 10 de febrero de 2021

Bello texto de la socióloga Melina Lasso Lozano


Es tan cierto que se extraña al jardín entero

como que a la primavera le es indiferente

la ausencia de una sola flor.

¿Y qué decir de los afectos

que se quedan desperdigados como hojas secas

en el frío otoñal de lo que fue y ya no es?

Soy un animal torpe y con los años

Mis incapacidades se acentúan.

Pero tengo memoria

Que es motor, anclaje y aliento,

y es amor, aprendizaje y desencuentro.

Las historias pueden quedar allí

Encajadas en una o varias de esas dimensiones.

O pueden actualizarse cada tanto,

De manera que no se inmovilicen en el anaquel.

A veces deseo que todo termine de una vez,

Que todas nuestras desgracias exploten

Que la humanidad se extinga

Cine mato gráfica mente

Para no pensar en ser artífice de mi propia muerte

Y dejar de lidiar con las reflexiones sobre lo que vendría después.

Para no tener que imaginar el dolor de mi hija o de mi madre,

Y evitarles la decepción cruel. 

Melina Lasso Lozano

Neiva,  Huila, Colombia


martes, 9 de febrero de 2021

El golpe de gracia Ambrose Bierce

 

El golpe de gracia

Ambrose Bierce

La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos…; “limpiar un poco”, como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.

Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.

A corta distancia del sitio donde uno de los pelotones de enterradores había establecido su “vivac de la muerte”, un oficial de los federales se apoyaba contra un árbol. Desde los pies hasta el cuello, su actitud era de fatiga en reposo. Pero la cabeza movíase inquieta de un lado a otro. Su mente, al parecer, no descansaba. Quizá no sabía en qué dirección marcharse. Lo más probable era que no permaneciese allí mucho tiempo, porque ya los rayos oblicuos del sol poniente manchaban de rojo los claros del bosque, y los soldados exhaustos abandonaban su tarea. Era difícil que pernoctara entre los muertos. Después de la batalla, nueve hombres de cada diez le preguntaban a uno el paradero de alguna sección del ejército… como si alguien lo supiera. Indudablemente este oficial estaba extraviado. Tras descansar un instante, marcharía en pos de los pelotones de sepultureros.

Cuando todos se fueron, empezó a caminar a través del bosque, en dirección al rojo poniente, cuya luz le manchaba la cara con reflejos sanguíneos. El aire de confianza con que ahora avanzaba sugería que estaba en terreno familiar; había logrado orientarse. Marchaba sin mirar los muertos que yacían a derecha e izquierda. Tampoco le detenía la sorda queja de algún infeliz, olvidado por los grupos de rescate, que pasaría mala noche bajo las estrellas, sin más compañía que la sed. El oficial nada podía hacer: no era médico, no tenía agua.

Al extremo de una angosta quebrada -una simple depresión del terreno- yacía un pequeño grupo de cadáveres. Los vio. Apartose de pronto del camino que seguía y caminó rápido hacia ellos. Escrutándolos al pasar, se detuvo al fin ante uno que estaba a corta distancia de los demás, cerca de un matorral de arbustos. Lo miró atentamente: parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El cuerpo gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, de un regimiento de infantería de Massachusetts, soldado inteligente y audaz, amén de hombre honorable.

En el regimiento había dos hermanos de apellido Halcrow. Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento en la compañía del capitán Madwell. Y esos dos hombres, el sargento y el capitán, eran íntimos amigos. Dentro de lo que permitía la diferencia de graduación, la disparidad de obligaciones y los requisitos de la disciplina militar, estaban siempre juntos. En realidad, se habían criado juntos. Y una costumbre del corazón no se desarraiga fácilmente. Caffal Halcrow nada tenía de marcial en su carácter ni en sus gustos, pero la idea. de separarse de su amigo le resultaba desagradable; y por eso se alistó en la compañía de la que Madwell era entonces teniente. Ambos habían ascendido dos grados, pero entre el suboficial más alto y el oficial más subalterno, el abismo social es ancho y profundo; y aquella vieja relación, mantenida con dificultad, ya no podía ser idéntica.

Creede Halcrow, hermano de Caffal, era mayor del regimiento. Un hombre cínico, saturnino. Entre él y el capitán Madwell reinaba una antipatía natural, que las circunstancias habían alimentado y fortalecido hasta convertirla en activa animosidad. De no mediar la influencia moderadora de Caffal, es indudable que cada uno de estos patriotas habría tratado de privar a su país de los servicios del otro…

*

Al iniciarse la batalla esa mañana, el regimiento cumplía una misión de avanzada, a una milla del cuerpo principal del ejército. Fue atacado y casi rodeado en el bosque, pero mantuvo a pie firme el terreno. Al disminuir momentáneamente la lucha, el mayor Halcrow se dirigió hacia el capitán Madwell. Cambiaron un saludo formal, y dijo el mayor:

-Capitán, el coronel le ordena avanzar con su compañía hasta el nacimiento de esa quebrada, y mantener la posición hasta nueva orden. No necesito subrayarle el carácter peligroso de la maniobra, pero si usted lo desea, imagino que puede entregar el mando a su primer teniente. No se me ordenó, sin embargo, autorizar esta substitución. Es simplemente una sugerencia personal y extraoficial.

A ese atroz insulto, replicó fríamente el capitán Madwell:

-Señor, le invito a participar en la maniobra. Un oficial montado sería un blanco perfecto, y siempre he sostenido la opinión de que usted valdría más si estuviera muerto.

Ya en 1862 se cultivaba en los círculos militares el arte de la réplica.

Media hora más tarde la compañía del capitán Madwell fue desalojada de su posición, con pérdidas equivalentes a un tercio de sus efectivos. Entre los muertos estaba el sargento Halcrow. Poco después el regimiento debió replegarse a las líneas principales, y al terminar la lucha se encontraba a varias millas de distancia.

El capitán estaba ahora de pie junto al amigo y subordinado.

El sargento Halcrow se hallaba mortalmente herido. El desgarrado uniforme dejaba ver el abdomen. Algunos de los botones de la casaca habían sido arrancados y estaban dispersos por el suelo, con otros fragmentos de su ropa. El cinturón de cuero estaba partido, y parecía que se lo hubieran arrancado de bajo del cuerpo. No había mucha sangre derramada. La única herida visible era un ancho e irregular desgarrón en el abdomen, sucio de tierra y hojas muertas, por donde asomaba un extremo lacerado de intestino. En toda su experiencia, el capitán Madwell no habla visto una herida semejante. No podía imaginar cómo fue producida, ni explicar las circunstancias que la acompañaban: el uniforme extrañamente rasgado, el cinturón partido, las manchas de la piel. Se arrodilló para efectuar un examen más atento. Cuando se puso de pie, volvió los ojos en varias direcciones, como buscando un enemigo. A cincuenta yardas de distancia, en la cresta de una loma baja, cubierta de arbustos, vio varios objetos oscuros que se movían entre los hombres caídos…: una manada de cerdos. Uno le daba la espalda, con los cuartos delanteros levantados. Apoyaba las patas en un cuerpo humano; la cabeza baja era invisible. La erizada eminencia del lomo se recortaba en negro contra el rojo poniente. El capitán Madwell apartó los ojos y volvió a clavarlos en eso que había sido su amigo.

El hombre que había padecido esas monstruosas mutilaciones estaba vivo. De a ratos movía las piernas. Con cada inspiración lanzaba un gemido. Miraba azorado la cara del amigo; y si éste lo tocaba, soltaba un grito. En su feroz agonía, había arañado el suelo en que se encontraba tendido; sus manos crispadas estaban llenas de tierra, hojas y palitos. No conseguía articular una palabra. Era imposible saber si sentía algo que no fuera dolor. La expresión de su rostro era un ruego; en sus ojos parecía reflejarse una plegaria. ¿Qué pedía?

Imposible equivocar el significado de esa mirada. El capitán la había visto con demasiada frecuencia en los ojos de aquellos cuyos labios aún podían suplicar la muerte. Conscientemente o no, este retorcido fragmento de humanidad, esta imagen del sufrimiento, esta mezcla de hombre y bestia, este humilde Prometeo sin heroísmo, suplicaba a todos, a todas las cosas, a todo lo que no era él, la bendición de no existir. A la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo cuanto adquiría forma en los sentidos o en la conciencia, este padecer hecho carne dirigía su callada plegaria.

¿Qué significaba? Lo que concedemos a la más ruin criatura desprovista de razón para pedirlo, lo que sólo negamos a los infortunados de nuestra propia especie: la anhelada liberación, el rito de compasión máxima, el golpe de gracia.

El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin resultado, hasta que lo ahogó la emoción. Sus lágrimas, encegueciéndolo, cayeron sobre aquel pálido rostro. Ahora no veía más que un objeto borroso y móvil, pero los gemidos eran más claros que nunca, cortados a breves intervalos por agudos gritos. Dio media vuelta, llevándose la mano a la frente, y se alejó. Los cerdos, al verlo, alzaron los hocicos encarnados, lo miraron suspicaces un momento, y después, gruñendo ásperamente al unísono, se alejaron a la carrera. Un caballo, con la pata horriblemente astillada por un cañonazo, alzó la cabeza del suelo y lanzó un doloroso relincho. Madwell avanzó un paso, desenfundó el revólver, y le pegó un tiro entre los ojos, observando atento la agonía de la pobre bestia, que contrariamente a lo qué él esperaba, fue larga y violenta. Pero al fin quedó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían desnudado los dientes en una mueca atroz, parecieron aflojarse. El perfil nítido y fino de la cabeza adquirió un aspecto de profunda paz y reposo.

En el oeste, a lo largo de la distante loma arbolada, se extinguían los últimos esplendores del atardecer. La luz que acariciaba los troncos de los árboles se había degradado a un gris tierno; en lo alto de las copas anidaban las sombras como grandes pájaros oscuros. Llegaba la noche, y entre el capitán Madwell y el campamento, se extendía a lo largo de muchos kilómetros el bosque espectral. Sin embargo, ahí estaba, junto al animal muerto, desvinculado al parecer de cuanto le rodeaba. Los ojos clavados en el suelo, la mano izquierda floja al costado, la derecha esgrimiendo la pistola. De pronto alzó la cara, miró a su amigo moribundo y volvió rápidamente a su lado. Se arrodilló a medias, montó el arma, apoyó el cañón en la frente del sargento, desvió los ojos y apretó el gatillo.

No hubo detonación. Su última bala la había gastado en el caballo. El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. La espuma que brotaba de ellos tenía un tinte sanguinolento. El capitán Madwell se puso de pie y desenvainó la espada. Pasó los dedos de la mano izquierda a lo largo del filo desde la empuñadura a la punta. La tendió recta ante sí como para probar sus nervios. La hoja no temblaba. El mortecino fulgor que reflejaba la luz del cielo, permanecía inmóvil y firme. Se inclinó, desgarró con la mano izquierda la camisa del moribundo. Irguiéndose, le puso la punta de la espada sobre el corazón. Esta vez no apartó los ojos. Aferrando la empuñadura con ambas manos, empujó con todas sus fuerzas. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre. Atravesó el cuerpo y se clavó en la tierra. El capitán Madwell estuvo a punto de caer sobre su obra. El moribundo encogió las piernas, y al mismo tiempo se llevó el brazo al pecho, sujetando el acero con tanta fuerza que los nudillos de la mano se le pusieron blancos. Con este violento pero inútil esfuerzo por quitarse la espada, agrandó la herida, por la que escapó un hilo de sangre, que se filtró sinuosamente por el roto uniforme.

En ese momento tres hombres salían silenciosamente del montecito de arbustos que había ocultado su avance. Dos eran enfermeros y traían angarillas.

El tercero era el mayor Creede Halcrow.

 

domingo, 7 de febrero de 2021

Otro cuento de suspenso: El retrato oval. Edgar Allan Poe

 

El retrato oval

“The Oval Portrait”
Broadway Journal, 1845

Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!




 

viernes, 5 de febrero de 2021

Otro cuento de suspenso: La casa de Adela. Mariana Enríquez

 Y ahora, este cuento de suspenso que -contrario al anterior de Guy de Maupassant- trata sobre una desaparición

 La casa de Adela

(Del libro “Las cosas que perdimos en el fuego”. Por Mariana Enríquez)

Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, las botitas de gamuza—, regresa de noche, en sueños. Los sueños con Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.

Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada en su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, y sus habitantes, los señores, y nosotros, los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados, que le traía su papá de Estados Unidos. Y porque organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del barrio todavía tenía televisores blanco y negro.

Pero, sobre todo, nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo, porque Adela tenía un solo brazo. O a lo mejor sería más preciso decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que había nacido así, que era un defecto congénito. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar en un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina.

A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde de las lágrimas.

Nuestra madre decía que Adela tenía un carácter único, era valiente y fuerte, un ejemplo, una dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela decía que sus padres mentían. Sobre el brazo. No nací así, contaba. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella contaba su versión. Sus versiones, mejor dicho. A veces contaba que la había atacado su perro, un dóberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco, les suele pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico para el tamaño del cerebro; por eso les dolía siempre la cabeza y se enloquecían de dolor, se les trastornaba el cerebro apretado contra los huesos. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba: el dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto, mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé entre los dientes.

Mi hermano no creía en esta versión.

—A ver, ¿y la cicatriz dónde está?

Ella se molestaba.

—Se curó rebién. No se ve.

—Imposible. Siempre se ven.

—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida. .

—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.

Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.

—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de Capital.

—Bla bla bla —le decía mi hermano, y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y, sin embargo, nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba con sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.

No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá decía que era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan: ya te dije que no, decía mi mamá, y era imposible discutir con ella.

—¿Y por qué a Pablo lo dejás?

—Porque es más grande que vos.

—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.

—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.

Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de compasión, me contaran las películas. Y cuando terminaban de contarme las películas, contaban más historias. No puedo olvidarme de esas tardes: cuando Adela contaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban burlonas. Yo las veía cuando Adela se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él era capaz de ocultar mejor que nosotras.

Él supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta que solamente quedó de él ese costillar a la vista, ese cráneo destrozado y, sobre todo, ese brazo izquierdo en medio de las vías, tan separado de su cuerpo y del tren que no parecía producto del accidente —del suicidio, le sigo diciendo accidente a su suicidio—; parecía que alguien lo había llevado hasta el medio de los rieles para exponerlo, como un saludo, un mensaje.

La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas y cuáles eran inventos de Adela o Pablo. Desde que entramos en la casa, nunca pude ver una película de terror: veinte años después conservo la fobia y, si veo una escena por casualidad o por error en la televisión, esa noche tomo pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada en el sofá, con los ojos quietos y sin su brazo, mientras mi hermano la miraba con adoración. No recuerdo, es cierto, muchas de las historias: apenas una sobre un perro poseído por el demonio —Adela tenía debilidad por las historias de animales—, otra sobre un hombre que había descuartizado a su mujer y había ocultado sus miembros en una heladera y esos miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora mató al asesino apretándole el cuello —Adela tenía debilidad, también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.

Me gustaban especialmente las historias sobre la casa abandonada. Incluso sé cuándo comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde, después de la escuela, mi hermano y yo la acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa abandonada que estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, de lo joven que era esa tarde de verano, del olor a champú de limón de su pelo y de la carcajada de chicle de menta.

—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.

Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.

—Por qué —dijo Pablo.

—Por nada, porque está abandonada.

—¿Y?

—No hagas caso, hijo.

—¡Decime, dale!

—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.

Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía mucho más para decir. La casa había estado abandonada desde antes de que mis padres llegaran al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que, apenas meses antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?, quiso saber Pablo. Qué morboso estás, hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere, el otro se apaga enseguida. Y, desde entonces, los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando para ver quién se queda con la casa. Pero es una casa bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá lo retó por usar una mala palabra.

—¿Qué mala palabra?

—Sabés perfectamente: no voy a repetir.

—«Chota» no es una mala palabra.

—Pablo, por favor.

—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.

—Qué sé yo, hijo, querrán el terreno. Es un problema de la familia.

—Para mí que tiene fantasmas.

—¡A vos te están haciendo mal las películas!

Yo creí que le iban a prohibir seguir viendo películas, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella. Los tres salimos corriendo. Bajamos a los gritos las escaleras de madera del chalet, muy hermosas (tenían de un lado ventanas con vidrios de colores, verdes, amarillos y rojos, y estaban alfombradas). Adela corría más lento que nosotros y un poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.

La casa no tenía nada especial a primera vista, pero, si se le prestaba atención, había detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre seca, dijo Adela.

Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes amarillos. Eso sí me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los dientes, creo; y, además, era muy pálida y la piel traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como en los rostros de las geishas. Entró en el jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el pasillo que llevaba a la puerta, se dio vuelta y dijo:

—¿Se dieron cuenta?

No esperó nuestra respuesta.

—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?

Mi hermano la siguió, entró en el jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en el pasillo de baldosas que iba de la vereda a la puerta de entrada.

—Es verdad —dijo—. Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení.

Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó después: estoy segura de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado. Era amarillo y corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un mosquito gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mi hermano y Adela se burlaran de mí, pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle sí, tenés razón, esa casa es mala y no se esconden ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no tiene que salir.

Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban en el barrio sobre la casa. Preguntaban al quiosquero y en el club; a don Justo, que esperaba el atardecer sentado en la puerta de su casa, a los gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo miedo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables, muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la herencia. Otros que no visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los había visto. Nunca. Los hijos, si existían, eran un misterio.

—Alguien tuvo que tapiar las ventanas —le dijo mi hermano a don Justo.

—Vos sabés que sí. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron los hijos.

—A lo mejor los albañiles eran los hijos.

—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles. Y los viejitos eran rubios, transparentes. Como vos, como Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser. De por ahí.

La idea de entrar en la casa fue de mi hermano. Me lo sugirió primero a mí. Le dije que estaba loco. Estaba fanatizado. Necesitaba saber qué había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a Adela.

Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín seco. El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí, sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda, los vecinos, no les prestaban atención. No les parecía raro o quizá no los veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.

O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.

Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de películas. Ahora Pablo y Adela —pero sobre todo Adela— contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde. Parecieron sorprendidos, se miraron.

—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?

—Pobre —dijo Pablo—. No escucha la voz de la casa.

—No importa —dijo Adela—. Nosotros te contamos.

Y me contaban.

Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.

Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el fondo.

Sobre el fondo, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños agujeros como madrigueras de ratas.

Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua.

A Pablo le costó un poco convencer a Adela de que entrara. Fue extraño. Ahora ella parecía tener miedo: se turnaban. En el momento decisivo, ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único brazo y hasta la sacudía. En el colegio, se hablaba de que Pablo y Adela eran novios y los chicos se metían los dedos en la boca, hasta la garganta, haciendo gesto de vómito. Tu hermano sale con la monstrua, se reían. A Pablo y Adela no les molestaba. A mí tampoco. A mí solamente me preocupaba la casa.

Decidieron entrar el último día del verano. Fueron las palabras exactas de Adela, una tarde de discusión en el living de su casa.

—El último día del verano, Pablo —dijo—. Dentro de una semana.

Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. No podían entrar solos en la oscuridad.

Decidimos entrar de noche, después de la cena. Teníamos que escaparnos, pero salir de casa tarde, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que les roben, tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas y a veces se pelean a tiros. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las sombras.

Un grupo de chicas jugaba al elástico en medio de la calle; cuando pasaba un auto —circulaban muy pocos—, paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo, más liso, algunas adolescentes patinaban. Pasamos entre ellos, desapercibidos.

Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila, iluminada. Conectada, pienso ahora.

Nos señaló la puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.

—¿Cómo? —preguntó Pablo.

—La encontré así.

Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas; herramientas de mi papá que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando la linterna.

—No hace falta —dijo Adela.

La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro de la casa había luz.

Recuerdo que caminamos de la mano bajo esa luminosidad que parecía eléctrica, aunque en el techo, donde debería haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando de los huecos como ramas secas. Parecía la luz del sol. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Ahí adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.

La casa no parecía rara por adentro. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa del teléfono, un teléfono negro, como el de nuestros abuelos.

Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo de que recé así, de que repetí eso en voz baja, con los ojos cerrados. Y no sonó.

Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que parecía desde afuera. Y zumbaba, como si vivieran colonias de bichos ocultos detrás de la pintura de las paredes.

Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía «esperá, esperá» cada tres pasos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía «sí, sí», pero yo sentí que ya no nos hablaba. Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.

La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos, empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el techo.

Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.

—Son uñas —dijo Pablo.

Sentí que el zumbido me ensordecía y me puse a llorar. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En el siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar aparatos; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba delante de mí en el colegio. Cuando levanté la cabeza para alcanzar a ver el tercer estante, se fue la luz.

Adela gritó en la oscuridad. Mi corazón latía tan fuerte que me dejaba sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no me soltaba. De pronto, vi un redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije: «Salgamos, salgamos.» Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la salida, siguió entrando en la casa. Lo seguí. Quería irme, pero no sola.

La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas brillantes, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se frenó: movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación no terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser iluminados por una linterna.

—Vamos, vamos —volví a decirle, y recuerdo que pensé en salir sola, en dejarlo, en escapar. .

—¡Adela! —gritó Pablo.

No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa habitación eterna.

—Acá.

Era su voz, muy baja, cerca. Estaba detrás de nosotros. Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de donde venía la voz y entonces la vimos.

Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada junto a una puerta. Después giró, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás de ella. Mi hermano corrió, pero cuando llegó a la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.

Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la mochila, para abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería sacarla: solamente quería salir, y lo seguí, corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas, brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.

La casa dejó de zumbar.

No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrirla. Pero en algún momento escuchó mis gritos. Y me hizo caso.

Mis padres llamaron a la policía.

Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los padres de Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.

Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Nos pidieron la descripción del interior de la casa. Contamos. Repetimos. Mi madre me dio un cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. «¡La casa está llena de escombros, mentirosa!», me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía «por favor, dónde está Adela, dónde está Adela».

En la casa, le dijimos. Abrió una puerta de la casa, entró en una habitación y ahí debe estar todavía.

Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que pudiera ser considerado una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.

Recuerdo que los escuché decir «máscara», no «cáscara». La casa es una máscara, escuché.

Nosotros mentíamos. O habíamos visto algo tan feroz que estábamos shockeados. Ellos no querían creer siquiera que habíamos entrado en la casa. Mi madre no nos creyó nunca. Ni siquiera cuando la policía rastrilló el barrio entero, allanando cada casa. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los noticieros. Nos dejaban leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias veces y siempre decía: «A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan…».

Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba. Yo la convencí, yo la hice entrar, decía.

Una noche, mi papá se despertó y escuchó que alguien intentaba abrir la puerta. Se levantó de la cama, agazapado, pensaba que encontraría a un ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la cerradura —esa cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una linterna en la mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por favor que quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.

Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los veintidós años. Yo reconocí el cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa cuando se tiró bajo el tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban sus manos.

Desde que Pablo se mató, vuelvo a la casa. Entro en el jardín, que sigue quemado y amarillo. Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace quince años y así quedaron, abiertas. Adentro de la casa, cuando el sol la ilumina, se ven vigas y el techo agujereado y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí adentro. En el suelo pintaron, con aerosol, el nombre de Adela. En las paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña, escrita con fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela en la mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.

Mi hermano, que también visitaba la casa, vio esas indicaciones e hizo ese viejo ritual una noche. No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital para que lo cosieran.

No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera. Acá vive Adela, ¡cuidado!, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en chiste o desafío. Pero yo sé que tiene razón. Que ésta es su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.

 

Algunos cuentos de suspenso, hoy: Aparición. Guy de Maupassant.

 

Aparición

Guy de Maupassant


Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.

Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazos.

Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.

Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.

Él había abandonado su casa de campo el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.

-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi casa de campo, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.

»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la casa.

»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.

Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su casa de campo se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo.

A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que lo disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, lo trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.

Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:

-No necesito suplicarte que no los mires.

Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente. Balbuceó:

-Perdóname, sufro demasiado.

Y se echó a llorar.

Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.

Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota.

Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro, y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza.

Al acercarme a la casa busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.

La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped.

Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo, se metió el papel en el bolsillo y dijo:

-¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?

Respondí bruscamente:

-Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa.

Pareció aterrado. Declaró:

-Entonces, ¿piensa entrar en… en su habitación?

Empecé a impacientarme.

-¡Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?

Balbuceó:

-No…, señor…, pero es que… es que no se ha abierto desde… desde… la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré… iré a ver si…

Lo interrumpí colérico.

-¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la llave.

No supo qué decir.

-Entonces, señor, le indicaré el camino.

-Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.

-Pero…. señor… sin embargo…

Esta vez me irrité realmente.

-Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo.

Lo aparté violentamente y entré en la casa.

Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo.

La abrí sin problemas y entré.

El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella.

Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta.

Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder.

Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter.

Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos.

Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera huido de allí como un cobarde.

Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes.

¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior de uno se desmorona.

No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.

¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.

-¡Oh, señor! -me dijo-. ¡Puede hacerme un gran servicio!

Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.

-¿Quiere? -insistió-. Puede salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!

Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.

-¿Quiere?

Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.

Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró:

-Péineme, ¡oh!, péineme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mire mi cabeza… Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!

Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.

¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.

Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella.

La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz.

De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había observado que estaba entreabierta.

Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rompí las contraventanas con un furioso golpe.

Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable.

Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope.

No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar.

Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural.

E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡La chaqueta de mi uniforme estaba llena de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones!

Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos.

Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además, deseaba reflexionar a fondo lo que debía decirle.

Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó sobre mí. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.

Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto.

Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.

Se efectuó una visita minuciosa a la casa de campo abandonada. No se descubrió nada sospechoso allí.

Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.

La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron abandonadas.

Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.