viernes, 12 de enero de 2024

Un saludo de FELIZ AÑO. a la par con el SALUDO DEL ALBA, de Juan Ramón Jiménez

 


Del libro Diario de un poeta recién casado

SALUDO  DEL  ALBA

 

¡Cuida bien de este día! Este día es la vida, la esencia misma de la vida. En su leve trascurso se encierran todas las realidades y todas las variedades de tu existencia: el goce de crecer, la gloria de la acción y el esplendor de la hermosura.

 

El día de ayer no es sino un sueño y el de mañana es sólo una visión. Pero un hoy bien empleado hace de cada ayer un sueño de felicidad y de cada mañana una visión de esperanza. ¡Cuida bien, pues, de este día!

(Del sánscrito)

 

Juan Ramon Jiménez (Moguer, Huelva, 1881 – San Juan, Puerto Rico, 1958) erigió una vasta obra en verso y prosa —siempre en constante revisión, en un afán de perfección— que constituye una de las cotas más altas de la expresión literaria en castellano. Antes de partir en 1916 hacia América, el poeta había vivido a caballo entre Madrid y su Moguer natal, y había publicado ya algunos libros importantes. En Madrid Juan Ramón conoció a Zenobia, una joven culta e inteligente junto a la que pasaría el resto de su vida. Se enamoró de ella y tras un noviazgo complicado decidieron embarcar en enero de 1916 hacia América, con el objetivo de contraer matrimonio allí. Se casaron el 2 de marzo en Nueva York y la pareja pasó tres meses visitando importantes ciudades norteamericanas. El poeta registró la travesía por mar y sus impresiones de Nueva York y de otros lugares que visitaron en este Diario de un poeta recién casado, que contiene algunos motivos de enorme trascendencia en su obra, como por ejemplo el del mar, que dejaría una impronta imborrable en Juan Ramón.

martes, 2 de enero de 2024

Perro apaleado. Cuento de Beatriz Elena Santander Mejía, publicado en Antología Relata 2022

 

PERRO APALEADO

Beatriz Elena Santander Mejía*



Manizales, Caldas

Taller Vecinas del Cuento

 

Lo habían despachado del taller de metalurgia donde trabajaba. El capataz, con una voz nerviosa que luchaba por no perder el tono autoritario, dijo mientras un cigarrillo se consumía entre sus dedos: se van los mayores de sesenta esta misma tarde, ya saben quiénes son.

Su hermana lo llamó después a pedirle que se cuidara del virus mortal, que el gobierno ordenaba el confinamiento. Su voz chillona, casi histérica, molestó a Ramón. Cuando intentó responderle, un hilo de hiel se enredó en su garganta como un mal augurio. Ella, que nunca tuvo el menor gesto de cariño con él, parecía activar un mecanismo de compasión secreto por su único hermano vivo. Le pidió, casi le rogó, que no saliera a la calle, que los viejos tenían mayor riesgo de contagio. Además, usted es muy vicioso. Él pensó en decirle que ya no fumaba ni bebía, pero no se animó.

Por deudas de juego, Ramón perdió casa y mujer, tres años antes, pero ella no lo sabía. Tranquila, que me voy a cuidar. Ramón, tembloroso, colgó el teléfono sin entender aún todo lo ocurrido aquel día.

Oscureció temprano, como si el miedo colectivo precipitara los ritmos del día. En todas partes la gente hablaba de la pandemia. Entró a una droguería a comprar un tapabocas, se lo puso y sintió el primer miedo de muchos que lo acompañarían. En el televisor de la farmacia, un noticiero mostraba imágenes de una ciudad italiana donde miles de muertos eran llevados en camiones a tumbas colectivas. Le aterró pensar que el fin del mundo era una realidad, y se alegró de liberarse de las deudas.

Al día siguiente, la dueña de la pensión advirtió a sus huéspedes que, en vista de la situación de encierro obligatorio, exigía el pago adelantado de la mensualidad. Los que tengan adónde ir es mejor que se vayan, aquí hay mucha gente, dijo desafiante levantando la cabeza. Se hizo un silencio profundo y de pronto una verdulera de rostro congestionado gritó: Si tuviéramos adónde ir, no estaríamos aquí. Nadie más levantó la voz, solo el noticiero lo hacía.

Usted sabe que nos han mandado a todos a guardarnos, ¡y sin paga!, se animó airado Ramón. La dueña de la pensión suspiró y agitó los brazos: Eso, Ramón, no es problema mío, los que no estén al día, aquí no caben.

Protestas y cuchicheos convertidos en una masa espesa de voces agrias.

Al día siguiente, con el tapabocas puesto, Ramon decidió volver al trabajo. Encontró el taller cerrado, aunque se escuchaban los motores de los soldadores y esmeriles. Golpeó el portón, nadie atendió y se sentó a esperar la hora del café. Al poco rato, empezaron a salir jóvenes con delantales de hule. Lo saludaron con gestos y se sentaron junto a él a fumar.

Entró al taller y buscó al capataz. Subió nervioso las angostas escalas en caracol. Lo buscó en el mezanine. Vio la cabeza blanca de rostro curtido y frente contraída. El hombre revisaba papeles recostado en su silla. Le lanzó una mirada de soslayo: ¿Qué quiere, Osorio? Trabajar, respondió Ramón. Usted es un anciano. Si todavía tengo gente aquí es porque hay trabajos pendientes. ¿Y de qué voy a vivir? No tengo familia. Como si la súplica le hubiera hecho reaccionar, el hombre dejó los papeles y levantó la mirada por encima del hombro, mientras sacaba de su chaqueta una caja de cigarrillos. Le ofreció uno. Ramón respondió con impaciencia Ya no fumo. El capataz encendió el suyo y dio la primera bocanada, lo miró con arrogancia. Mire, Osorio, el día que seamos monjitas de la caridad, vuelva, por ahora no tengo nada más para decirle. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con su bota de cuero. Se acercó a Ramón que se disponía a bajar las escaleras, palmeó su espalda y agregó: Cuídese, hombre, cuídese.

Ramón caminó lentamente, sin rumbo, como si la meditación lo fuera a sacar de las preocupaciones. Circulaban muy pocos carros, algunos vendedores ambulantes desafiaban la orden de confinamiento. Le llamó la atención la larga fila de gente de mirada ansiosa en la puerta de un supermercado. ¿Iba en serio lo de la pandemia? Se indignó, los pobres como él no podían encerrarse hasta nueva orden y decidió seguir buscando la forma de sobrevivir. Le pediría a la dueña de la pensión que le fiara siquiera un mes, que le pagaría cuando todo se normalizara, pero recordó que ella conocía su pasado.

A mediodía, ya había caminado hasta las afueras de la ciudad. Divisó el río de aguas ocre y una cuadrilla de hombres que sacaban material de su orilla y llenaban bolsas de fique. Ramón preguntó, esperando otra negativa, si había trabajo. Uno de ellos lo miró de arriba abajo, sorprendido de que un hombre tan esmirriado fuera capaz de dedicarse a esa labor. Claro que sí, aquí el trabajo es a destajo, se le paga por bulto. ¿Tiene experiencia? No. Los ojos empequeñecidos de Ramón, por la luz intensa, solo veían sombras. Su cabeza casi calva, nariz aguileña y grande, labios descarnados y una barba de tres días le daban el aspecto de un perro apaleado. El hombre miró las manos fuertes y callosas de Ramón y agregó: Si quiere empezar de una vez, coja esa pala que no tiene dueño.

Ramón logró que le dejaran dormir en la enramada donde guardaban los bultos. Se sintió agradecido, encontró trabajo y casa, más de lo que esperaba. Cada día lograba llenar dos sacos más de arena, y su exiguo ahorro le permitía soñar con comprar una casa y así pedir a su mujer que regresara con él.

La mañana del domingo se despertó tarde y se sintió muy cansado, le dolía la cabeza y tenía tos. Se quedó echado sobre los costales que le servían de cama. Al atardecer fue al río por un poco de agua para la sed que quemaba sus entrañas. Se sintió sin aliento para ir hasta la ciudad. Como estaba muy caliente decidió tirarse al río, la calentura la tenía en todo el cuerpo. Al día siguiente fue incapaz de levantar la pala, la debilidad ganaba sus fuerzas.

Cuando los areneros lo encontraron en ese estado, lo echaron de allí y le tiraron un tapabocas al rostro. Se alejó arrastrando los pies. Pensó en ir al hospital, la falta de aire ya comenzaba a molestarlo y creyó que no alcanzaría a llegar. El miedo a la muerte lo consumía más que la fiebre, no quería morir sin devolverle la casa a su mujer.

La ropa húmeda y sucia parecía pesarle demasiado. Intentaba orientarse hacia el hospital donde alguna vez fue operado del apéndice, después creyó que era mejor volver a la pensión y entregarle a la dueña el dinero que llevaba encima, pero desechó la idea con rabia.

La tos salía de los pulmones agotados y le quitaba el poco aire que le quedaba. Recordó la llamada de su hermana, y pensó que ella no era tan mala, que estaba arrepentida de su abandono. Entró a una cafetería en busca de un teléfono y sacó del bolsillo del pantalón la libretica donde tenía anotado su número. ¿Doris? ¿Sí, yo con quién? Con Ramón, su hermano. Es que estoy un poco enfermo… Ramón no pudo decirle más. ¿Qué le pasa? Del otro lado se oía la voz angustiada de la mujer. Necesito ir a su casa, es que no tengo adonde ir. El silencio de la hermana se le clavó en su mente febrilElla dijo impaciente: ¿Su casa y su mujer? No la tengo sino a usted… ¿me recibe mientras me recupero? Atinó él. Sí, claro, pero es que… tengo que consultarlo con Jorge, él es muy fregado.

El tendero lo amenazó con llamar a la policía si no se iba. Ramón lo miró sin expresión, pero la rigidez de los músculos de las piernas solo le sirvió para caer derrumbado sobre una silla. El delirio de la calentura lo sumió en la ilusión de que volvía a su casa con una mujer que tenía un hábito blanco, pero carecía de ojos. Diez minutos después recobró la conciencia, y mostró al tendero la dirección de su hermana. Sus oídos fueron aturdidos por sirenas de ambulancias lejanas que no lo auxiliaban.

Fue dejado en la entrada de la casa de su hermana por el joven domiciliario de la tienda. Intentó rasguñar la madera de la puerta mientras le salía un agónico Hermana, hermanita. La fiebre y la falta de aire lo vencieron. Su cuerpo flotaba sin dolor. El delirio, que no lo abandonaba desde hacía dos días, lo llevó a una casita llena de jazmines, lo emborrachaban con su olor dulce, y su esposa lo acariciaba mientras él soltaba un último aliento por su boca reseca. Una penumbra azulina lo envolvía en un instante eterno entregándolo al anhelo de volverla a tener entre sus brazos.


*Trabajadora social de la Universidad de Caldas. Es especialista en Derechos Humanos, y Magister en Educación de la Universidad Católica. Su trayectoria laboral la desempeñó en La Defensoría del Pueblo Regional Caldas y ICBF.