jueves, 14 de diciembre de 2023

Andate pa´la ciudá. Cuento de Martha Lucía Londoño Carvajal, seleccionado para la Antología Relata 2021

 

Andate pa’la ciudá

Martha Lucía Londoño Carvajal*

[Taller Vecinas del Cuento, Manizales]

 

El despertador agitó mi sueño con su eco de músico amanecido. Los rayos del sol entraban por las rendijas de la ventana y encandilaban con su luz. No podía abrir bien los ojos. Me levanté tembloroso, tropecé con el cajón que estaba junto a la cama. Quería salir del encierro, tirar­me en la playa y atisbar los veleros alejarse, pero era sábado y tenía que ir al ensayo con el grupo. Tita decía que no desperdiciara mi talento animando las parrandas del pueblo, no se daba cuenta de que ni ella ni yo podíamos vivir sin los pesos que recibía en la taberna.

El dinero que pagaban era poco, debía repartirlo con mis com­pañeros de grupo: Mireya y el Chichi. Los fines de semana la gente del pueblo bailaba al son de nuestra música. Mireya cantaba y tocaba las maracas, el Chichi la guitarra y yo el cajón peruano. Quería irme de Sa­pzurro, pero si la plata no alcanzaba para mis gastos ni para los de Tita, mucho menos para viajar a la capital.

Esa mañana apuré los tragos y me puse la pinta para salir. El ensayo con el grupo era a las nueve de la mañana, por la tarde teníamos la pre­sentación en la taberna del viejo Helí. Apenas terminé de tomar el café que me sirvió Tita, busqué el cajón para darle brillo y dejarlo listo. Ella me miró y, alzando su voz, me dijo:

—Roque, te vaj a volvé un borrachín como tu padre.

—Ay, viejita, si nunca estoy jincho, solo bebo unos rones para dar­le duro al cajón.

—Mandá ese cajón pa’ la mierda o te acabás las manos.

—¡Mamita, no diga eso! Mejor oiga cómo suena.

—Andate pa’la ciudá, a esos cachacos sí que les gusta tu sonsone­te. Aquí te morís de hambre.118

Agarré el cajón y cerré la puerta. Dejé a Tita sola con su cantaleta. Caminé sin afán hasta la cantina. Iba distraído. Escuché el golpe de las olas contra la roca y me acordé del músico que llegó al pueblo con su cajón peruano. Era un instrumento que no conocíamos en Sapzurro. El hombre era un bacán, me mostró el hueco en la madera y me dijo que por esa boca salía el gemido de sus canciones. Se sentó sobre el cajón y comenzó a dar toques y a palmotear en la madera. Mis manos se mo­vieron al ritmo del repique, se me aceleraron los latidos del corazón.

Quedé tan obsesionado con el cajón que, una tarde, cuando Tita no estaba, abrí un hueco redondo en el centro de la caja de madera. Ella la usaba como banco. Me senté en la orilla, separé las piernas y comencé a darle golpes. Ensayé sonidos con los movimientos de las manos: las deslizaba con toques ligeros o manoteaba al ritmo de alguna canción que recordaba. Sentía palpitar hasta las fibras de la madera. Encendía la radio y me pasaba horas probando, en el cajón, los ritmos que escucha­ba. Hacía ejercicios con los dedos y las manos. Después de dar golpes y golpes, me uní a la banda del pueblo para animar las parrandas de los sábados. Ahí viene Roque El Morocho, ya tenemos yuca pa’ gozá, decían en la taberna y se burlaban de mi cajón.

Llegué al ensayo, mis compañeros del trío no estaban. El dueño bajó a abrir la taberna. Ombe, Roque, me cogió la locha, dijo el viejo Helí mientras se fumaba un puro. Acomodé el cajón debajo de la mesa y le pedí un café. Comenzó a sonar la música en la rockola, las canciones me animaron a fantasear con Mireya. Creí ver cuando nos presentába­mos en un teatro de la capital, ella con las maracas y yo con mi cajón. El público aplaudía y se ponía de pie, reclamaba más y más música. El premio que nos merecemos. Imaginé a Mireya feliz entre mis brazos. Así, sin darme cuenta, se pasó el tiempo haciendo planes para viajar con ella. En ese momento, el viejo Helí silbó y cambió la música. Sacudí la cabeza y abrí los ojos. No había nadie en las mesas.

Alcancé a escuchar los tañidos de la campana en la Iglesia de Cristo, eran las diez cuando llegó el Chichi con la guitarra. Más tarde entró Mireya con un vestido rojo de boleros que relucía en su piel morocha. Ella tenía una sonrisa que iluminaba la taberna, tocaba las maracas con tanta gracia que el viejo Helí le daba todo lo que ella pedía. Nunca le cobraba.

Mireya y el Chichi acercaron las sillas, ordené otro café mientras ellos se tomaban su jugo de borojó. Después ensayamos en la bodega 119

que estaba en la parte de atrás de la taberna, allí sudamos interpretando canciones hasta que el hambre nos acosó. Nos despedimos del viejo Helí y fuimos a buscar el almuerzo. Mientras caminábamos por la playa, le conté a Mireya el sueño que tuve antes del ensayo. Ella sonrió. Me dijo que ni creyera que iba a triunfar con ese cajón en la capital porque la gente del interior no entiende nuestra música.

En el almorzadero ocupamos la única mesa disponible. Pedimos sancocho de pescado. Mientras nos servían la sopa, se acercó un señor y nos preguntó si podía almorzar con nosotros. Le corrí una silla y se sen­tó a mi lado. El hombre se llamaba Fernán, era gestor de eventos mu­sicales. Entre charla y charla, le conté que pensábamos viajar a Panamá a una gira musical, pero ese día las nubes anunciaron tempestad y no pudimos salir de Sapzurro. Entonces nos presentamos ante un grupo de turistas que estaba en la playa. Al día siguiente fuimos a Capurganá, allí nadie se interesó por nuestra música.

Fernán llegó a Sapzurro en busca de pelaos del pueblo que tuvie­ran talento para la música. Lo miré emocionado y le dije que mi sueño era ser artista, por eso quería irme de Sapzurro, mi pueblo, un caserío olvidado en el que no había donde estudiar ni escenarios para presen­taciones artísticas. En la capital tendría más oportunidades de triunfar. Fernán se ofreció para llevarnos a Medellín, nos hizo una propuesta tentadora y luego nos dijo:

―Ni siquiera tienen que pensarlo, les aseguro que ganarán mucho dinero.

―Yo me quedo en mi pueblo. No me voy con un cachaco por cual­quier peso.

―Nos dejás solos a Roque y a mí… No joda.

―Eche, si me vas a pegar no me regañés ―le dijo el Chichi a Mireya. Él se levantó y salió sin despedirse. Ni siquiera probó el sancocho.

¡Triunfar en Medellín! No lo podía creer. Si el Chichi no quiere ir, pues le digo a Mireya que se vaya conmigo. Le mostré a Fernán el cajón con las cuerdas que le había puesto. Parecía tan sorprendido que toqué un vallenato y le pedí a Mireya que me acompañara. El hombre se notaba emocionado. Nos dijo que le gustaba el dúo y el entusiasmo que le poníamos a la música.

Mireya y yo llegamos a la taberna, el Chichi no apareció. Fernán venía con nosotros, le hizo un guiño a Mireya y la abrazó. Ella arrugó la frente. Después de un corto ensayo entramos al tablado. Los amantes 120

de la bebida y las guarichas comenzaron a llenar el local con su alboro­to. En la pista se improvisaron las parejas, comenzó el foforro. Algunos hombres, desde sus puestos, brindaban por las chicas que bailoteaban sobre las mesas. Gritos y chillidos iban en aumento. Probé a calmar su euforia con redobles de bullarengue urabaense.

Las mujeres se sentaron para escuchar la música. Mireya me mi­raba cada vez que los hombres pedían canciones y ritmos en los que la guitarra marcaba el compás. Hicimos ajustes para complacerlos. Las palmas de mis manos se agrietaron con los repiques, mis articulaciones estaban tensas, sometidas a los golpes. No podía detenerme. En punti­llas, como si quisieran olvidar el dolor, los dedos de la mano izquierda se me deslizaron una y otra vez mientras la derecha golpeaba con fuerza la madera.

Un hilo de sangre se escurrió por el cajón hasta dejar su huella en el piso. Mis dedos humedecidos se resistían a repicar, las manos per­dieron fuerza y el sonido de la madera se fue haciendo débil. Escuché rechiflas. Olvidé el dolor y toqué con más fuerza, no me atormentaron las manos ensangrentadas ni las manchas de la camisa. La madera atraía mi piel, mi cuerpo vibraba. Seguí tocando sin parar. Una extraña sen­sación de venganza me impulsaba a continuar. Tal vez, era mi rebeldía frente a los que se burlaban de mi cajón. Quería demostrarles que con esa simple caja de madera podía sobresalir como artista.

A la mañana siguiente, convencí a Mireya para que viajáramos con el músico a Medellín. Aún no me recuperaba de las heridas en las ma­nos y el viaje estaba programado para el miércoles siguiente a la pre­sentación en la taberna. Tendría poco tiempo para curarme. El dolor no me dejaba dormir, le pedí a Tita que me hiciera emplastos en las heridas. Ella agachó la cabeza cuando le conté que me iba de Sapzurro. Se encerró en su pieza. Después me buscó para darme un rollito de billetes, repitió una y otra vez: Roque, andate pa’la ciudá.

El miércoles el despertador sonó a las cinco de la mañana. Alisté mis cosas y las dejé junto a la puerta. Tita me esperaba en la cocina, tomé los tragos que me preparó. Nos abrazamos sin decir nada. Salí en silencio, cerré la puerta, no me atreví a mirar la casa, allí estaba Tita escondiendo su llanto. A ella la cuidarían los vecinos. Caminé solo por la playa, las lágrimas de Tita parecían ir metidas en la caja de madera.

Cuando llegué al almorzadero, encontré a Fernán tomándose un ron. Pedí un café mientras llegaba Mireya. Otro ron para Fernán y ni 121

rastros de mi amiga. Las mujeres siempre se hacen esperar. Acabé mi café y Mireya no llegó. Nos vamos, dijo Fernán y se montó en la lancha, me recibió el cajón y la maleta. Me remangué el pantalón para demo­rarme unos segundos con la ilusión de ver a Mireya. Ya resignado a no verla, me senté en el cajón; atrás quedaba la estela de espuma que se desvanecía en el mar.

Mientras navegábamos hacia Capurganá, pensaba en el momento de subir al avión siguiendo los pasos de Fernán. Él me dejará sentar junto a la ventanilla para ver mi pueblo desde arriba. Apretaré los pár­pados. Y es que pasará mucho tiempo sin que vuelva a pisar descalzo la arena de la playa, no escucharé el murmullo de las caracolas ni el sonido de las olas cuando rebotan y juegan a esfumarse. El ruido del motor de la lancha me despertó.

Cuando llegamos al muelle, nos montamos en el único transporte que había en Capurganá para ir al aeropuerto. El carretillero dijo que había conocido a un músico con un cajón igual al mío. Me preguntó cómo diablos sonaba esa cosa. El hombre arrió el caballo y se fue sin escuchar la música.

*Martha Lucía Londoño Carvajal

Arquitecta manizaleña, constructora de mitos, sueños, utopías. Proyecta la luz y la sombra de la imaginación con trazos de realidad.

Hace parte del taller Vecinas del Cuento, Manizales.

CONCIERTO PARA AMADEO. Cuento seleccionado por Casa Creativa en su edición Cuentos cortos para esperas largas, 2023

 

Concierto para Amadeo

 Martha Lucía Londoño Carvajal*


 

La música me ponía en un estado de

entumecimiento muy agradable, un poco singular.

Parecía como si todo se inmovilizara,

salvo el latir de las arterias; como si la vida

hubiera huido de mi cuerpo y fuera muy bueno estar tan cansado.

Marguerite Yourcenar, Alexis o el Tratado del inútil combate

Violines, chelos y contrabajos de la Orquesta de Cámara interpretan “Las cuatro estaciones” del compositor italiano Antonio Vivaldi. Amadeo lee el programa de mano mientras camina hasta la segunda fila, cerca del escenario. Deja la gabardina de invierno en la silla del lado y se sienta en la que está junto al pasillo. Quedan pocos puestos vacíos. Saca el celular, mira el reloj, faltan unos minutos para las siete y Jota aún no llega. La sala se oscurece.

En el allegro del inicio las notas agudas de los instrumentos de cuerda penetran los oídos de Amadeo. Cierra los ojos, se deja llevar por la melodía, su cuerpo vibra. Lleva el compás con movimientos ligeros de los pies mientras imita con las manos al director de la orquesta. Fija la mirada en los violines, imagina los arcos rompiendo las cuerdas, alterando la obra musical. Piensa en su vida mientras mira el escenario. El pelo corto de la solista lo distrae.

Ve reflejada, en esa mujer, su cara de niño lindo: pelo dorado, nariz respingada, mirada de hielo. Los niños se burlaban: Eres una de esas… él se tapaba los oídos, prometía desquitarse. Aturdido revive la voz grave de su padre: Te enseñaré a ser como yo... Amadeo sacude la cabeza. Recoge la gabardina, la acerca a su nariz… la loción de Jota, percibe la caricia distante de la tela impermeable. Pasan por su mente imágenes de los treinta y tantos años viviendo juntos.

Siente el golpe de los arcos contra las cuerdas de la viola. Esa palabra estremece su cuerpo, no supo defenderse del hombre que desnudó su inocencia. Escucha el violín que toca la solista. En medio del silencio de la sala, busca el celular, escribe un mensaje a Jota inspirado en las notas tristes de los instrumentos de viento. La orquesta anuncia tormenta. Los violines imitan el sonido del trueno, aceleran los arcos que relampaguean para indicar el final de la primavera. Piensa en los cosméticos de la mamá. Amadeo desfilaba frente al espejo con falda corta, blusa de seda bordada con lentejuelas, zapatos de tacón alto. Una sonrisa iluminaba su cara, creía que, tal vez, esa era la felicidad.

La temperatura sube con los acordes de la música. Percibe esa sensación de pesadez, de aturdimiento que se siente en verano. La orquesta en pleno presagia el fin del movimiento.

El celular timbra, la gente mira, hace gestos de reproche. Amadeo se levanta, va hasta el vestíbulo, sus dedos bailotean mientras devuelve la llamada. Buzón de mensajes. Desesperado envía un audio con la voz de intimidad que le despierta la música. Jota no responde. Amadeo apaga el celular y regresa a la sala con la cabeza agachada. En el

IX Concurso Cuentos cortos para esperas largas

movimiento rápido de los violines escucha el gemido del viento cuando sacude las nubes, cuando atrae la lluvia, cuando aleja las pasiones.

Al final del concierto, recoge la gabardina, la pone sobre los hombros y sale a la calle. Su nariz se resiente: la ciudad exhala un vapor de niebla, oculta la gente, los edificios se esfuman, las luces ensombrecen los árboles de la avenida. Amadeo envuelve la bufanda en el cuello y se pone los guantes de cuero. Si Jota respondiera el mensaje… tomaríamos unas copas, baile, tangos, otra noche de placer, comezón en el cuerpo, piensa agitado. No, no, Jota no me dejaría sentir el frío del invierno, se dice mientras camina.

Los taxis pasan llenos, ninguno para. Son las nueve, la noche avanza. Las luces de los relámpagos titilan en la montaña mientras el horizonte se pierde en la penumbra. Amadeo vaga por las calles al ritmo de la tormenta.


*Martha Lucía Londoño Carvajal

Arquitecta manizaleña, constructora de mitos, sueños, utopías. Proyecta la luz y la sombra de la imaginación con trazos de realidad.

Hace parte del taller Vecinas del Cuento, Manizales.

martes, 12 de diciembre de 2023

Una lección del gran Cervantes

 

«Yo que siempre me afano y me desvelo  

por parecer que tengo de poeta,

la gracia que no quiso darme el cielo»

 

(Cervantes)