viernes, 26 de junio de 2020

EL ABUSO A LA MUJER NO ES UN CHISTE. Pamela Escobar Jaramillo

EL ABUSO A LA MUJER NO ES UN CHISTE

Pamela Escobar Jaramillo


¡¡¡Amigos!!! 

Hace mucho rato he querido escribirles sobre esto. Hablamos del abuso en modo de chiste, pero es un tema demasiado serio y latente que nos obliga a cada uno a preguntarnos cuál es el lugar que ocupamos en esta realidad que debemos dejar de ignorar o minimizar. 

Quiero invitarles a observar muy bien sus pensamientos y acciones, la forma en la que tratan a todas las mujeres (tanto a las cercanas como a las que no conocen, pero que ven en fotos), y entender bien su forma particular de relacionarse. 

También quisiera que pensaran en su pasado e intenten recordar momentos en los que se pasaron de la raya con alguna mujer, que se permitan cuestionarse profundamente, y encuentren formas de repararse a ustedes mismos y, ojalá, también identifiquen acciones con las que puedan ayudar a cambiar el sistema machista y abusador en el que estamos.

Los quiero mucho y aunque soy crítica de las cosas que comparten, confío en su bondad y su capacidad de autocrítica. 

Pamela 💜

 

Ante algunas respuestas de disculpa:

 

Mi incomodidad y rabia es más con el sistema como tal, del que todos somos parte. Por eso es más una invitación a mirarnos con conciencia.

Sobre si el contenido es machista y sexista, todo lo que minimice a la mujer, a su apariencia física, lo es. Lo que pasa es que lo tenemos muy normalizado, y la cosa es que el abuso se gesta en lo cotidiano.

Yo sé que es una conversación maluca, pero es mejor no evadirla.

¡Todos estamos en proceso!

 

Pamela 💜

 


miércoles, 24 de junio de 2020

CAMINO AL LIBRO. Por Julián Mauricio Ocampo Castro

CAMINO AL LIBRO

Julián Mauricio Ocampo Castro

El olor de esta mañana no era el cotidiano. La aurora trajo, de repente, un sabor a madera triturada mezclada con voces; el viento le encimó algunos susurros de jóvenes sonidos incomprensibles; las abejas que volaban temprano parecían regar glucosa a su paso; y, finalmente, los rayos de un incipiente sol dejaron una sensación de tinta diluida en agua de hierbas. Había que salir, pues, de la casa para seguir un aroma que traía viejos recuerdos… memorias de otro tiempo en que se recorrían las calles sin temor y que caminar a cielo abierto resultaba cotidiano. Hoy, a pesar del confinamiento al que nos obliga la expansión de un virus mortal, había que seguir el destino que marcaba el instinto. … Entonces, hallarse sin más en la puerta de un lugar tan cercano y tan distante en este tiempo, un viejo espacio lleno de olores, pensamientos y voces… ¡Entrar… y entonces reunirse con aquellos que forman la vida y que prometen la eternidad!


sábado, 20 de junio de 2020

CANTO DEL REÍR

Hoy dedico a mis hijos este poema de Blake cambiando "Mary, Susan, Emily" por Santiago, Federico, Pamela.


CANTO DEL REÍR


 

Cuando los verdes bosques ríen con la voz del júbilo,
y el arroyo encrespado se desplaza riendo;
cuando ríe el aire con nuestras divertidas ocurrencias,
y la verde colina ríe del estrépito que hacemos;
cuando los prados ríen con vívidos verdes,
y ríe la langosta ante la escena gozosa;
cuando Mary y Susan y Emily
cantan «¡ja, ja, ji!» con sus dulces bocas redondas.

Cuando los pájaros pintados ríen en la sombra
donde nuestra mesa desborda de cerezas y nueces,
acercaos y alegraos, y uníos a mí,
para cantar en dulce coro el «¡ja, ja, ji!»

William Blake (Londrres, 1757-1827).


miércoles, 17 de junio de 2020

Un cuento para disfrutar en cuarentena: PÉRDIDAS. Maria Elena Jiménez

PÉRDIDAS

 

El sol brillando en lo alto, y la noticia de que hace un mes no se reportan casos positivos para coronavirus, me animan a tomar la decisión de salir de mi casa. Han pasado seis meses desde el día en que el gobierno ordenó confinamiento por el virus. Hace tres meses que las personas mayores tenemos permiso para salir. Yo, sin embargo, demasiado temerosa de la enfermedad y sobre todo de la muerte, decidí que declarar la apertura social no era igual al final biológico del virus, y no saldría hasta que esto último sucediera.  

Mi puerta, en este tiempo, se ha abierto solo para recoger los domicilios de las compras virtuales o telefónicas. Monté un mundo entero en el interior de mi casa: el caminador eléctrico y algunas pesas se han convertido en gimnasio, el televisor, un sofá y la conexión a internet en sala de cine, algunas materas con plantas que riego todos los días en jardín, mi ventana en el contacto lejano con la naturaleza, la pantalla del computador en aula de clase y sitio de encuentro con los que amo. El afán por la supervivencia sacrificado al disfrute de una vida real.

Abro mi closet, dudo qué ponerme, —ayer me habría limitado a escoger entre dos o tres vestimentas cómodas— decido lo más fácil, un bluyín y una camisa blanca, preguntándome si aún estará a la moda.  Me recojo el pelo, ahora largo, en una media cola y me maquillo suavemente. Se me hace extraño coger una cartera, hace mucho que no la necesito.

No sé definir la sensación que me embarga cuando atravieso la puerta de mi casa, una mezcla entre temor, extrañeza y felicidad, cual si fuera a subir en una montaña rusa. Todos mis sentidos, guardados por tanto tiempo, se despliegan, como una flor que brota. Siento que me abraza la calidez de los tenues rayos del sol sobre la piel, mientras lleno con bocanadas de aire fresco mis pulmones.

Me atrevo a pisar la calle, reconozco la rugosidad del pavimento bajo mis pies. Camino. Dos cuadras más arriba de mi casa me detengo en el parque, los árboles de eucalipto me atraen con un olor que me parece nuevo, el prado con su verdor me llama a sentarme. Con pena de parecer ridícula, me agacho para rozarlo con mis manos y palpar su humedad. Observo una pareja que se besa libremente y unos niños que juegan con su perro. Es el goce de vida que se me aparece en todo su esplendor. Llego a la avenida principal y el mundo irrumpe ante mí.  Escucho el mismo ruido antiguo de los carros y los vendedores. Sin embargo, muchas cosas han cambiado. El hueco que había que saltar en medio de la calle, lo han tapado. Un aviso de alquiler sella la puerta de un viejo restaurante, pero, en su mayoría, los almacenes están abiertos. Algunos, diferentes a los de antes. La hermosa tienda de decoración frente a cuya vitrina me gustaba detenerme ya no existe, ahora venden allí tecnología sin mayor atractivo. Los locales de ropa exhiben blusas y pantalones amplios, con diseños evocando una naturaleza selvática. —Definitivamente mi closet requiere una renovación—.

—¡Lina! —escucho que me nombran a unos pasos de distancia. Es Elsa; nunca la llamé durante el confinamiento.  Tuve que controlar el impulso de detenerla con las manos cuando observé que se lanzaba hacia mí para saludarme con un abrazo. Le di un beso en la mejilla. Mi primer contacto real con una persona.

—Hola, que alegría de verte— Me parece un poco más vieja. Supongo que pensara igual de mí.

—Sí, tenemos mucho para desatrasarnos. Vamos a tomar un café. Abrieron uno nuevo allí en la esquina, —¿te acuerdas? — donde quedaba “El Sosiego”.

Me dejo llevar. Extrañaba sentarme despreocupadamente para ser atendida por alguien; pedimos un café para cada una. Ella habla sin parar. Yo la observo, notando la gran diferencia entre tener una pantalla a una persona tangible frente a mis ojos. Fascinada, sigo sus gesticulaciones, los movimientos de su cuerpo. Debo estar más atenta, ponerle cuidado a lo que dice, reflexiono. Entonces, como si no fuera poco lo que dejamos de vivir y de sentir, le escucho una expresión funesta: “nuestras pérdidas del coronavirus”, antes de despacharse con una lista de las personas que murieron durante este tiempo.

—… y Tomás Cáceres. No sé si fue por coronavirus, fue muy repentino, y como no se hacían velorios ni ceremonias de entierro, vinimos a saber muchos días después.

Me quedo muda. ¡Tomás! mi Tomás, el hombre que más he amado. Hace mucho que murió en mi vida, pero otra cosa es saber que su muerte es cierta, saber que, aunque sea por un azar lejano, la posibilidad de encontrarlo en una calle cualquiera ya no existe. El sentido de la frase de Borges: Ya somos el olvido que seremos, se me hizo tan claro que el sol que había abierto mi puerta se escondió y quise regresar a mi casa para llorarlo por postrera vez.

Mariae, junio de 2020

 

 

 

 


sábado, 13 de junio de 2020

En el día del escritor, un poema especial de Julián Mauricio Ocampo Castro.

En el día del escritor,

un poema especial de

Julián Mauricio Ocampo Castro

 

¿Qué escribir a los escritores en su día sin temor a ser criticado?

¿Qué temores albergan las manos que se posan sobre el papel

y que dibujan en el aire el sonido de un cascabel?

¿Qué rimas nacen en el corazón y mueren en la cabeza

cuando a escribir se empieza sin saber qué decir?

 

¡Ah vates!… creadores de historias, contadores de sueños

testigos en el desvelo del cielo oscuro convertido en madrugada…

catadores de vino, precursores del pensamiento anodino traducido en canción…

 

¿qué escribir pues, este 13 de junio cuando el infortunio del confinamiento nos obliga a encerrarnos?

¿cuando no podemos levantarnos y al unísono brindar con copas que al chocar mueven el viento?

Ya lo sé

¡qué mejor que un pensamiento!

¡Una idea que en su lamento lleve lirios y nardos para que como dardos se claven en nuestra sien!

 

 A mis amigos poetas y escritores en este día, con todo mi afecto. JMOC

Bogotá, a los 13 días del mes de junio de 2020


jueves, 11 de junio de 2020

Relato de cuarentena: ¿TO CALLEJIAR OR NOT TO CALLEJIAR? THAT IS THE QUESTION, MR. WILLIAM. John Jairo Hoyos, Manizales

¿TO CALLEJIAR OR NOT TO CALLEJIAR? THAT IS THE QUESTION, MR. WILLIAM

Lo confieso y no me ruborizo, durante la pandemia he sido un indisciplinado total. “Ser colombiano es un honor que cuesta”. Lo dijo Borges en uno de sus maravillosos relatos. Y ser indisciplinado también.

A pesar de las reconvenciones de mis allegados, de las recomendaciones de los medios de comunicación y de las advertencias del gobierno, yo aprovechaba cualquiera oportunidad para salir a la calle.  Por esos días, conjugar el verbo callejiar se convirtió en una delicia mayor a la de conjugar el verbo fornicar.

Recuerdo los ya lejanos años de mi niñez, mi abuela me decía: ”¿Este zumbambico por qué carajos es tan callejero?. En la calle no hay nada bueno”. Pero la progenitora de mi papá estaba equivocada de Pe a Pa. La calle, por aquellas calendas, era como un “jardín de las delicias”: jugar un batallado picado de fútbol callejero, tirarse falda abajo sobre una tabla encerada, colgarse de las tracto-mulas de Cementos Caldas, desafiar al cura Esteban Arango montando en bicicleta dentro del parque San José, ver a los campesinos bailar en las cantinas de la galería, al son de los tarros y pisando cisco; gritar: “Cuclí, cuclí. Al que lo vi, lo vi. El que está detrás de mí no vale. Salgoooo a buscar”, correr de huida de “Aguacate”, “Ananías” y “Porrón” (los locos de aquellos locos años), jugar canicas a los cinco hoyos, Vuelta a Colombia por los bordes de los andenes… y tantas cosas más. Estos eran los placeres de la calle que la convertían en un banquete digno de un sibarita.

Pero tenían su precio: algunos alpargatazos de mi abuela o una tollina (término usado por don Gabriel García Márquez equivalente a una cueriza sin compasión) por parte de mi padre. Ser pelafustanillo es un honor que cuesta, don Jorge Luis.

Lo anterior es una piñata para niños comparada con el horror que nos pintaban si salíamos a la calle cuando empezó la pandemia. Un bombardeo estadístico al que nos sometían cada sesenta minutos: cifras de muertos en cada país, número de contagiados y muy pocos recuperados. A esto se le deben sumar los falsos rumores y el temor por las economías colapsadas.

Mas sin embargo, yo me armaba de valor y salía a la calle. Ya estaba familiarizado con palabras como protocolos, prevenciones, distanciamientos, ventiladores mecánicos y lavado de manos.  También me armaba de mascarilla y un atomizador de alcohol.  Varias veces rogué al Señor por el milagro: mi Dios, que se convierta en ron León Dormido. No me escuchó, debía estar muy ocupado con el Virus Corona.

¡Qué delicia de calle! Reinaba el silencio, nada de automotores y bocinas estridentes. Cero motocicletas rugientes y nada de ciclistas imprudentes. Las aceras solitarias, toditas ellas para mí. Un lujo en supuestos tiempos de normalidad. Caminar por la avenida Santander era un placer, cuadras y más cuadras sin toparse un alma. Andaba despacio, me deleitaba mirando las fachadas de las edificaciones y los pisos de los locales comerciales tapizados de facturas por pagar. Qué pesar de los propietarios, el recibimiento que les esperaba al reabrir los negocios. Al llegar al parque de Los Fundadores veía al Cumanday con su fumarola, los paramillos de Santa Rosa con una pincelada blanca y el morro de San Cancio con su apariencia de pirámide oculta.

Ya en el centro la paz se esfumaba, como el agua entre los dedos cuando cumplía el ritual de lavarme las manos. Los vendedores y su pregón de mascarillas, guantes de látex, alcohol y gel anti-bacterial. Ninguna cafetería abierta, abundaban los vendedores de tinto en termo que es más peligroso que un abaleo en un ascensor. Y lo más aterrador, las largas colas para las diligencias bancarias, todas las personas con sus tapabocas y esa apariencia de derrota anticipada.  Trataba de hallar alegría en las miradas y lo único que encontraba eran dudas y desconcierto. Hacía la vuelta correspondiente y regresaba al lugar donde me refugio, por los lados del templo de Cristo Rey.  Mejor dicho, llevo más de dos meses entre la vida y la muerte pues el apartamento queda entre el Cementerio de San Esteban y el Hospital Universitario.

A lo único que le tenía miedo era a un comparendo de la Policía, pagar casi un millón de pesos y yo más quebrado que un cigarrillo en el bolsillo trasero.  Me salvé, los señores agentes también tenían miedo, mucho miedo, pero de mi apariencia y nunca perturbaron mi placidez peatonal.

Una mañana pasé por un taller de confecciones y la vi. Estaba en la vitrina como el maniquí de la canción de Serrat: “arregladita como pa´ir de boda”. Tan hermosa que fue amor a primera vista.  Parecía salida de las manos mágicas de Coco Chanel. No resistí la tentación y la compré. Le pedí a la señora que me atendió el favor de arrojar a la basura mi ya desgastado tapabocas y desde entonces salgo orgulloso a la calle con mi nueva mascarilla.  En un lado tiene el escudo del glorioso Once Caldas y en el otro dice: “Mi equipo del alma”. Virus Corona no mata pasión por el Blanco Blanco.   Qué delicia, el equipo amado lleva más de sesenta días sin perder.

Y recuerda: “Si no te quieres contagiar, en la casa te debes quedar” y “Si en este negocio quieres comprar, tapabocas debes usar”. Poesía pura en los tiempos del Virus Corona.

JH           

  


miércoles, 10 de junio de 2020

Cuento de cuarentena: "Una mujer que mira los yarumos plateados". Belatriz Elena Santander Mejía.

 

Una mujer que mira los yarumos plateados

 

El ojo que tú ves

 no es ojo porque tú lo ves.

Es ojo porque él te vea ti.

Antonio Machado.

  

Eran las dos de una tarde amodorrada. El sol entraba a la oficina de Fanny por el ventanal. Se apeñuscó en un rincón donde esa molestia no la alcanzara. El riiinnn del aviso de correo electrónico urgente sonó en su computador, todos son urgentes, pensó.  No se molestó en abrirlo. De pronto, miles de abejas se despertaron en sus oídos: la orden de que todo el personal de la empresa   entraba en cuarentena y trabajaría desde casa, a partir del día siguiente.

 

Ella de inmediato pensó en su apartamento, estaba estrenando. Se lamentaba de no haber tenido suficiente tiempo para disfrutarlo. Parece que me ha llegado el momento ¡qué maravilla! Pensó. Después de su divorcio, su único amante fiel era el PC. Aquella misma noche, dispuso los espacios, aunque en realidad no eran bastantes: un salón con ventanal que mira a otra torre de apartamentos; una mesa de vidrio, dos sillas a juego y un sofá con dos puestos. Instaló allí su pc y una pila de carpetas que consultaba con alguna frecuencia. A dos pasos una cocineta invadida por una nevera, como si fuera un elefante metido dentro del closet; una ventana de vidrios opalizados que daba al interior del edificio. Hacia el lado derecho, un primoroso baño y al frente la habitación de Fanny con una cama, un nochero y una puerta de vidrio que abre a un balcón.

 

Al quinto día, la mujer, ya tenía instalada una rutina y observaba cómo su vigoroso amante iba perdiendo encanto, le parecía un trasto inservible lleno de tareas bizarras. Se sintió ineficiente y cansada. Sin ánimos de conectarse con su familia y amigos, el celular solo servía para recibir instrucciones de trabajo: poner números y quitar números, que al final de mes se convertían en un informe invadido de gráficos llenos de cifras y porcentajes.

 

Al sexto día, la rutina se apoderó de Fanny como la hojarasca. Decidió levantarse un poco más tarde. Recorrió el dormitorio, con la sensación de que era la primera vez que dormía en él. Su cama sin hacer parecía un gran reguero de leche tibia. Rozó la sábana con sus manos, la soltó evitando la tentación de volver a buscar allí el sopor que distrae del aburrimiento.  Volteó la cabeza como si alguien la llamara, una puerta de vidrio que daba acceso al balcón la sorprendió como si no se hubiese percatado de su existencia; corrió el velo que como párpado entornado cubría un agujero profundo con un gran chorro de luz. Un ojo que la miraba, pensó alarmada. Salió al mirador, el vacío de un cielo infinito y eterno que habitaba a su lado, ella no lo sabía. La Epifanía de que aquel balcón fuera un ojo que la miraba la llenó de verdades.

 

La primera verdad fue que sus ojos color miel la engañaban, no le permitieron ver la realidad ¡miro sin ver! meditó. Los pájaros me miran, hace mucho que no tengo ojos para ellos, la luz del sol me muestra el milagro de la naturaleza, la adultez me quitó esa posibilidad. Así permaneció en espera de que llegara un pensamiento que pusiera todo en su sitio, fue útil. Decidió observar el fluir de sus sentimientos. Acodada en la baranda del balcón, vio el bosque de yarumos plateados recostado contra un horizonte estático. Fanny recordó su niñez con sus hermanos, atravesando los matorrales infinitos que se alzaban contra su vista. Allí se sintió extasiada, como si la niñez se le rebelara con detalles inusitados.

 

De nuevo en su mesa de trabajo, se sintió envuelta por una euforia agradecida, el buzón de correo estaba lleno. Trabajó con inquietud. El ojo la esperaba en las sombras del crepúsculo, le perteneció desde entonces; regresó al balcón, los pájaros se despedían del día y ella saludaba la noche. Recordó el film el inadaptado, el protagonista en un mundo de sombras amenazantes, él buscaba los colores y los juegos de los niños que traen la libertad. Encontró por fin el ojo que lo miraba y se metió en él. Fue expulsado de aquella ciudad por atreverse a ver con una mirada prohibida, pero encontró la felicidad. Fanny volvió a su pc con la certeza que da la valentía que sale del corazón. Escribió:

 

Señor Rodriguez:

 

De manera comedida, me permito presentar renuncia al cargo de Analista de datos que hasta el día de hoy desempeñé en su empresa. Agradezco la oportunidad y confianza que me brindó durante los veinte años de trabajo,

 

Atentamente,

 

Fanny Díaz

 

 Belatriz Elena Santander Mejía.

Manizales, Colombia.

 

 

 

 

 

 

 

 

                

 

 

 

       


martes, 9 de junio de 2020

MUJER FENOMENAL. Maya Angelou

MUJER FENOMENAL. Maya Angelou

La mujer que luchó contra el racismo y la discriminación

 

Las mujeres hermosas se preguntan

dónde radica mi secreto.

no soy linda o nacida

para vestir una talla de modelo

mas cuando empiezo a decirlo

todos piensan que miento

y digo,

está en el largo de mis brazos,

en el espacio de mis caderas,

en la cadencia de mi paso,

en la curva de mis labios.

soy una mujer

fenomenalmente.

mujer fenomenal,

esa soy yo.

 

Ingreso a cualquier ambiente

tan calma como a ti te gusta,

y en cuanto al hombre

los tipos se ponen de pie o

caen de rodillas.

luego revolotean a mi alrededor,

una colmena de abejas melíferas.

y digo,

es el fuego de mis ojos,

y el brillo de mis dientes,

el movimiento de mi cadera,

y la alegría de mis pies.

soy una mujer

fenomenalmente.

 

Mujer fenomenal,

esa soy yo.

 

Los mismos hombres se preguntan

qué ven en mí.

se esfuerzan mucho

pero no pueden tocar

mi misterio interior.

cuando intento mostrarles

dicen que no logran verlo

y digo,

está en la curvatura de mi espalda,

el sol de mi sonrisa,

el porte de mis pechos,

la gracia de mi estilo.

soy una mujer

fenomenalmente.

 

Mujer fenomenal,

esa soy yo.

 

ahora comprendes

por qué mi cabeza no se inclina.

no grito ni ando a los saltos

no tengo que hablar muy alto.

cuando me veas pasar

deberías sentirte orgullosa.

y digo,

está en el sonido de mis talones,

la onda de mi cabello,

la palma de mi mano,

la necesidad de mi cariño,

por que soy una mujer

fenomenalmente.

mujer fenomenal,

esa soy yo


lunes, 1 de junio de 2020

TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO . Mi reflexión en estos días de aislamiento

TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO 

Cuando aún tenía el tiempo hipotecado al trabajo ¡bendito trabajo!, esperaba el domingo con ansias. Luego, con mi jubilación, los fines de semana se fueron pareciendo a cualquier martes o jueves, en especial cuando mi marido se jubiló y los dos pudimos emplearlos a nuestras anchas de lunes a domingo: salir a caminar, ir al campo o a una ciudad vecina, combinar cable-vía y marcha para ir a Villa María a comer chorizos, a Chipre a comer obleas, hasta viajar sin tener que solicitar permisos, pero, sobre todo, estudiar vocaciones tardías. Y así, songo sorongo, sin darnos cuenta, pronto habíamos comprometido nuestras horas con otras actividades. Entonces los domingos volvieron a ser importantes, el descanso verdadero, enlazar Pegasos y Centauros en las nubes, imaginar Pléyades en la noche, estarse en casa en compañía de un buen libro, buena música y el tiempo sin prisas, que tanto aprecio….

 

Ahora nos han obligado a estar en casa, sin cruzar siquiera la puerta. Debemos hacer maromas para recibir los artículos que nos traen los domicilios: el dinero para pagarlos lo hago descender desde la ventana (sexto piso) dentro de una canasta atada a una piola larga. Más tarde, en cuanto el portero puede, me los hace subir por un empleado del edificio ataviado como médico en cirugía, que los deja frente a mi puerta cerrada. Recojo los paquetes, los lavo y/o desinfecto uno por uno, incluido su contenido (hice una mezcla licuando sábila y alcohol isopropílico); me lavo las manos para borrar las huellas del covid19 que pudo colarse a mi propia casa.

 

No podemos salir absolutamente a nada, a ninguna parte. En lugar de sentirnos como presos (de quienes ahora me compadezco más), o de aburrirnos, nos las ingeniamos para apreciar lo que tenemos. Con la empleada también enclaustrada en su casa, me tocó retomar la gastronomía, cocino platos que a mi marido y a mi hijo –a quien le cogió el aislamiento con nosotros– les parecen exquisitos. Yo, en cambio, no como tanto, he perdido algunos gorditos. Hemos corrido los muebles en el apartamento para hacer espacio y caminar todas las mañanas: para darle matiz de juego, meto en mi bolsillo cien granos de maíz pira y en cada vuelta echo uno en una coquita, hasta vaciarlos todos y así contar cien vueltas en unos 30 minutos sin estar pendiente del reloj; de lo que se podrá colegir el tamaño del caminadero. El maíz muda a crispetas, explota con la tarde. Las reuniones virtuales reemplazaron los talleres presenciales y es increíble como rinden. La hamaca en el balcón me recibe cariñosa todas las tardes a leer, eso sí que me ha rendido… No me aburro, antes agradezco tener cómo evitar contagiarnos. Lamento sí esta pandemia del Corona-virus por tanta desgracia que ha traído y va a traer al mundo y, en particular, a los más pobres y desvalidos, que me preocupan demasiado. Pero como no puedo ofrecer la solución, aparte de aportes a alguna fundación, al menos hago agradable el encierro, disfrutar de que todos los días sean domingo.

 

Nos creíamos indemnes. Hace dos meses leía a Angelika Schorbsdorff relatando los tormentos que tuvo que vivir su madre Ilse en la segunda guerra mundial, y yo pensaba, igual que otras veces con películas y lecturas con testimonios de esa época atroz, en lo horrible que sería vivir algo así, padecer una guerra. Me quedé varios días cavilando en ello que, aunque uno lo viera tan lejano e improbable, podía suceder. Me estremecí. Fue como una premonición. Justamente a las pocas semanas, y de un momento a otro –como llegan las buenas o las malas noticias- se nos declaraba la guerra. ¡En el ámbito mundial! La tierra entera estaba comprometida, no unos contra otros, ¡todos contra uno! Un virus. Un fantasma al que todo un planeta no puede derrotar en las primeras batallas.

 

Dicen –lo creo- que es un desquite de la naturaleza a los excesos que los humanos hemos estado acostumbrados a hacer sobre ella, como si fuéramos los únicos seres, amos y señores del universo. Recordé a William Ospina cuando cuenta, en América Mestiza, que “Humboldt percibió la armonía del Cosmos y advirtió cuán molesto puede llegar a ser el hombre para el mundo”. El iluminado científico y el ilustrado escritor nos han llamado la atención varias veces… ahora tenemos que agacharles la cabeza y con la mayor humildad repensarnos como habitantes de este planeta. La amenaza está viva y la moraleja será el mandato a vivir en armonía con los demás seres de la Tierra, comenzando por hacerlo con nuestros semejantes y con uno mismo. Porque si algo quedará de positivo de esta pandemia será la necesidad de tomar consciencia sobre nuestros actos, y el reacomodo de nuestros valores: saber lo que es verdaderamente importante en la vida. Por ahora, sacar lo positivo de la situación y disfrutar de tantos domingos.

Galu