lunes, 1 de junio de 2020

TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO . Mi reflexión en estos días de aislamiento

TODOS LOS DÍAS SON DOMINGO 

Cuando aún tenía el tiempo hipotecado al trabajo ¡bendito trabajo!, esperaba el domingo con ansias. Luego, con mi jubilación, los fines de semana se fueron pareciendo a cualquier martes o jueves, en especial cuando mi marido se jubiló y los dos pudimos emplearlos a nuestras anchas de lunes a domingo: salir a caminar, ir al campo o a una ciudad vecina, combinar cable-vía y marcha para ir a Villa María a comer chorizos, a Chipre a comer obleas, hasta viajar sin tener que solicitar permisos, pero, sobre todo, estudiar vocaciones tardías. Y así, songo sorongo, sin darnos cuenta, pronto habíamos comprometido nuestras horas con otras actividades. Entonces los domingos volvieron a ser importantes, el descanso verdadero, enlazar Pegasos y Centauros en las nubes, imaginar Pléyades en la noche, estarse en casa en compañía de un buen libro, buena música y el tiempo sin prisas, que tanto aprecio….

 

Ahora nos han obligado a estar en casa, sin cruzar siquiera la puerta. Debemos hacer maromas para recibir los artículos que nos traen los domicilios: el dinero para pagarlos lo hago descender desde la ventana (sexto piso) dentro de una canasta atada a una piola larga. Más tarde, en cuanto el portero puede, me los hace subir por un empleado del edificio ataviado como médico en cirugía, que los deja frente a mi puerta cerrada. Recojo los paquetes, los lavo y/o desinfecto uno por uno, incluido su contenido (hice una mezcla licuando sábila y alcohol isopropílico); me lavo las manos para borrar las huellas del covid19 que pudo colarse a mi propia casa.

 

No podemos salir absolutamente a nada, a ninguna parte. En lugar de sentirnos como presos (de quienes ahora me compadezco más), o de aburrirnos, nos las ingeniamos para apreciar lo que tenemos. Con la empleada también enclaustrada en su casa, me tocó retomar la gastronomía, cocino platos que a mi marido y a mi hijo –a quien le cogió el aislamiento con nosotros– les parecen exquisitos. Yo, en cambio, no como tanto, he perdido algunos gorditos. Hemos corrido los muebles en el apartamento para hacer espacio y caminar todas las mañanas: para darle matiz de juego, meto en mi bolsillo cien granos de maíz pira y en cada vuelta echo uno en una coquita, hasta vaciarlos todos y así contar cien vueltas en unos 30 minutos sin estar pendiente del reloj; de lo que se podrá colegir el tamaño del caminadero. El maíz muda a crispetas, explota con la tarde. Las reuniones virtuales reemplazaron los talleres presenciales y es increíble como rinden. La hamaca en el balcón me recibe cariñosa todas las tardes a leer, eso sí que me ha rendido… No me aburro, antes agradezco tener cómo evitar contagiarnos. Lamento sí esta pandemia del Corona-virus por tanta desgracia que ha traído y va a traer al mundo y, en particular, a los más pobres y desvalidos, que me preocupan demasiado. Pero como no puedo ofrecer la solución, aparte de aportes a alguna fundación, al menos hago agradable el encierro, disfrutar de que todos los días sean domingo.

 

Nos creíamos indemnes. Hace dos meses leía a Angelika Schorbsdorff relatando los tormentos que tuvo que vivir su madre Ilse en la segunda guerra mundial, y yo pensaba, igual que otras veces con películas y lecturas con testimonios de esa época atroz, en lo horrible que sería vivir algo así, padecer una guerra. Me quedé varios días cavilando en ello que, aunque uno lo viera tan lejano e improbable, podía suceder. Me estremecí. Fue como una premonición. Justamente a las pocas semanas, y de un momento a otro –como llegan las buenas o las malas noticias- se nos declaraba la guerra. ¡En el ámbito mundial! La tierra entera estaba comprometida, no unos contra otros, ¡todos contra uno! Un virus. Un fantasma al que todo un planeta no puede derrotar en las primeras batallas.

 

Dicen –lo creo- que es un desquite de la naturaleza a los excesos que los humanos hemos estado acostumbrados a hacer sobre ella, como si fuéramos los únicos seres, amos y señores del universo. Recordé a William Ospina cuando cuenta, en América Mestiza, que “Humboldt percibió la armonía del Cosmos y advirtió cuán molesto puede llegar a ser el hombre para el mundo”. El iluminado científico y el ilustrado escritor nos han llamado la atención varias veces… ahora tenemos que agacharles la cabeza y con la mayor humildad repensarnos como habitantes de este planeta. La amenaza está viva y la moraleja será el mandato a vivir en armonía con los demás seres de la Tierra, comenzando por hacerlo con nuestros semejantes y con uno mismo. Porque si algo quedará de positivo de esta pandemia será la necesidad de tomar consciencia sobre nuestros actos, y el reacomodo de nuestros valores: saber lo que es verdaderamente importante en la vida. Por ahora, sacar lo positivo de la situación y disfrutar de tantos domingos.

Galu

 

 


1 comentario:

  1. A veces nos da por pensar que este encierro afectó de manera considerable la vida de quienes cumplimos horario de oficina. Este relato demuestra que la vida, con todas sus variedades, fue trastocada por un virus que nos tomó por sorpresa y que afectó espacios, tiempos y circunstancias... Pero ¿qué hace el ser humano frente a ello? Adaptarse parece la respuesta. Queda preguntarnos si luego de esto podremos retomar la vida de la misma manera en que la concebíamos.... si los paseos en cable vía serán lo mismo, si el chorizo en Villamaría podrá consumirse de la misma manera, o si, siemplemente, podremos caminar por el mundo como los dueños de algo que no nos pertenece. ... ¡Gracias por un espacio para la reflexión universal!

    ResponderBorrar