miércoles, 13 de octubre de 2021

Vida de telenovela. María Elena Jiménez Gómez. Manizales

 Una muestra de nuestro trabajo en el taller Vecinas de Cuento de Manizales. Nos alegra ver que los objetivos se cumplen y el fomento de la escritura creativa da frutos.

Vida de telenovela

María Elena Jiménez Gómez

Taller Las vecinas del cuento, Manizales

Publicado en la Antología Relata 2020

 

Más que el sueño, lo que realmente retenía en la cama a Emilia era la pesada sensación de que no había motivos para levantarse. Los ruidos de los carros frente a su edificio la habían despertado desde temprano. La luz que entraba por la ventana anunciaba que ya era de día. Ella prefirió volver a ovillarse en las cobijas al lado de su gato Tristán. Necesitaba más sueño. Se había trasno­chado viendo la telenovela Pasiones fatales y pensando en cómo Adrián, el protagonista, resolvería el dilema entre el deseo por Juliana y el deber con su familia.

Cuando Emilia se casó con Roberto, él le compró un lindo apartamento con todo lo necesario y siempre estuvo dispuesto a satisfacer sus antojos. En eso ella podía sentirse tan satisfecha como Lupita al final de Alas de amor, la telenovela que estuvo de moda por los días de su matrimonio. No tenía cómo saber la suerte de Lupita después del final feliz, pero sí sufría la propia. Para ella lo que siguió a la boda fueron días de soledad esperan­do que Roberto regresara de sus largas correrías como camione­ro. Su única compañía eran Tristán y la pantalla de su televisor.

Eran las nueve cuando volvió a despertar. Miró el celular: Roberto no la había llamado todavía. Prefería que él la llamara cuando se detuviera, no fuera que al contestarle en carretera su­friera un accidente. Se levantó, tendió la cama, recogió la ropa sucia, la vajilla de la merienda y se dirigió a la cocina cuidando 

de no atropellar a Tristán que se enredaba en sus pies a cada paso. Le gustaba sentir el roce de su piel peluda, la ayudaba a no sentirse tan sola.

Buscó el alimento del gato y vació un poco en el cuenco que estaba en el rincón de la cocina. Se tomó el tiempo para desayunar café con galletas y una tajada de queso. Se bañó y se vistió. Con eso acababa su rutina de oficios matutinos. No tenía que limpiar, lo hacia una vez a la semana. Solo con ella y el gato, el apartamento permanecía limpio. Tampoco tenía que lavar, lo hacía el día que Roberto llegaba de viaje para tenerle limpia la ropa el día que partiera de nuevo.

Prendió el televisor. Sentado sobre sus piernas, Tristán se dejaba acariciar. Acababa de empezar la telenovela de la ma­ñana, Amores difíciles. Rocío llegó a la casa de Julián, donde la hermana le dijo que él se había ido, que no quería verla y que no se casaría con ella.

—Maldita traicionera, la vas a pagar —dijo Emilia en voz alta.

Por el capítulo anterior sabía que Julián había dejado con su hermana una carta que lo explicaba todo. Le pedía que re­cibiera a Rocío y la llevara a un hotel mientras él regresaba del viaje. Su padre lo había obligado a irse para alejarlo de ella e impedir su matrimonio. Emilia se sintió desolada al ver cómo Rocío se alejaba llorando sin tener a quién acudir. El episodio terminó al mediodía. El sentimiento por la suerte de Rocío le quitó las ganas de cocinar para ella sola, así que se maquilló un poco, se puso una chaqueta y se fue a un centro comercial.

Recorrió los pasillos observando las vitrinas, sin decidirse a comprar nada. Se antojó de una cartera, y hasta alcanzó a pensar que hacía juego con los zapatos que llevaba, pero el desgano por la vida le pudo al deseo, después de todo no era objetos materiales lo que ella necesitaba.

Cuando llegó al piso de comidas pidió un ajiaco y se sentó en una mesa alejada. Vio que el sitio estaba lleno de empleados de las oficinas cercanas, de amigas que conversaban entreteni­das, parejas que se miraban con amor y compartían un bocado.

La multitud llenaba el lugar con un murmullo inentendible que la ahogaba.

De repente, alguien que se paró de una de las mesas llamó su atención. Se le pareció tanto a Julián que creyó reconocer­lo. Se veía tan guapo: alto, esbelto, vestido con traje de oficina como el que usaba en la telenovela, con su cabello bien peina­do, su cara trigueña y sus ojos color miel. Abandonó su ajiaco y corrió hacia él. Lo alcanzó justo cuando empezaba a abordar las escaleras eléctricas.

—¡Julián! ¡Julián!

El hombre no se dio por enterado. Ella lo tomó por el bra­zo y lo sacudió obligándolo a que se volteara a verla.

—Julián, tu hermana te traicionó, le mintió a Rocío, le dijo que no la amabas, ella no sabe qué hacer, tienes que regre­sar a salvarla.

—Señora, está equivocada, no conozco a ninguna Rocío.

—Si de verdad la amas, tienes que buscarla. Ella está su­friendo mucho pensando que la abandonaste. Ve por ella para que sean felices para siempre.

—Ya se lo dije, señora, no la conozco, no la amo, no sé de qué me habla. ¡Déjeme en paz! —fue lo último que dijo el hombre mientras sacudía su brazo desprendiéndose de Emilia.

Ella, desorientada, se sentó en la primera banca que encon­tró. Por aferrarse a algo, abrazó su cartera y bajó la cabeza. No podía creer lo que había escuchado. Julián negó amar a Rocío, hasta dijo que no la conocía. Entonces era verdad lo que había dicho su hermana. La confundida había sido ella. Julián no bus­caría a Rocío, no habría en su destino un final feliz.

Con movimientos desganados, la mirada estrecha bajo sus párpados y sin saber cómo, Emilia regresó a su casa. Acarició a Tristán pensando en lo desconcertante, pero revelador que ha­bía sido su encuentro. Suspiró profundo y se dijo:

—Todo es mentira. El amor verdadero no existe. Llegará el día en que Roberto no regrese.

Se sentó y prendió el televisor para ver Más allá de la muerte.

sábado, 2 de octubre de 2021

"En el auto". Cuento ganador tercer premio en el XII Concurso Nacional de Cuento Bueno y Breve, El Túnel, 2021

En el aut

 

Voy con Maríbel. Avanzamos en la ruta hacia el pueblo. Ella va al volante, es la dueña del carro y de la idea de salir de la casa de campo donde pasamos este fin de semana. Es la dueña de la embarazosa misión, yo el acólito. Le he insistido que deje así las cosas, que no necesitamos su divorcio para estar juntos.

Sus brazos reposan en el timón. Sus manos lo rodean con firmeza. Observo las uñas largas pintadas de lila, color que va con su carácter caprichoso. En la izquierda lleva el reloj que le regaló su ex. En la derecha, tres pulseras de plata con dijes grandes, un sonajero que se activa cuando hace los cambios. Lleva el motor más revolucionado de lo que debiera. Le sugiero pasar a cuarta. La que maneja es ella, no yo, me alega. Respiro, tomo un sorbo de tranquilina.

Miro sus muslos voluptuosos, acogen el algodón de su corta falda; piernas largas, suavizadas con crema bronceadora; movimientos de acuerdo a las demandas de la máquina. Mi mano se inserta entre los muslos de Mari, mis dedos se doblan, cóncava la mano acaricia la carne suave. Ella, un tanto ingenua, un tanto alerta, espera la próxima maniobra, la dirección que puedan seguir mis dedos. No agrego más movimientos, es mi estrategia: hacer que lo desee. Sé que soy un galán para ella, no en vano me he cuidado estos músculos.

Guaduales y ficus a la vera exhiben colores alegres al día, sombras sobre el pavimento en las curvas de la carretera. El río, allá abajo, se muestra fresco. Las ventanas delanteras del auto están abiertas, el aire se introduce agradablemente, nivela la temperatura. El pelo suelto de Mari responde al viento, el escote de su bata lo recibe; yo lo noto, me siento un poco celoso, quiero meterme allí, con la misma facilidad que lo hace el viento. Mis dedos se unen al extremo de sus muslos y comienzan a acercarse al punto de fragilidad. Me vas a hacer chocar… exclama sin contundencia. Retiro la mano. Respondo a su mirada coqueta con un guiño.

Llegamos al pueblo. Parquea en el ala derecha de la plaza central frente al edificio con enchape de cerámica marfil y ventanas de vidrios opalizados.   Es una construcción moderna que sobresale en la cuadra llena de casonas antiguas. Quiero acompañarla e intento bajarme, pero me detiene. Me pide esperarla, me asegura que no se demorará. Le insisto: no deberías ir sola. Me tranquiliza con una seguridad que disuade. Pienso que tiene razón, que mi presencia viciaría el resultado. La posibilidad de que la deje sin apartamento nos complicaría las cosas, ella vive feliz en él, y yo tendría que trabajar muy duro para ofrecerle uno. Además, no sé si el hombre con tanto que la quiere se interpondrá entre nosotros

Me acomodo en la silla dispuesto a esperar, busco cómo pasar el tiempo. Bajo todas las ventanillas, inspecciono el interior del carro, miro el tablero, abro la guantera, los documentos están allí guardados cuidadosamente. Un sobre me atrae, aunque me intriga, no lo abro. Saco el manual y leo las propiedades que describen el modelo de su auto. Un 2019, mecánico, de alta gama. Cierro. Enciendo el radio, lo sintonizo en la emisora cultural, con la suerte de que se escucha Mozart, si no estoy mal es el concierto número uno. Sí, el locutor lo confirma. Me gustan los violines. Cierro los ojos, con la cabeza reclinada me relajo con la música, pero no me dura el relax. Vuelvo a pensar qué estará pasando arriba, esa oficina es un secreto para mí. A mi alrededor pasan los habitantes del pueblo, me observan con curiosidad.

Una riña en el andén de enfrente me llama la atención. Dos mujeres se tiran del pelo, se gritan, se insultan. La gente las rodea. Me tapa la escena. Me incorporo, elevo la cabeza. Debo salir y recostarme sobre la puerta para lograr palco. La de la blusa roja está furiosa, reclama a la otra, más joven, de pantalón granate y top blanco, el meterse con su marido. La segunda grita: ¿Quién la manda a ser tan alegona y, además de gorda, descuidada!? El chaleco de la señora aludida da fe de los adjetivos lanzados al aire: no alcanza a cubrirle los bananos que se vomitan sobre la cintura ausente. (Mari tiene algunos bananos, pero no es descuidada, ni alegona ―donde hay carne hay fiesta―, cavilo). El público aúpa a las improvisadas actrices del teatro callejero. Yo me divierto con el espectáculo sabiendo que no pasará a mayores. La Policía disuelve el tumulto. Las mujeres se separan, pero los insultos continúan y siguen la trayectoria de sus pasos, cada vez más alejados de mí. Vuelvo a entrar a mi celda pasajera.

Miro el reloj. Han pasado cuarenta minutos, ¿cuántos más faltarán para que Mari vuelva? ¿Qué le habrá dicho el tipo?, ¿que la quiere y no la olvida? Saco el sobre de la guantera, me gana la intriga, lo abro. Es una fotografía de los dos, ella y el ex, quisiera quemarla, me inquieta que la conserve. Estiro las piernas, corro la silla y reclino el espaldar. ¡Cómo no traje el libro, con lo bueno que está! Miro al cielo, las araucarias con el color aceituna de sus ramas gruesas que lo tocan en perspectiva. Me concentro en el universo de las garzas que quieren invadir el parque y no son bienvenidas, por más blancas que sean, por más derecho que tengan. Como tantos desplazados. Vendedores ambulantes pululan en la calle, se han aumentado con la migración venezolana, como si fueran pocos los que ya había. ¡Y yo aquí irritado por una sencilla espera!

La situación comienza a exasperarme, no me queda ni un solo ápice de interés en seguir esperando. ¿Qué estará pasando arriba en esa oficina? Si Mari no logra traer el documento firmado, va a estar de mal genio; no voy a atormentarla con te lo dije, y empeorar su frustración, pero ella no acepta mis consejos. No logrará su fantasioso objetivo, al hombre no le conviene, él va a esperar el máximo tiempo que la ley le otorga para continuar con el estado conyugal vigente, la hará rogarle, quiere verla sometida a su poder y, mientras su familia lo secunde, la tendrá a su merced.

Cuando estoy resuelto a dejar el auto y entrar en el edificio, veo salir a Maribel. Aparece con una sonrisa en sus labios, que no sé interpretar como de victoria o de consolación. Un par de canarios se posa en el capó. La reciben con la simpatía que yo no puedo exprimirle a mi irritación.

Voy conduciendo de regreso. El malgenio no me deja armar frases, solo gestos de traducción sencilla, tipo: sí, no, no sabe, no responde. Poco a poco, su entusiasmo me contagia. A mi camisa se va adhiriendo el aroma a spray de lavanda, tengo la sensación de ver las flores moradas que vuelan hacia ella y rebotan a mi piel. Entonces mis músculos comienzan a aflojarse y aprecio como un tesoro la actitud amable de ella, la nueva Mari con aire de libertad. En especial cuando saca el sobre de la guantera y, en un ademán de ritual ante mi vista, vuelve trizas la foto. Su pasado con el otro se hace confeti y vuela con el viento tras la ventana.

La tarde que muere trae una banda de cigarras que ríen. Tomo un desvío, detengo la marcha. La pasión nos inunda en un espacio cerrado de alta gama.

                   

 Galu