sábado, 2 de octubre de 2021

"En el auto". Cuento ganador tercer premio en el XII Concurso Nacional de Cuento Bueno y Breve, El Túnel, 2021

En el aut

 

Voy con Maríbel. Avanzamos en la ruta hacia el pueblo. Ella va al volante, es la dueña del carro y de la idea de salir de la casa de campo donde pasamos este fin de semana. Es la dueña de la embarazosa misión, yo el acólito. Le he insistido que deje así las cosas, que no necesitamos su divorcio para estar juntos.

Sus brazos reposan en el timón. Sus manos lo rodean con firmeza. Observo las uñas largas pintadas de lila, color que va con su carácter caprichoso. En la izquierda lleva el reloj que le regaló su ex. En la derecha, tres pulseras de plata con dijes grandes, un sonajero que se activa cuando hace los cambios. Lleva el motor más revolucionado de lo que debiera. Le sugiero pasar a cuarta. La que maneja es ella, no yo, me alega. Respiro, tomo un sorbo de tranquilina.

Miro sus muslos voluptuosos, acogen el algodón de su corta falda; piernas largas, suavizadas con crema bronceadora; movimientos de acuerdo a las demandas de la máquina. Mi mano se inserta entre los muslos de Mari, mis dedos se doblan, cóncava la mano acaricia la carne suave. Ella, un tanto ingenua, un tanto alerta, espera la próxima maniobra, la dirección que puedan seguir mis dedos. No agrego más movimientos, es mi estrategia: hacer que lo desee. Sé que soy un galán para ella, no en vano me he cuidado estos músculos.

Guaduales y ficus a la vera exhiben colores alegres al día, sombras sobre el pavimento en las curvas de la carretera. El río, allá abajo, se muestra fresco. Las ventanas delanteras del auto están abiertas, el aire se introduce agradablemente, nivela la temperatura. El pelo suelto de Mari responde al viento, el escote de su bata lo recibe; yo lo noto, me siento un poco celoso, quiero meterme allí, con la misma facilidad que lo hace el viento. Mis dedos se unen al extremo de sus muslos y comienzan a acercarse al punto de fragilidad. Me vas a hacer chocar… exclama sin contundencia. Retiro la mano. Respondo a su mirada coqueta con un guiño.

Llegamos al pueblo. Parquea en el ala derecha de la plaza central frente al edificio con enchape de cerámica marfil y ventanas de vidrios opalizados.   Es una construcción moderna que sobresale en la cuadra llena de casonas antiguas. Quiero acompañarla e intento bajarme, pero me detiene. Me pide esperarla, me asegura que no se demorará. Le insisto: no deberías ir sola. Me tranquiliza con una seguridad que disuade. Pienso que tiene razón, que mi presencia viciaría el resultado. La posibilidad de que la deje sin apartamento nos complicaría las cosas, ella vive feliz en él, y yo tendría que trabajar muy duro para ofrecerle uno. Además, no sé si el hombre con tanto que la quiere se interpondrá entre nosotros

Me acomodo en la silla dispuesto a esperar, busco cómo pasar el tiempo. Bajo todas las ventanillas, inspecciono el interior del carro, miro el tablero, abro la guantera, los documentos están allí guardados cuidadosamente. Un sobre me atrae, aunque me intriga, no lo abro. Saco el manual y leo las propiedades que describen el modelo de su auto. Un 2019, mecánico, de alta gama. Cierro. Enciendo el radio, lo sintonizo en la emisora cultural, con la suerte de que se escucha Mozart, si no estoy mal es el concierto número uno. Sí, el locutor lo confirma. Me gustan los violines. Cierro los ojos, con la cabeza reclinada me relajo con la música, pero no me dura el relax. Vuelvo a pensar qué estará pasando arriba, esa oficina es un secreto para mí. A mi alrededor pasan los habitantes del pueblo, me observan con curiosidad.

Una riña en el andén de enfrente me llama la atención. Dos mujeres se tiran del pelo, se gritan, se insultan. La gente las rodea. Me tapa la escena. Me incorporo, elevo la cabeza. Debo salir y recostarme sobre la puerta para lograr palco. La de la blusa roja está furiosa, reclama a la otra, más joven, de pantalón granate y top blanco, el meterse con su marido. La segunda grita: ¿Quién la manda a ser tan alegona y, además de gorda, descuidada!? El chaleco de la señora aludida da fe de los adjetivos lanzados al aire: no alcanza a cubrirle los bananos que se vomitan sobre la cintura ausente. (Mari tiene algunos bananos, pero no es descuidada, ni alegona ―donde hay carne hay fiesta―, cavilo). El público aúpa a las improvisadas actrices del teatro callejero. Yo me divierto con el espectáculo sabiendo que no pasará a mayores. La Policía disuelve el tumulto. Las mujeres se separan, pero los insultos continúan y siguen la trayectoria de sus pasos, cada vez más alejados de mí. Vuelvo a entrar a mi celda pasajera.

Miro el reloj. Han pasado cuarenta minutos, ¿cuántos más faltarán para que Mari vuelva? ¿Qué le habrá dicho el tipo?, ¿que la quiere y no la olvida? Saco el sobre de la guantera, me gana la intriga, lo abro. Es una fotografía de los dos, ella y el ex, quisiera quemarla, me inquieta que la conserve. Estiro las piernas, corro la silla y reclino el espaldar. ¡Cómo no traje el libro, con lo bueno que está! Miro al cielo, las araucarias con el color aceituna de sus ramas gruesas que lo tocan en perspectiva. Me concentro en el universo de las garzas que quieren invadir el parque y no son bienvenidas, por más blancas que sean, por más derecho que tengan. Como tantos desplazados. Vendedores ambulantes pululan en la calle, se han aumentado con la migración venezolana, como si fueran pocos los que ya había. ¡Y yo aquí irritado por una sencilla espera!

La situación comienza a exasperarme, no me queda ni un solo ápice de interés en seguir esperando. ¿Qué estará pasando arriba en esa oficina? Si Mari no logra traer el documento firmado, va a estar de mal genio; no voy a atormentarla con te lo dije, y empeorar su frustración, pero ella no acepta mis consejos. No logrará su fantasioso objetivo, al hombre no le conviene, él va a esperar el máximo tiempo que la ley le otorga para continuar con el estado conyugal vigente, la hará rogarle, quiere verla sometida a su poder y, mientras su familia lo secunde, la tendrá a su merced.

Cuando estoy resuelto a dejar el auto y entrar en el edificio, veo salir a Maribel. Aparece con una sonrisa en sus labios, que no sé interpretar como de victoria o de consolación. Un par de canarios se posa en el capó. La reciben con la simpatía que yo no puedo exprimirle a mi irritación.

Voy conduciendo de regreso. El malgenio no me deja armar frases, solo gestos de traducción sencilla, tipo: sí, no, no sabe, no responde. Poco a poco, su entusiasmo me contagia. A mi camisa se va adhiriendo el aroma a spray de lavanda, tengo la sensación de ver las flores moradas que vuelan hacia ella y rebotan a mi piel. Entonces mis músculos comienzan a aflojarse y aprecio como un tesoro la actitud amable de ella, la nueva Mari con aire de libertad. En especial cuando saca el sobre de la guantera y, en un ademán de ritual ante mi vista, vuelve trizas la foto. Su pasado con el otro se hace confeti y vuela con el viento tras la ventana.

La tarde que muere trae una banda de cigarras que ríen. Tomo un desvío, detengo la marcha. La pasión nos inunda en un espacio cerrado de alta gama.

                   

 Galu


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