domingo, 25 de septiembre de 2022

Espuma y nada más. Cuento del colombiano Hernando Téllez

 

 

Espuma y nada más
Hernando Téllez*

 

      No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa deben tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. Él no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “Estuvo bueno, ¿verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y de que, al pasar el dorso de mi mana por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.
      Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? ... Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
      La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario, pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
      La barba había quedado limpía, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
      “Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:
      “Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.

 

·         Hernando Téllez (Bogotá, 22 de marzo de 1908 - 1966)1​ fue un ensayista, narrador, periodista, político, diplomático, autor y crítico literario colombiano.

Escribió y desempeñó diversas labores en algunos de los más relevantes periódicos y revistas de Colombia todos hispánicos: la Revista Universidad de Germán Arciniegas, El Nacional de Caracas, la revista Mito de Bogotá. Trabajó en la redacción de El Tiempo, donde precisamente se inició como periodista y accedió a columnista con la serie "leones de los días. De la misma manera y un tiempo más tarde, escribió otras columnas para la revista El Liberal, en su sección Hoy; también comentarios y anotaciones bajo el título de Márgenes, en la revista La Semana. Téllez ejerció como cónsul en Marsella llegando a ser senador en su país. Es sobre todo conocido como escritor gracias a su colección de historias cortas publicadas en 1950 con el título de Cenizas para el viento y otras historias, habiendo ya cumplido los cuarenta años de edad. Buena parte de su obra es de publicación póstuma. hizo parte de los escritores ilustres de la narrativa de la violencia en Colombia.

 


Tips para mejorar nuestra ESCRITURA: Capítulo III. Numerales: 9. Palabras innecesarias. 10. Rima involuntaria

Aprovechemos la generosidad del portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES (https://ciudadseva.com/texto/instrucciones-para-escribir-cuentos-o-novelas/) y repasemos los consejos prácticos que nos ofrece para mejorar nuestra narrativa con los temas de ESCRITURA

9. Palabras innecesarias

Muchas veces, tanto en el caso de los principiantes como en el de escritores con más experiencia, usamos palabras que no hacen falta… o demasiadas palabras que podrían resumirse en una. Por hábito, porque suena bien al oído o por alguna razón que desconozco, pues añadimos palabras en una oración que, sin ellas, dirían absolutamente lo mismo. En la oración anterior, por ejemplo, el “pues” es innecesario. Lo puse porque me sonó bien mientras escribía, pero al revisar la oración me di cuenta de que sobraba. Lo dejé para que sirva de ejemplo en esta nota.

Hasta un texto brevísimo puede tener palabras innecesarias. Una vez leí un buen minicuento de Gabriel Jiménez Emán, de una sola oración, y asombrosamente descubrí que le sobraban palabras. El minicuento se llama “El hombre invisible” y dice:

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.

El minicuento es ingenioso, pero creo que diría absolutamente lo mismo sin las últimas dos palabras:

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató.

Por tanto, hasta en textos breves podemos utilizar palabras superfluas.

El escritor debe ser implacable a la hora de revisar. Debe amputar, sin pena, toda palabra inútil. Las palabras innecesarias no quedan colgando como un mero adorno de la oración, sino que la degradan, le hacen daño.

Abajo colocaré varios ejemplos.

Original:

La doctora llevaba horas leyendo sin levantarse de la silla. Tomaba notas de lo que leía. Su rostro reflejaba perplejidad por lo que iba descubriendo.

Editado:

La doctora llevaba horas leyendo sin levantarse de la silla. Tomaba notas. Su rostro reflejaba perplejidad.

 Original:

Cuando los dos amigos terminaron de hablar por teléfono, ambos colgaron.

Editado:

Cuando los dos amigos terminaron de hablar por teléfono, colgaron.

 Al momento de revisar tus textos siempre debes borrar lo superfluo. Es un defecto usar palabras innecesarias.

10. Rima involuntaria

Digamos que escribes lo siguiente en un cuento o una novela en primera persona:

Me detuve frente de la casa porque mi madre me pidió que la visitara. Tan pronto bajé del auto vi a Juan, que venía por la calle comiéndose un pan. Me saludó con alegría, pero yo no sonreí.

El problema con esta oración es que contiene rima involuntaria. La rima, obviamente, tiene su uso en la poesía, la canción, etc. Pero en la prosa es un defecto que se puede arreglar de manera sencilla. En el caso de este ejemplo, pues es cuestión de escribirlo de otra manera para evitar la rima. Se puede, por ejemplo, cambiar la sintaxis o simplemente alejar a los elementos que riman:

Me detuve frente de la casa porque mi madre me pidió que la visitara. Tan pronto bajé del auto vi a Juan, el primo de Verónica, que venía cantando por el medio de la calle y comía pan. Me saludó con alegría pero yo no sonreí.

En este caso, la solución consistió en alejar a “Juan” de “pan”. Pero hay muchas soluciones adicionales. De hecho, la más sencilla, si la trama lo permite, es simplemente cambiarle el nombre a Juan o ponerlo a comer guayabas. Así tendríamos estas dos soluciones:

Me detuve frente de la casa porque mi madre me pidió que la visitara. Tan pronto bajé del auto vi a Pedro, que venía por la calle comiéndose un pan. Me saludó con alegría, pero yo no sonreí.

Me detuve frente de la casa porque mi madre me pidió que la visitara. Tan pronto bajé del auto vi a Juan, que venía por la calle comiéndose una guayaba. Me saludó con alegría, pero yo no sonreí.

En resumen: la rima involuntaria es un defecto que debemos evitar.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Algunos comentarios sobre el cuento Relato de un acontecimiento, de Ruben Fonseca

 

En el Relato de un acontecimiento, Ruben Fonseca nos entrega un relato escena: un autobús que circula por un puente choca con una vaca. El accidente es observado por algunos vecinos…

En esta historia el narrador apenas presenta a los personajes ni hace disquisiciones sobre los hechos: se limita a contar el suceso, dejando que sean los propios actores quienes nos tramitan su circunstancia mediante sus palabras y sus acciones. 

Del blog Escribir & Corregir

  

Entre las colonias, en las calles y en las carreteras, existen historias que viven entre el asfalto. Innumerables sucesos han tenido cabida en esos espacios que nadie reclama pero que de un instante a otro pueden resultar escenarios perfectos para vislumbrar la naturaleza humana en su expresión más pura. Y más cruda.

Observamos, hablamos de lo que sucede, de lo que hemos visto y cómo lo hemos visto. Las personas se reúnen entre un “buenas tardes, qué habrá pasado, ¿lo conoces?, ay Dios mío, pobre, mira eso”. Entonces la magia urbana sucede. Muchas mentes comienzan a narrar diversas historias a través de sus propias realidades, de sus impresiones y de uno que otro invento de su cosecha para procurar una mejor impresión del evento. ¿Es este el arte del chisme? Y si lo es, ¿por qué aún no hay una academia que lo respalde?

En “Relato de acontecimiento”, del autor brasileño Rubem Fonseca, estamos frente a la narración de alguien que definitivamente pudiera estar detrás de la creación intelectual de un suceso desafortunado con fines adecuadamente humanos y sociales.

Como si alguien estuviera parado contando todo cuanto mira y al momento que sucede, la voz autoral nos informa que una vaca ha sido la responsable de un accidente a pleno puente con dirección a São Paulo. En el evento se menciona que personas con nombres y apellidos han perdido la vida; en un intento por tomar importancia a la desgracia que esto naturalmente significa.

Pero no son las personas ausentes quienes se roban la atención; sino la vaca. Y es así que nos enteramos de la siguiente secuencia. Elías, espectador en primera fila, al instante inmediato después de asomarse sobre el puente para mirar la escena lamentable, envía a su esposa por un cuchillo. Han sido los primeros en tener la idea y sus impulsos acaparadores ya se encuentran latentes en la mirada desesperada de Elías, quien poco caso hace cuando Lucília llega con el cuchillo y dice: “En el lomo es donde está el filete”. En cambio, corre con el cuchillo en mano y comienza a cortar al animal.

Al mismo tiempo, otras voces, otras miradas competitivas y otros cuchillos ya se encuentran sobre la vaca, dejando solamente rastros de sangre y vísceras que nadie quiso. El show termina. Debajo yacen los cuerpos de cuyas historias no se hablará. Por el contrario; las ventanas de muchas casas se iluminan con los ánimos de aquella vaca desgraciada que, entre un chisme veloz, dio de comer a tantas personas.

Por Julia Yerves Díaz

El poder de la pluma 

 

viernes, 16 de septiembre de 2022

Relato de acontecimiento. Un cuento del brasilero Rubem Fonseca

 

Relato de acontecimiento

Rubem Fonseca*

En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.

Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo.

Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río.

Encima del puente la vaca está muerta.

Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años.

El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre.

Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca.

Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías.

Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están solo Elías, Marcílio e Ivonildo.

La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca.

Es cierto, dice Marcílio.

Los tres miran a la vaca.

A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo.

Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días, doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.

Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.

En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca.

Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías.

Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad.

Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías.

Lucília corre.

Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca.

Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca.

Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor.

Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes.

Usted no puede, grita Elías.

João Leitão se arrodilla junto a la vaca.

No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado.

No puede, gritan los hermanos Medrado.

No puede, gritan todos, con excepción del policía.

João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando.

La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas.

Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos.

El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília.

Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente solo queda una poca de sangre.

 

*Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925 - Río de Janeiro, 15 de abril de 2020) fue un escritor y guionista de cine brasileño. Estudió Derecho y se especializó en Derecho Penal. A pesar de su amplio reconocimiento como escritor, no fue hasta los 38 años de edad que decidió dedicarse de lleno a la literatura. Antes de ser escritor de tiempo completo, ejerció varias actividades, entre ellas la de abogado litigante. En 2003, ganó el Premio Camões, el más prestigiado galardón literario para la lengua portuguesa, en 2004 recibió el Premio Konex Mercosur a las Letras, y en 2012 el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas.

 

Tips para mejorar nuestra ESCRITURA: Capítulo III. Numerales 6, 7 y 8: La coma del vocativo. Oraciones cargadas. Iniciar.

Aprovechemos la generosidad del portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES (https://ciudadseva.com/texto/instrucciones-para-escribir-cuentos-o-novelas/) y repasemos los consejos prácticos que nos ofrece para mejorar nuestra narrativa con los temas de ESCRITURA

6. La coma del vocativo

Los “vocativos” son las palabras utilizadas para llamar, invocar o nombrar a una persona cuando nos dirigimos a ella directamente. Los vocativos siempre se separan por medio de comas.

El uso más común es cuando usamos el nombre de la persona con que estamos hablando. Por ejemplo:

Graciela, me gustaría preguntarte si consideras que este poema es romántico.

Me gustaría preguntarte, Graciela, si consideras que este poema es romántico.

Me gustaría preguntarte si consideras que este poema es romántico, Graciela.

Ya sea al principio, al final o en cualquier lugar de la oración, el vocativo (Graciela) lleva comas. Cuando el vocativo está al comienzo o al final, obviamente solo lleva una coma. Cuando el vocativo está dentro de la oración, se coloca coma antes y después del vocativo.

Es importante la coma del vocativo porque su ausencia (o presencia) puede cambiar por completo el sentido de una oración. Veamos estos ejemplos:

Teresa deja de huir.

Teresa, deja de huir.

En el primer ejemplo se nos informa que Teresa ha dejado de huir. El segundo ejemplo es muy diferente, porque le estamos ordenando a Teresa que deje de huir.

Veamos otros ejemplos:

Cristina llama a los estudiantes.

Cristina, llama a los estudiantes.

En la primera oración se nos informa que Cristina está llamando a los estudiantes. En la segunda oración nosotros le estamos ordenando a Cristina que llame a los estudiantes.

Estos ejemplos demuestran que la coma puede cambiar el sentido de una oración.

El vocativo no es únicamente un nombre propio. También puede tratarse de un nombre común, un título, un rango militar o civil, una profesión o un familiar. En todos los casos va entre comas como todos los vocativos. En los siguientes ejemplos los vocativos están subrayados:

Tenga la bondad, sargento, de llevarle el fusil al capitán.

Señor alcalde, ha sido un placer conocerlo.

Muchas gracias por haberme curado, doctor González.

Por favor, mamá, déjame ir al cine.

Distinguida señorita, con mucho gusto acepto su compañía.

No puedo creer que lo hayas rechazado, querida amiga.

El hecho de que simplemente mencionemos el nombre de una persona no significa que es vocativo. En los siguientes ejemplos no hay vocativos:

Ayer comí con Juan en un restaurante nuevo.

María es una chica inteligente, pero perezosa.

Nunca sé dónde podré encontrarme con Magdalena.

En ninguna de las tres oraciones anteriores hay vocativo porque no les estamos hablando directamente a Juan, María o Magdalena. Solo estamos hablando sobre ellos.

Como han visto en algunos de los ejemplos anteriores, a veces el vocativo está formado por un grupo de palabras. En los siguientes ejemplos los vocativos formados por más de una palabra están subrayados:

Mi amorcito lindo, gracias por tan bello regalo.

Qué placer encontrarme contigo, querida amiga de tantos años.

Muchas gracias, compañeros de la clase del 2019, por este hermoso homenaje.

Suelta el vidrio, so imbécil, o lo vas a romper.

Mi capitán, de inmediato salgo para la muralla.

Es que tengo problemas con el vocativo, admirado profesor.

En resumen: es un defecto no ponerle coma al vocativo.

7.  Oraciones cargadas

Veamos la siguiente oración:

La niña se comió el pan en el parque.

La oración es sencilla y clara. Vamos a dividirla en cuatro partes:

La niña

se comió

el pan

en el parque.

Al escribir, podemos cargar o elaborar una o todas las partes. Por ejemplo, escojamos “la niña”.

La niña bonita, hija de doña Manuela, que estuvo presente el día que su padre murió debido a un asalto, se comió el pan en el parque.

A “la niña” le añadí información, pero lo demás se quedó igual: “se comió el pan en el parque”.

Podemos hacer lo mismo con cada parte de la oración.

La niña se comió desesperadamente, sin modales, como si estuviera hambrienta y no hubiera comido en dos semanas, el pan en el parque.

La niña se comió el pan viejo, lleno de moho, que llevaba cerca de tres días en un banco bajo el sol, y sobre el que estaban posadas las palomas en el parque.

La niña se comió el pan en el parque a pesar del bullicio, del frío, de la torrencial lluvia y del viento huracanado que varias veces estuvo a punto de lanzarla al piso y de arrancarle el pan de las manos.

En el antepenúltimo párrafo, le añadí información a “se comió”. Luego hice los mismo con “el pan” y “en el parque”.

Ahora que hemos visto las partes, discutamos cuál es el problema con las oraciones cargadas. Al redactar, no es aconsejable sobrecargar las oraciones. Hay veces en que leemos oraciones que se parecen a la siguiente, que reúne las cuatro partes cargadas que me inventé arriba:

La niña bonita, hija de doña Manuela, que estuvo presente el día que su padre murió debido a un asalto, se comió desesperadamente, sin modales, como si estuviera hambrienta y no hubiera comido en dos semanas, el pan viejo, lleno de moho, que llevaba cerca de tres días en un banco bajo el sol, y sobre el que estaban posadas las palomas en el parque, a pesar del bullicio, del frío, de la torrencial lluvia y del viento huracanado que varias veces estuvo a punto de lanzarla al piso y de arrancarle el pan de las manos.

Con las cuatro partes elaboradas en exceso, la oración ha quedado muy cargada. Se ha convertido en un ladrillo insufrible, difícil de leer porque al llegar al final apenas recordamos el principio.

Al revisar nuestros textos, debemos evitar las oraciones cargadas. En el caso de este ejemplo, quizás se pueda cargar una de las partes, o tal vez dos, pero sobrecargar tres o cuatro es un defecto evidente. Ya vimos cómo se ve la oración cuando solo cargamos una parte (la niña). Ahora veamos la oración con solo dos partes cargadas:

La niña bonita, hija de doña Manuela, que estuvo presente el día que su padre murió debido a un asalto, se comió el pan viejo, lleno de moho, que llevaba cerca de tres días en un banco bajo el sol, y sobre el que estaban posadas las palomas en el parque.

En este ejemplo hay dos partes cargadas: “la niña” y “el pan”. Aunque no es una oración ideal, es tolerable. Pero añadirle información a “se comió” y a “en el parque” ya sería abrumador. No es que no podamos comunicar toda esta información. Claro que podemos. Pero lo aconsejable sería usar dos o más oraciones, no ponerlo todo en la misma.

En resumen: las oraciones cargadas son un defecto.

Sin embargo, como ya he dicho varias veces en estas Instrucciones para escribir cuentos o novelas, en la literatura siempre hay excepciones. Algunos autores se han caracterizado por el desarrollo de un estilo megacargado o archibarroco. Si te interesa, como autor, crear un estilo de este tipo, claro que tienes absoluta libertad para hacerlo. Pero, como mínimo, asegúrate de que otros puedan entender lo que escribes.

8. Iniciar

El idioma se transforma continuamente, pero hay ciertos cambios que molestan porque crean mucha confusión. Ese es el caso del nuevo uso que algunos medios de comunicación le han dado a “inicia”. Veo titulares como el siguiente:

Mañana inicia el semestre

El invierno inicia en diciembre

La reunión iniciará a las 8:00 p.m.

Hay casos en que el uso de “inicia” no solo es erróneo, sino que cambia por completo el sentido de la oración. Veamos el siguiente ejemplo tomado de la prensa:

Inicia el recogido de basura.

Inicialmente pensé que era una orden. Como si me estuvieran ordenando que recogiera basura: “Fulano, inicia el recogido”. Pero, al continuar leyendo, me di cuenta de que en realidad la oración quería decir: “Comenzó el recogido de basura” o “Empezó el recogido de basura”.

En esencia, se está confundiendo “iniciar” con “comenzar” o “empezar”, lo cual es un error. Como no soy lingüista, coloco a continuación la explicación erudita del Diccionario panhispánico de dudas:

 iniciar(se).

1. ‘Empezar’ e ‘introducir(se) en el conocimiento o práctica de algo’. Se acentúa como anunciar.

2. Con el primer sentido indicado, puede ser transitivo: «El auto inicia la marcha» o intransitivo pronominal: «La mañana se inició con un revuelo en la calle». No es correcto su uso como intransitivo no pronominal: La semana inició mal, error debido al cruce con el verbo sinónimo empezar, que sí admite esta construcción.

 

domingo, 11 de septiembre de 2022

Cuento El caballo blanco, de Yasunari Kawabata

El caballo blanco

Yasunari Kawabata*


Entre las hojas de roble se colaba el sol.

Al levantar la cara, Noguchi quedó encandilado. Parpadeó y miró otra vez. La luz no le daba directamente en los ojos sino que quedaba atrapada entre el denso follaje.

Para ser un roble de Japón, este árbol tenía el tronco demasiado grueso y era demasiado alto. Otros robles se apiñaban alrededor. Las ramas bajas sin podar, ocultaban el sol del poniente. Más allá del robledal, se hundía el sol del verano.

A causa del follaje espesamente entrelazado, el sol no era visible. Era la luz la que se filtraba entre las hojas. Noguchi estaba acostumbrado a verlo de ese modo. En las regiones montañosas, el verde de las hojas era tan vivo como el de un roble occidental. Al absorber la luz, las hojas del roble tomaban un verde pálido y traslúcido, y salpicaban pequeñas olas de luz, cuando las agitaba la brisa.

Esa noche, las hojas estaban en calma. La luz estaba inmóvil sobre el follaje.

«¿Cómo?» Noguchi dijo la palabra en voz bien alta. Acababa de notar el color crepuscular del cielo. No era el color de un cielo en el que el sol estuviera a mitad de camino sobre el alto robledal. Era el tono de un cielo en el que el sol ya se había ocultado. El tono plateado de las hojas de los robles se debía a una nube blanca que reflejaba la luz del atardecer. A la izquierda de la arboleda, las lejanas cadenas de las montañas se oscurecían con un profundo y desvaído azul.

La luz plateada, que era captada por los árboles, repentinamente desapareció. El verdor del espejo follaje lentamente se ennegreció. De lo más alto de las copas, un caballo blanco se elevó y galopó por el cielo gris.

Pero Noguchi no estaba sorprendido. No era un sueño inusual para él.

«Cabalga otra vez, vestida de negro».

El vestido negro de la mujer montada en el caballo quedaba flotando detrás de ella. Es decir, los pliegues que flotaban sobre la cola arqueada del caballo eran parte del vestido, pero parecían separarse de él.

«¿Qué es?» Al pensar esto, la visión se borró. Pero el ritmo de las patas del caballo se repetía en su corazón. Y si bien el caballo parecía lanzado al galope como si participara de una carrera, había algo festivo en el ritmo de su galope. Y las patas eran la única parte del caballo que estaba en movimiento. Los cascos eran muy afilados y puntiagudos.

«Esa larga tela que quedaba detrás de ella, ¿qué era? ¿Era realmente una tela?», con cierta inquietud Noguchi se hacía estas preguntas.

Cuando estaba en los últimos años de la escuela elemental, un día había estado jugando con Taeko en el jardín donde el suave cerco de adelfas estaba en plena floración. Juntos hicieron algunos dibujos. Dibujaron caballos, y Taeko dibujó uno galopando por el cielo; Noguchi dibujó otro.

—Es el caballo que cocea en la montaña y hace brotar la primavera —dijo Taeko.

—¿No debería tener alas? —preguntó Noguchi. El caballo que él había dibujado era alado.

—No las necesita —respondió ella— porque tiene cascos muy aguzados.

—¿Quién es su jinete?

—Taeko. Yo lo cabalgo. Soy el jinete del caballo blanco y visto ropas de color rosa.

—De modo que es Taeko la que cabalga en el caballo que cocea en la montaña y que hace brotar la sagrada primavera..

—Así es. Tu caballo tiene alas, pero nadie lo monta.

—Mira ahora —Noguchi se apresuró a dibujar un muchacho sobre el caballo. Taeko lo miró de soslayo.

Eso había sido todo. Noguchi se había casado con otra chica, había tenido hijos, había envejecido, se había olvidado de esas cosas.

Se acordó súbitamente, en una noche de insomnio. Su hijo, que había sido reprobado en sus exámenes de ingreso en la universidad, estudiaba todas las noches hasta las dos o tres de la mañana. Noguchi, preocupado por él, no podía conciliar el sueño. A medida que las noches de insomnio continuaban, Noguchi se iba rebelando ante la soledad de la vida. El hijo tenía un próximo año, tenía deseos, ni siquiera se acostaba de noche. Pero el padre se limitaba a permanecer despierto en su cama. No lo hacía por su hijo. Estaba experimentando su propia soledad. Una vez que la soledad lo atrapara, no lo dejaría ir. Echaría raíces en lo más profundo de él.

Noguchi intentó diversos modos para conciliar el sueño. Trató de pensar en suaves fantasías y recuerdos. Y una noche, inesperadamente, recordó la pintura de Taeko del caballo blanco. No la recordaba con claridad. Pero no se trataba de una pintura infantil, sino de la visión de un caballo blanco galopando por el cielo lo que flotaba tras los párpados cerrados de Noguchi en la oscuridad.

«¿Es Taeko la jinete? ¿Vestida de rosa?»

La figura del caballo blanco, galopando por el cielo, era clara. Pero ni la forma ni el color del jinete que lo montaba eran nítidos. No parecía una niña.

A medida que el corcel de la visión seguía galopando en el cielo vacío y la velocidad se reducía, la visión se iba borrando, y Noguchi caía dormido.

A partir de esa noche, Noguchi se había valido de la visión del caballo blanco como una invitación al sueño. Su insomnio se hizo frecuente, algo usual cada vez que sufría o estaba ansioso.

Desde hace ya muchos años, Noguchi ha sido salvado del insomnio por la visión del caballo blanco. El caballo blanco imaginario era intenso y estaba vivo, pero la figura que lo montaba le parecía una mujer vestida de negro y no una niña de rosa. La figura de esa mujer con vestido negro envejeció y se debilitó, y fue volviéndose más misteriosa a medida que el tiempo pasaba.
Hoy es la primera vez que el sueño del caballo blanco le ha sucedido a Noguchi, no estando acostado en su cama con los ojos cerrados sino sentado en una silla y bien despierto. Es la primera vez también que algo semejante a una larga tela negra flota detrás de la mujer. Y aunque queda suspendida con el viento, la tela es pesada y gruesa.

«¿Qué era?»

Noguchi escudriña el cielo gris oscurecido donde la visión del caballo blanco se ha desvanecido.

Hace cuarenta años que no ve a Taeko. Y no hay noticias de ella.

 

*Yasunari Kawabata. (Osaka, 1899-1972)

Premio Nobel de Literatura 1968

Huérfano a los tres años, insomne perpetuo, cineasta en su juventud, lector voraz tanto de los clásicos como de las vanguardias europeas, fue un solitario empedernido. Escribió más de doce mil páginas de novelas, cuentos y artículos, y es uno de los escritores japoneses más populares dentro y fuera de su país. Mantuvo una profunda amistad con el escritor Yukio Mishima, del que fue su mentor y difusor. Entre sus obras, muchas de ellas marcadas por la soledad y el erotismo, destacan La bailarina de Izu, El maestro de Go, Lo bello y lo triste, Mil grullas y La casa de las bellas durmientes.