jueves, 11 de junio de 2020

Relato de cuarentena: ¿TO CALLEJIAR OR NOT TO CALLEJIAR? THAT IS THE QUESTION, MR. WILLIAM. John Jairo Hoyos, Manizales

¿TO CALLEJIAR OR NOT TO CALLEJIAR? THAT IS THE QUESTION, MR. WILLIAM

Lo confieso y no me ruborizo, durante la pandemia he sido un indisciplinado total. “Ser colombiano es un honor que cuesta”. Lo dijo Borges en uno de sus maravillosos relatos. Y ser indisciplinado también.

A pesar de las reconvenciones de mis allegados, de las recomendaciones de los medios de comunicación y de las advertencias del gobierno, yo aprovechaba cualquiera oportunidad para salir a la calle.  Por esos días, conjugar el verbo callejiar se convirtió en una delicia mayor a la de conjugar el verbo fornicar.

Recuerdo los ya lejanos años de mi niñez, mi abuela me decía: ”¿Este zumbambico por qué carajos es tan callejero?. En la calle no hay nada bueno”. Pero la progenitora de mi papá estaba equivocada de Pe a Pa. La calle, por aquellas calendas, era como un “jardín de las delicias”: jugar un batallado picado de fútbol callejero, tirarse falda abajo sobre una tabla encerada, colgarse de las tracto-mulas de Cementos Caldas, desafiar al cura Esteban Arango montando en bicicleta dentro del parque San José, ver a los campesinos bailar en las cantinas de la galería, al son de los tarros y pisando cisco; gritar: “Cuclí, cuclí. Al que lo vi, lo vi. El que está detrás de mí no vale. Salgoooo a buscar”, correr de huida de “Aguacate”, “Ananías” y “Porrón” (los locos de aquellos locos años), jugar canicas a los cinco hoyos, Vuelta a Colombia por los bordes de los andenes… y tantas cosas más. Estos eran los placeres de la calle que la convertían en un banquete digno de un sibarita.

Pero tenían su precio: algunos alpargatazos de mi abuela o una tollina (término usado por don Gabriel García Márquez equivalente a una cueriza sin compasión) por parte de mi padre. Ser pelafustanillo es un honor que cuesta, don Jorge Luis.

Lo anterior es una piñata para niños comparada con el horror que nos pintaban si salíamos a la calle cuando empezó la pandemia. Un bombardeo estadístico al que nos sometían cada sesenta minutos: cifras de muertos en cada país, número de contagiados y muy pocos recuperados. A esto se le deben sumar los falsos rumores y el temor por las economías colapsadas.

Mas sin embargo, yo me armaba de valor y salía a la calle. Ya estaba familiarizado con palabras como protocolos, prevenciones, distanciamientos, ventiladores mecánicos y lavado de manos.  También me armaba de mascarilla y un atomizador de alcohol.  Varias veces rogué al Señor por el milagro: mi Dios, que se convierta en ron León Dormido. No me escuchó, debía estar muy ocupado con el Virus Corona.

¡Qué delicia de calle! Reinaba el silencio, nada de automotores y bocinas estridentes. Cero motocicletas rugientes y nada de ciclistas imprudentes. Las aceras solitarias, toditas ellas para mí. Un lujo en supuestos tiempos de normalidad. Caminar por la avenida Santander era un placer, cuadras y más cuadras sin toparse un alma. Andaba despacio, me deleitaba mirando las fachadas de las edificaciones y los pisos de los locales comerciales tapizados de facturas por pagar. Qué pesar de los propietarios, el recibimiento que les esperaba al reabrir los negocios. Al llegar al parque de Los Fundadores veía al Cumanday con su fumarola, los paramillos de Santa Rosa con una pincelada blanca y el morro de San Cancio con su apariencia de pirámide oculta.

Ya en el centro la paz se esfumaba, como el agua entre los dedos cuando cumplía el ritual de lavarme las manos. Los vendedores y su pregón de mascarillas, guantes de látex, alcohol y gel anti-bacterial. Ninguna cafetería abierta, abundaban los vendedores de tinto en termo que es más peligroso que un abaleo en un ascensor. Y lo más aterrador, las largas colas para las diligencias bancarias, todas las personas con sus tapabocas y esa apariencia de derrota anticipada.  Trataba de hallar alegría en las miradas y lo único que encontraba eran dudas y desconcierto. Hacía la vuelta correspondiente y regresaba al lugar donde me refugio, por los lados del templo de Cristo Rey.  Mejor dicho, llevo más de dos meses entre la vida y la muerte pues el apartamento queda entre el Cementerio de San Esteban y el Hospital Universitario.

A lo único que le tenía miedo era a un comparendo de la Policía, pagar casi un millón de pesos y yo más quebrado que un cigarrillo en el bolsillo trasero.  Me salvé, los señores agentes también tenían miedo, mucho miedo, pero de mi apariencia y nunca perturbaron mi placidez peatonal.

Una mañana pasé por un taller de confecciones y la vi. Estaba en la vitrina como el maniquí de la canción de Serrat: “arregladita como pa´ir de boda”. Tan hermosa que fue amor a primera vista.  Parecía salida de las manos mágicas de Coco Chanel. No resistí la tentación y la compré. Le pedí a la señora que me atendió el favor de arrojar a la basura mi ya desgastado tapabocas y desde entonces salgo orgulloso a la calle con mi nueva mascarilla.  En un lado tiene el escudo del glorioso Once Caldas y en el otro dice: “Mi equipo del alma”. Virus Corona no mata pasión por el Blanco Blanco.   Qué delicia, el equipo amado lleva más de sesenta días sin perder.

Y recuerda: “Si no te quieres contagiar, en la casa te debes quedar” y “Si en este negocio quieres comprar, tapabocas debes usar”. Poesía pura en los tiempos del Virus Corona.

JH           

  


3 comentarios:

  1. Ja.ja. cheveres los recuerdos con tu Abuela,y comparar la callejiada en esos tiempos, con la callejiada hoy dia en tiempos de pandemia.como cambio la vida!!!!

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  2. Una prosa siempre tan amena la de Jhon

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  3. Una prosa que en tiempos en los que la calle resulta tan ajena, nos recuerda que afuera está el mundo para ser aprehendido y que esa calle tan atractiva para muchos, nos ha enseñado más de lo que creemos. ¿Podremos volver a recorrerlas como antes? ¿Nos cercará el temor cuando nos decidamos, o nos permitan salir? ¡Preguntas que quedan de este tiempo inhóspito!

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