Del libro La isla de los conejos (2019).
ESTRICNINA
.
1
Asocia el ferry con una nave espacial, y piensa que la forma de las ventanas
es similar a los ojos compuestos de algunos insectos. Luego ve al personaje
aún sin nombre diciéndose esto mientras recorre la cubierta. Es una mujer, y
trasmite una frialdad mesurada, tranquilizadora, razonable. Está haciendo
cábalas sobre lo que observa, que también es frío: material blanco, sucio; un
ligero olor a suela mojada, a sudor, a patatas fritas y a pescado.
Va a relatarse en tercera persona, como si fuera una extraña. Desea
instalarse en ese aire de gelidez serena con el que se acaba de imaginar, que a
su vez es el tono que quiere para su escrito. Le parece la mejor manera de
ensayar su nuevo cerebro, de adelantarse a lo que va a sucederle.
El desaliento la lleva a buscar conversación.
Se dirige a una pareja de ancianos. No evita el temblor en el labio de
abajo. Sospecha que han visto la pata que le cuelga de la oreja. Luego va a la
cafetería. A su lado, hay un cuarentón muy pálido y orondo, y siente ganas de
contárselo. Se amarra el pelo en una cola y se mira en el espejo de la barra,
entre las botellas: la oreja izquierda está más alta que la derecha. El hombre
no lo advierte a pesar de que la diferencia de altura es notable. La oreja le
pesa, y desde hace unas horas la carne ha empezado a tornarse rojiza.
2
Recuerda que hace un año estaba de visita en la ciudad de T. Después de que
su guía les mostrase la catedral, fueron al malecón. La luz era suave y se
mezclaba con la bruma. Debían de ser las primeras horas de la tarde, y aunque
la primavera sólo asomaba, daba la impresión de que se aproximaba un
verano tórrido.
El guía los condujo a la muralla sur, junto a la playa. Ella se fijó en unos
bañistas extranjeros que entraban al agua sin dejar de dar sorbos a sus latas de
cerveza. Algunos habían trepado a las rocas del espigón, que bosquejaba un
camino hasta un islote sobre el que se alzaba una fortaleza de color terroso; su
horizontalidad la asemejaba a un pedazo de tierra flotando sobre el océano.
Pero ella no vio un castillo militar ni un trozo de tierra, sino una excrecencia
que brotaba de la ciudad.
3
Al fin desembarca. Ha llovido durante toda la travesía. Tarda más de una hora
en pasar la aduana; los taxis, casi todos viejos Mercedes, huelen a cuero
húmedo. Sube por las calles angostas de la medina, que evocan desfiladeros.
Ha reservado habitación en un hotel que tuvo su esplendor hace más de un
siglo. Parece que está muy cerca la noche, porque unas nubes de un gris
violento acaparan el cielo, pero son sólo las tres de la tarde.
Atraviesa un patio abierto hacia la bahía. El recepcionista mira sin
disimulo su oreja. Le habla con un tono burlón.
El hotel está en penumbra. Su cuarto tiene dos camas, mantas
zarrapastrosas, alfombras con aspecto de llevar colgadas en las paredes desde
1870, cuando se construyó el edificio. Sólo el baño es nuevo.
Intenta escribir su historia. No va más allá de tomar unas notas famélicas.
Las numera. Sale a la calle cuando la tormenta escampa y se mete en el zoco,
donde ve a mujeres en grupo. Los tenderos les ofrecen pollos, garbanzos,
cebollas. Los corderos, abiertos en canal, esparcen el olor áspero de la sangre
por el pavimento sucio, lleno de restos de verduras, mugre y casquería.
Llega a la zona de las telas y el aceite de argán, y decide comprarse un
pañuelo. Entra en uno de los puestos. Unos bustos sin pechos ni rasgos
faciales presiden el escueto interior del comercio. Son maniquíes a medio
hacer, que portan pañuelos de colores.
Quiere un hiyab negro. «Está casada con un musulmán», dice el hombre.
No es una pregunta, sino una afirmación. «Yo soy bereber», añade. No le
contesta y se coloca el pañuelo ante el bereber, quien ya se ha percatado de la
extremidad. El hombre bromea con el comerciante de jabones de enfrente;
ella no logra ponerse bien el hiyab y abandona el comercio sin regatear el
precio.
Se va al hotel. Barrunta novelar lo ocurrido. Quiere dejar una explicación,
un rastro de su proceso. Pero ¿para qué?, se dice, si las simples palabras no
bastan. Le cuesta sostener el lápiz, como si fuera esa tercera pata que le tira de
la oreja la que lo agarra. Todo acontece demasiado rápido.
Durante la noche, frente a la bahía, se sorprende de la indiferencia que
experimenta al contemplar las luces lejanas de la otra orilla, que se ven
cristalinas porque la ferocidad de la tormenta ha disuelto la bruma. No siente
nada, ni siquiera el miedo que cabría esperar ante la incertidumbre de los
próximos días, o quizás meses. No sabe lo que va a durar su transformación.
Pero lo que más la asombra es que, incluso cuando evoca a los suyos, es como
si esas gentes formaran parte del recuerdo de otra persona.
4
Se despierta a las once de la mañana. Nota la oreja pesada y dolorida; al
moverse, oye un crujido. La repulsión enseguida es desplazada por una
presencia nítida de las cosas, que brillan más y tienen una textura rugosa,
móvil, tal que si estuvieran cubiertas de una capa abigarrada de insectos. La
silla huele distinto que la alfombra. Reconoce: pólvora, pelo de gato, ébano,
taray, caspa, opio y estricnina.
La pata cuelga por debajo de su pecho. Ha crecido más de un palmo y le
han salido unos dedos con unas pequeñas bocas, que se mueven como arañas.
Al sentarse en el escritorio, ante sus famélicas notas numeradas, los dedos
agarran un bolígrafo. La extremidad crepita; la cubre un barniz viscoso. No se
atreve a tocarla. Su lóbulo luce rojo; la sangre se le acumula en los capilares.
Ve que, junto a sus anotaciones, hay unos garabatos hacia los que se dirige su
nueva extremidad con el boli apretado entre sus dedos. La pata los continúa.
Ella trata de entender algo de lo que escribe con ritmo furioso y concentrado,
y cuando le arranca el boli, la pata forcejea. Se resiste aún más al atarla a su
pelo con varias gomas. El gemido de los dedos se torna en bisbiseo frenético,
y la extremidad le golpea la espalda, aunque no con demasiada convicción.
Luego se queda tranquila. Siente su relajo desparramándose sobre el costado.
¿Y si se la cortara?
Revisa el móvil. ¿Por qué no llamar a su madre y contárselo todo? ¿Para
qué esas anotaciones numeradas e incomprensibles? Imagina a su extremidad,
ya gigante, arrastrándose hasta la oficina de correos e introduciendo sus notas
en un sobre. Asimismo, imagina a su madre, ojerosa, ante esas notas
doblemente ininteligibles por estar sazonadas con los garabatos de la pata.
Se sienta de nuevo en el escritorio. Las flores y los motivos geométricos
de las alfombras que cubren las paredes la hipnotizan. Parecen moverse,
aunque son los ácaros quienes se desplazan por las hebras de tejido viejo y
mohoso. Escucha ese ejército mudo, distingue los matices de su movimiento.
Los ácaros brincan, se paran, corretean por las finísimas fibras como ratas
diminutas, como piojos por una cabellera larga. Hay polvo de hace setenta,
cien años, en esas alfombras que a sus ojos ya no son descoloridas. Hay
también partículas microscópicas que antaño fueron arena del desierto. Late
algo tan antiguo que ni siquiera puede nombrarse.
Al día siguiente la pata es diez centímetros más larga. Le resulta
imposible amarrarla y decide ir a la tienda de los pañuelos. En la calle, el
mundo irradia luminosidad. La pata se balancea, como si también disfrutase
de la alegre mañana, y los transeúntes miran ese bulto envuelto en una
indumentaria que no es ni occidental ni árabe.
—Quiero tres pañuelos —dice en mal francés.
Los maniquíes son más reales que el tendero, ante quien no esconde la
pata. El hombre palidece cuando ve cómo la extremidad extiende hacia él,
con cierta timidez, sus tres dedos. Sale del comercio dando gritos. Ella corre
detrás; no quiere asustarle, sino pagar los hiyab, aunque a la mitad de su
carrera se olvida de por qué persigue a ese hombre. De repente, se le antoja
una presa. El árabe es delgado, parece un galgo. Pero ella corre más deprisa.
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