miércoles, 7 de mayo de 2025

Un cuento de lo ominoso, por Elvira Navarro: ESTRICNINA




Del libro La isla de los conejos (2019).



ESTRICNINA

.

1

Asocia el ferry con una nave espacial, y piensa que la forma de las ventanas

es similar a los ojos compuestos de algunos insectos. Luego ve al personaje

aún sin nombre diciéndose esto mientras recorre la cubierta. Es una mujer, y

trasmite una frialdad mesurada, tranquilizadora, razonable. Está haciendo

cábalas sobre lo que observa, que también es frío: material blanco, sucio; un

ligero olor a suela mojada, a sudor, a patatas fritas y a pescado.

Va a relatarse en tercera persona, como si fuera una extraña. Desea

instalarse en ese aire de gelidez serena con el que se acaba de imaginar, que a

su vez es el tono que quiere para su escrito. Le parece la mejor manera de

ensayar su nuevo cerebro, de adelantarse a lo que va a sucederle.

El desaliento la lleva a buscar conversación.

Se dirige a una pareja de ancianos. No evita el temblor en el labio de

abajo. Sospecha que han visto la pata que le cuelga de la oreja. Luego va a la

cafetería. A su lado, hay un cuarentón muy pálido y orondo, y siente ganas de

contárselo. Se amarra el pelo en una cola y se mira en el espejo de la barra,

entre las botellas: la oreja izquierda está más alta que la derecha. El hombre

no lo advierte a pesar de que la diferencia de altura es notable. La oreja le

pesa, y desde hace unas horas la carne ha empezado a tornarse rojiza.


2

Recuerda que hace un año estaba de visita en la ciudad de T. Después de que

su guía les mostrase la catedral, fueron al malecón. La luz era suave y se

mezclaba con la bruma. Debían de ser las primeras horas de la tarde, y aunque

la primavera sólo asomaba, daba la impresión de que se aproximaba un

verano tórrido.

El guía los condujo a la muralla sur, junto a la playa. Ella se fijó en unos

bañistas extranjeros que entraban al agua sin dejar de dar sorbos a sus latas de

cerveza. Algunos habían trepado a las rocas del espigón, que bosquejaba un

camino hasta un islote sobre el que se alzaba una fortaleza de color terroso; su

horizontalidad la asemejaba a un pedazo de tierra flotando sobre el océano.

Pero ella no vio un castillo militar ni un trozo de tierra, sino una excrecencia

que brotaba de la ciudad.


3

Al fin desembarca. Ha llovido durante toda la travesía. Tarda más de una hora

en pasar la aduana; los taxis, casi todos viejos Mercedes, huelen a cuero

húmedo. Sube por las calles angostas de la medina, que evocan desfiladeros.

Ha reservado habitación en un hotel que tuvo su esplendor hace más de un

siglo. Parece que está muy cerca la noche, porque unas nubes de un gris

violento acaparan el cielo, pero son sólo las tres de la tarde.

Atraviesa un patio abierto hacia la bahía. El recepcionista mira sin

disimulo su oreja. Le habla con un tono burlón.

El hotel está en penumbra. Su cuarto tiene dos camas, mantas

zarrapastrosas, alfombras con aspecto de llevar colgadas en las paredes desde

1870, cuando se construyó el edificio. Sólo el baño es nuevo.

Intenta escribir su historia. No va más allá de tomar unas notas famélicas.

Las numera. Sale a la calle cuando la tormenta escampa y se mete en el zoco,

donde ve a mujeres en grupo. Los tenderos les ofrecen pollos, garbanzos,

cebollas. Los corderos, abiertos en canal, esparcen el olor áspero de la sangre

por el pavimento sucio, lleno de restos de verduras, mugre y casquería.

Llega a la zona de las telas y el aceite de argán, y decide comprarse un

pañuelo. Entra en uno de los puestos. Unos bustos sin pechos ni rasgos

faciales presiden el escueto interior del comercio. Son maniquíes a medio

hacer, que portan pañuelos de colores.

Quiere un hiyab negro. «Está casada con un musulmán», dice el hombre.

No es una pregunta, sino una afirmación. «Yo soy bereber», añade. No le

contesta y se coloca el pañuelo ante el bereber, quien ya se ha percatado de la

extremidad. El hombre bromea con el comerciante de jabones de enfrente;

ella no logra ponerse bien el hiyab y abandona el comercio sin regatear el

precio.

Se va al hotel. Barrunta novelar lo ocurrido. Quiere dejar una explicación,

un rastro de su proceso. Pero ¿para qué?, se dice, si las simples palabras no

bastan. Le cuesta sostener el lápiz, como si fuera esa tercera pata que le tira de

la oreja la que lo agarra. Todo acontece demasiado rápido.

Durante la noche, frente a la bahía, se sorprende de la indiferencia que

experimenta al contemplar las luces lejanas de la otra orilla, que se ven

cristalinas porque la ferocidad de la tormenta ha disuelto la bruma. No siente

nada, ni siquiera el miedo que cabría esperar ante la incertidumbre de los

próximos días, o quizás meses. No sabe lo que va a durar su transformación.

 

Pero lo que más la asombra es que, incluso cuando evoca a los suyos, es como

si esas gentes formaran parte del recuerdo de otra persona.


4

Se despierta a las once de la mañana. Nota la oreja pesada y dolorida; al

moverse, oye un crujido. La repulsión enseguida es desplazada por una

presencia nítida de las cosas, que brillan más y tienen una textura rugosa,

móvil, tal que si estuvieran cubiertas de una capa abigarrada de insectos. La

silla huele distinto que la alfombra. Reconoce: pólvora, pelo de gato, ébano,

taray, caspa, opio y estricnina.

La pata cuelga por debajo de su pecho. Ha crecido más de un palmo y le

han salido unos dedos con unas pequeñas bocas, que se mueven como arañas.

Al sentarse en el escritorio, ante sus famélicas notas numeradas, los dedos

agarran un bolígrafo. La extremidad crepita; la cubre un barniz viscoso. No se

atreve a tocarla. Su lóbulo luce rojo; la sangre se le acumula en los capilares.

Ve que, junto a sus anotaciones, hay unos garabatos hacia los que se dirige su

nueva extremidad con el boli apretado entre sus dedos. La pata los continúa.

Ella trata de entender algo de lo que escribe con ritmo furioso y concentrado,

y cuando le arranca el boli, la pata forcejea. Se resiste aún más al atarla a su

pelo con varias gomas. El gemido de los dedos se torna en bisbiseo frenético,

y la extremidad le golpea la espalda, aunque no con demasiada convicción.

Luego se queda tranquila. Siente su relajo desparramándose sobre el costado.

¿Y si se la cortara?

Revisa el móvil. ¿Por qué no llamar a su madre y contárselo todo? ¿Para

qué esas anotaciones numeradas e incomprensibles? Imagina a su extremidad,

ya gigante, arrastrándose hasta la oficina de correos e introduciendo sus notas

en un sobre. Asimismo, imagina a su madre, ojerosa, ante esas notas

doblemente ininteligibles por estar sazonadas con los garabatos de la pata.

Se sienta de nuevo en el escritorio. Las flores y los motivos geométricos

de las alfombras que cubren las paredes la hipnotizan. Parecen moverse,

aunque son los ácaros quienes se desplazan por las hebras de tejido viejo y

mohoso. Escucha ese ejército mudo, distingue los matices de su movimiento.

Los ácaros brincan, se paran, corretean por las finísimas fibras como ratas

diminutas, como piojos por una cabellera larga. Hay polvo de hace setenta,

cien años, en esas alfombras que a sus ojos ya no son descoloridas. Hay

también partículas microscópicas que antaño fueron arena del desierto. Late

algo tan antiguo que ni siquiera puede nombrarse.

 

Al día siguiente la pata es diez centímetros más larga. Le resulta

imposible amarrarla y decide ir a la tienda de los pañuelos. En la calle, el

mundo irradia luminosidad. La pata se balancea, como si también disfrutase

de la alegre mañana, y los transeúntes miran ese bulto envuelto en una

indumentaria que no es ni occidental ni árabe.

—Quiero tres pañuelos —dice en mal francés.

Los maniquíes son más reales que el tendero, ante quien no esconde la

pata. El hombre palidece cuando ve cómo la extremidad extiende hacia él,

con cierta timidez, sus tres dedos. Sale del comercio dando gritos. Ella corre

detrás; no quiere asustarle, sino pagar los hiyab, aunque a la mitad de su

carrera se olvida de por qué persigue a ese hombre. De repente, se le antoja

una presa. El árabe es delgado, parece un galgo. Pero ella corre más deprisa.


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