martes, 2 de enero de 2024

Perro apaleado. Cuento de Beatriz Elena Santander Mejía, publicado en Antología Relata 2022

 

PERRO APALEADO

Beatriz Elena Santander Mejía*



Manizales, Caldas

Taller Vecinas del Cuento

 

Lo habían despachado del taller de metalurgia donde trabajaba. El capataz, con una voz nerviosa que luchaba por no perder el tono autoritario, dijo mientras un cigarrillo se consumía entre sus dedos: se van los mayores de sesenta esta misma tarde, ya saben quiénes son.

Su hermana lo llamó después a pedirle que se cuidara del virus mortal, que el gobierno ordenaba el confinamiento. Su voz chillona, casi histérica, molestó a Ramón. Cuando intentó responderle, un hilo de hiel se enredó en su garganta como un mal augurio. Ella, que nunca tuvo el menor gesto de cariño con él, parecía activar un mecanismo de compasión secreto por su único hermano vivo. Le pidió, casi le rogó, que no saliera a la calle, que los viejos tenían mayor riesgo de contagio. Además, usted es muy vicioso. Él pensó en decirle que ya no fumaba ni bebía, pero no se animó.

Por deudas de juego, Ramón perdió casa y mujer, tres años antes, pero ella no lo sabía. Tranquila, que me voy a cuidar. Ramón, tembloroso, colgó el teléfono sin entender aún todo lo ocurrido aquel día.

Oscureció temprano, como si el miedo colectivo precipitara los ritmos del día. En todas partes la gente hablaba de la pandemia. Entró a una droguería a comprar un tapabocas, se lo puso y sintió el primer miedo de muchos que lo acompañarían. En el televisor de la farmacia, un noticiero mostraba imágenes de una ciudad italiana donde miles de muertos eran llevados en camiones a tumbas colectivas. Le aterró pensar que el fin del mundo era una realidad, y se alegró de liberarse de las deudas.

Al día siguiente, la dueña de la pensión advirtió a sus huéspedes que, en vista de la situación de encierro obligatorio, exigía el pago adelantado de la mensualidad. Los que tengan adónde ir es mejor que se vayan, aquí hay mucha gente, dijo desafiante levantando la cabeza. Se hizo un silencio profundo y de pronto una verdulera de rostro congestionado gritó: Si tuviéramos adónde ir, no estaríamos aquí. Nadie más levantó la voz, solo el noticiero lo hacía.

Usted sabe que nos han mandado a todos a guardarnos, ¡y sin paga!, se animó airado Ramón. La dueña de la pensión suspiró y agitó los brazos: Eso, Ramón, no es problema mío, los que no estén al día, aquí no caben.

Protestas y cuchicheos convertidos en una masa espesa de voces agrias.

Al día siguiente, con el tapabocas puesto, Ramon decidió volver al trabajo. Encontró el taller cerrado, aunque se escuchaban los motores de los soldadores y esmeriles. Golpeó el portón, nadie atendió y se sentó a esperar la hora del café. Al poco rato, empezaron a salir jóvenes con delantales de hule. Lo saludaron con gestos y se sentaron junto a él a fumar.

Entró al taller y buscó al capataz. Subió nervioso las angostas escalas en caracol. Lo buscó en el mezanine. Vio la cabeza blanca de rostro curtido y frente contraída. El hombre revisaba papeles recostado en su silla. Le lanzó una mirada de soslayo: ¿Qué quiere, Osorio? Trabajar, respondió Ramón. Usted es un anciano. Si todavía tengo gente aquí es porque hay trabajos pendientes. ¿Y de qué voy a vivir? No tengo familia. Como si la súplica le hubiera hecho reaccionar, el hombre dejó los papeles y levantó la mirada por encima del hombro, mientras sacaba de su chaqueta una caja de cigarrillos. Le ofreció uno. Ramón respondió con impaciencia Ya no fumo. El capataz encendió el suyo y dio la primera bocanada, lo miró con arrogancia. Mire, Osorio, el día que seamos monjitas de la caridad, vuelva, por ahora no tengo nada más para decirle. Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con su bota de cuero. Se acercó a Ramón que se disponía a bajar las escaleras, palmeó su espalda y agregó: Cuídese, hombre, cuídese.

Ramón caminó lentamente, sin rumbo, como si la meditación lo fuera a sacar de las preocupaciones. Circulaban muy pocos carros, algunos vendedores ambulantes desafiaban la orden de confinamiento. Le llamó la atención la larga fila de gente de mirada ansiosa en la puerta de un supermercado. ¿Iba en serio lo de la pandemia? Se indignó, los pobres como él no podían encerrarse hasta nueva orden y decidió seguir buscando la forma de sobrevivir. Le pediría a la dueña de la pensión que le fiara siquiera un mes, que le pagaría cuando todo se normalizara, pero recordó que ella conocía su pasado.

A mediodía, ya había caminado hasta las afueras de la ciudad. Divisó el río de aguas ocre y una cuadrilla de hombres que sacaban material de su orilla y llenaban bolsas de fique. Ramón preguntó, esperando otra negativa, si había trabajo. Uno de ellos lo miró de arriba abajo, sorprendido de que un hombre tan esmirriado fuera capaz de dedicarse a esa labor. Claro que sí, aquí el trabajo es a destajo, se le paga por bulto. ¿Tiene experiencia? No. Los ojos empequeñecidos de Ramón, por la luz intensa, solo veían sombras. Su cabeza casi calva, nariz aguileña y grande, labios descarnados y una barba de tres días le daban el aspecto de un perro apaleado. El hombre miró las manos fuertes y callosas de Ramón y agregó: Si quiere empezar de una vez, coja esa pala que no tiene dueño.

Ramón logró que le dejaran dormir en la enramada donde guardaban los bultos. Se sintió agradecido, encontró trabajo y casa, más de lo que esperaba. Cada día lograba llenar dos sacos más de arena, y su exiguo ahorro le permitía soñar con comprar una casa y así pedir a su mujer que regresara con él.

La mañana del domingo se despertó tarde y se sintió muy cansado, le dolía la cabeza y tenía tos. Se quedó echado sobre los costales que le servían de cama. Al atardecer fue al río por un poco de agua para la sed que quemaba sus entrañas. Se sintió sin aliento para ir hasta la ciudad. Como estaba muy caliente decidió tirarse al río, la calentura la tenía en todo el cuerpo. Al día siguiente fue incapaz de levantar la pala, la debilidad ganaba sus fuerzas.

Cuando los areneros lo encontraron en ese estado, lo echaron de allí y le tiraron un tapabocas al rostro. Se alejó arrastrando los pies. Pensó en ir al hospital, la falta de aire ya comenzaba a molestarlo y creyó que no alcanzaría a llegar. El miedo a la muerte lo consumía más que la fiebre, no quería morir sin devolverle la casa a su mujer.

La ropa húmeda y sucia parecía pesarle demasiado. Intentaba orientarse hacia el hospital donde alguna vez fue operado del apéndice, después creyó que era mejor volver a la pensión y entregarle a la dueña el dinero que llevaba encima, pero desechó la idea con rabia.

La tos salía de los pulmones agotados y le quitaba el poco aire que le quedaba. Recordó la llamada de su hermana, y pensó que ella no era tan mala, que estaba arrepentida de su abandono. Entró a una cafetería en busca de un teléfono y sacó del bolsillo del pantalón la libretica donde tenía anotado su número. ¿Doris? ¿Sí, yo con quién? Con Ramón, su hermano. Es que estoy un poco enfermo… Ramón no pudo decirle más. ¿Qué le pasa? Del otro lado se oía la voz angustiada de la mujer. Necesito ir a su casa, es que no tengo adonde ir. El silencio de la hermana se le clavó en su mente febrilElla dijo impaciente: ¿Su casa y su mujer? No la tengo sino a usted… ¿me recibe mientras me recupero? Atinó él. Sí, claro, pero es que… tengo que consultarlo con Jorge, él es muy fregado.

El tendero lo amenazó con llamar a la policía si no se iba. Ramón lo miró sin expresión, pero la rigidez de los músculos de las piernas solo le sirvió para caer derrumbado sobre una silla. El delirio de la calentura lo sumió en la ilusión de que volvía a su casa con una mujer que tenía un hábito blanco, pero carecía de ojos. Diez minutos después recobró la conciencia, y mostró al tendero la dirección de su hermana. Sus oídos fueron aturdidos por sirenas de ambulancias lejanas que no lo auxiliaban.

Fue dejado en la entrada de la casa de su hermana por el joven domiciliario de la tienda. Intentó rasguñar la madera de la puerta mientras le salía un agónico Hermana, hermanita. La fiebre y la falta de aire lo vencieron. Su cuerpo flotaba sin dolor. El delirio, que no lo abandonaba desde hacía dos días, lo llevó a una casita llena de jazmines, lo emborrachaban con su olor dulce, y su esposa lo acariciaba mientras él soltaba un último aliento por su boca reseca. Una penumbra azulina lo envolvía en un instante eterno entregándolo al anhelo de volverla a tener entre sus brazos.


*Trabajadora social de la Universidad de Caldas. Es especialista en Derechos Humanos, y Magister en Educación de la Universidad Católica. Su trayectoria laboral la desempeñó en La Defensoría del Pueblo Regional Caldas y ICBF.

 

jueves, 14 de diciembre de 2023

Andate pa´la ciudá. Cuento de Martha Lucía Londoño Carvajal, seleccionado para la Antología Relata 2021

 

Andate pa’la ciudá

Martha Lucía Londoño Carvajal*

[Taller Vecinas del Cuento, Manizales]

 

El despertador agitó mi sueño con su eco de músico amanecido. Los rayos del sol entraban por las rendijas de la ventana y encandilaban con su luz. No podía abrir bien los ojos. Me levanté tembloroso, tropecé con el cajón que estaba junto a la cama. Quería salir del encierro, tirar­me en la playa y atisbar los veleros alejarse, pero era sábado y tenía que ir al ensayo con el grupo. Tita decía que no desperdiciara mi talento animando las parrandas del pueblo, no se daba cuenta de que ni ella ni yo podíamos vivir sin los pesos que recibía en la taberna.

El dinero que pagaban era poco, debía repartirlo con mis com­pañeros de grupo: Mireya y el Chichi. Los fines de semana la gente del pueblo bailaba al son de nuestra música. Mireya cantaba y tocaba las maracas, el Chichi la guitarra y yo el cajón peruano. Quería irme de Sa­pzurro, pero si la plata no alcanzaba para mis gastos ni para los de Tita, mucho menos para viajar a la capital.

Esa mañana apuré los tragos y me puse la pinta para salir. El ensayo con el grupo era a las nueve de la mañana, por la tarde teníamos la pre­sentación en la taberna del viejo Helí. Apenas terminé de tomar el café que me sirvió Tita, busqué el cajón para darle brillo y dejarlo listo. Ella me miró y, alzando su voz, me dijo:

—Roque, te vaj a volvé un borrachín como tu padre.

—Ay, viejita, si nunca estoy jincho, solo bebo unos rones para dar­le duro al cajón.

—Mandá ese cajón pa’ la mierda o te acabás las manos.

—¡Mamita, no diga eso! Mejor oiga cómo suena.

—Andate pa’la ciudá, a esos cachacos sí que les gusta tu sonsone­te. Aquí te morís de hambre.118

Agarré el cajón y cerré la puerta. Dejé a Tita sola con su cantaleta. Caminé sin afán hasta la cantina. Iba distraído. Escuché el golpe de las olas contra la roca y me acordé del músico que llegó al pueblo con su cajón peruano. Era un instrumento que no conocíamos en Sapzurro. El hombre era un bacán, me mostró el hueco en la madera y me dijo que por esa boca salía el gemido de sus canciones. Se sentó sobre el cajón y comenzó a dar toques y a palmotear en la madera. Mis manos se mo­vieron al ritmo del repique, se me aceleraron los latidos del corazón.

Quedé tan obsesionado con el cajón que, una tarde, cuando Tita no estaba, abrí un hueco redondo en el centro de la caja de madera. Ella la usaba como banco. Me senté en la orilla, separé las piernas y comencé a darle golpes. Ensayé sonidos con los movimientos de las manos: las deslizaba con toques ligeros o manoteaba al ritmo de alguna canción que recordaba. Sentía palpitar hasta las fibras de la madera. Encendía la radio y me pasaba horas probando, en el cajón, los ritmos que escucha­ba. Hacía ejercicios con los dedos y las manos. Después de dar golpes y golpes, me uní a la banda del pueblo para animar las parrandas de los sábados. Ahí viene Roque El Morocho, ya tenemos yuca pa’ gozá, decían en la taberna y se burlaban de mi cajón.

Llegué al ensayo, mis compañeros del trío no estaban. El dueño bajó a abrir la taberna. Ombe, Roque, me cogió la locha, dijo el viejo Helí mientras se fumaba un puro. Acomodé el cajón debajo de la mesa y le pedí un café. Comenzó a sonar la música en la rockola, las canciones me animaron a fantasear con Mireya. Creí ver cuando nos presentába­mos en un teatro de la capital, ella con las maracas y yo con mi cajón. El público aplaudía y se ponía de pie, reclamaba más y más música. El premio que nos merecemos. Imaginé a Mireya feliz entre mis brazos. Así, sin darme cuenta, se pasó el tiempo haciendo planes para viajar con ella. En ese momento, el viejo Helí silbó y cambió la música. Sacudí la cabeza y abrí los ojos. No había nadie en las mesas.

Alcancé a escuchar los tañidos de la campana en la Iglesia de Cristo, eran las diez cuando llegó el Chichi con la guitarra. Más tarde entró Mireya con un vestido rojo de boleros que relucía en su piel morocha. Ella tenía una sonrisa que iluminaba la taberna, tocaba las maracas con tanta gracia que el viejo Helí le daba todo lo que ella pedía. Nunca le cobraba.

Mireya y el Chichi acercaron las sillas, ordené otro café mientras ellos se tomaban su jugo de borojó. Después ensayamos en la bodega 119

que estaba en la parte de atrás de la taberna, allí sudamos interpretando canciones hasta que el hambre nos acosó. Nos despedimos del viejo Helí y fuimos a buscar el almuerzo. Mientras caminábamos por la playa, le conté a Mireya el sueño que tuve antes del ensayo. Ella sonrió. Me dijo que ni creyera que iba a triunfar con ese cajón en la capital porque la gente del interior no entiende nuestra música.

En el almorzadero ocupamos la única mesa disponible. Pedimos sancocho de pescado. Mientras nos servían la sopa, se acercó un señor y nos preguntó si podía almorzar con nosotros. Le corrí una silla y se sen­tó a mi lado. El hombre se llamaba Fernán, era gestor de eventos mu­sicales. Entre charla y charla, le conté que pensábamos viajar a Panamá a una gira musical, pero ese día las nubes anunciaron tempestad y no pudimos salir de Sapzurro. Entonces nos presentamos ante un grupo de turistas que estaba en la playa. Al día siguiente fuimos a Capurganá, allí nadie se interesó por nuestra música.

Fernán llegó a Sapzurro en busca de pelaos del pueblo que tuvie­ran talento para la música. Lo miré emocionado y le dije que mi sueño era ser artista, por eso quería irme de Sapzurro, mi pueblo, un caserío olvidado en el que no había donde estudiar ni escenarios para presen­taciones artísticas. En la capital tendría más oportunidades de triunfar. Fernán se ofreció para llevarnos a Medellín, nos hizo una propuesta tentadora y luego nos dijo:

―Ni siquiera tienen que pensarlo, les aseguro que ganarán mucho dinero.

―Yo me quedo en mi pueblo. No me voy con un cachaco por cual­quier peso.

―Nos dejás solos a Roque y a mí… No joda.

―Eche, si me vas a pegar no me regañés ―le dijo el Chichi a Mireya. Él se levantó y salió sin despedirse. Ni siquiera probó el sancocho.

¡Triunfar en Medellín! No lo podía creer. Si el Chichi no quiere ir, pues le digo a Mireya que se vaya conmigo. Le mostré a Fernán el cajón con las cuerdas que le había puesto. Parecía tan sorprendido que toqué un vallenato y le pedí a Mireya que me acompañara. El hombre se notaba emocionado. Nos dijo que le gustaba el dúo y el entusiasmo que le poníamos a la música.

Mireya y yo llegamos a la taberna, el Chichi no apareció. Fernán venía con nosotros, le hizo un guiño a Mireya y la abrazó. Ella arrugó la frente. Después de un corto ensayo entramos al tablado. Los amantes 120

de la bebida y las guarichas comenzaron a llenar el local con su alboro­to. En la pista se improvisaron las parejas, comenzó el foforro. Algunos hombres, desde sus puestos, brindaban por las chicas que bailoteaban sobre las mesas. Gritos y chillidos iban en aumento. Probé a calmar su euforia con redobles de bullarengue urabaense.

Las mujeres se sentaron para escuchar la música. Mireya me mi­raba cada vez que los hombres pedían canciones y ritmos en los que la guitarra marcaba el compás. Hicimos ajustes para complacerlos. Las palmas de mis manos se agrietaron con los repiques, mis articulaciones estaban tensas, sometidas a los golpes. No podía detenerme. En punti­llas, como si quisieran olvidar el dolor, los dedos de la mano izquierda se me deslizaron una y otra vez mientras la derecha golpeaba con fuerza la madera.

Un hilo de sangre se escurrió por el cajón hasta dejar su huella en el piso. Mis dedos humedecidos se resistían a repicar, las manos per­dieron fuerza y el sonido de la madera se fue haciendo débil. Escuché rechiflas. Olvidé el dolor y toqué con más fuerza, no me atormentaron las manos ensangrentadas ni las manchas de la camisa. La madera atraía mi piel, mi cuerpo vibraba. Seguí tocando sin parar. Una extraña sen­sación de venganza me impulsaba a continuar. Tal vez, era mi rebeldía frente a los que se burlaban de mi cajón. Quería demostrarles que con esa simple caja de madera podía sobresalir como artista.

A la mañana siguiente, convencí a Mireya para que viajáramos con el músico a Medellín. Aún no me recuperaba de las heridas en las ma­nos y el viaje estaba programado para el miércoles siguiente a la pre­sentación en la taberna. Tendría poco tiempo para curarme. El dolor no me dejaba dormir, le pedí a Tita que me hiciera emplastos en las heridas. Ella agachó la cabeza cuando le conté que me iba de Sapzurro. Se encerró en su pieza. Después me buscó para darme un rollito de billetes, repitió una y otra vez: Roque, andate pa’la ciudá.

El miércoles el despertador sonó a las cinco de la mañana. Alisté mis cosas y las dejé junto a la puerta. Tita me esperaba en la cocina, tomé los tragos que me preparó. Nos abrazamos sin decir nada. Salí en silencio, cerré la puerta, no me atreví a mirar la casa, allí estaba Tita escondiendo su llanto. A ella la cuidarían los vecinos. Caminé solo por la playa, las lágrimas de Tita parecían ir metidas en la caja de madera.

Cuando llegué al almorzadero, encontré a Fernán tomándose un ron. Pedí un café mientras llegaba Mireya. Otro ron para Fernán y ni 121

rastros de mi amiga. Las mujeres siempre se hacen esperar. Acabé mi café y Mireya no llegó. Nos vamos, dijo Fernán y se montó en la lancha, me recibió el cajón y la maleta. Me remangué el pantalón para demo­rarme unos segundos con la ilusión de ver a Mireya. Ya resignado a no verla, me senté en el cajón; atrás quedaba la estela de espuma que se desvanecía en el mar.

Mientras navegábamos hacia Capurganá, pensaba en el momento de subir al avión siguiendo los pasos de Fernán. Él me dejará sentar junto a la ventanilla para ver mi pueblo desde arriba. Apretaré los pár­pados. Y es que pasará mucho tiempo sin que vuelva a pisar descalzo la arena de la playa, no escucharé el murmullo de las caracolas ni el sonido de las olas cuando rebotan y juegan a esfumarse. El ruido del motor de la lancha me despertó.

Cuando llegamos al muelle, nos montamos en el único transporte que había en Capurganá para ir al aeropuerto. El carretillero dijo que había conocido a un músico con un cajón igual al mío. Me preguntó cómo diablos sonaba esa cosa. El hombre arrió el caballo y se fue sin escuchar la música.

*Martha Lucía Londoño Carvajal

Arquitecta manizaleña, constructora de mitos, sueños, utopías. Proyecta la luz y la sombra de la imaginación con trazos de realidad.

Hace parte del taller Vecinas del Cuento, Manizales.

CONCIERTO PARA AMADEO. Cuento seleccionado por Casa Creativa en su edición Cuentos cortos para esperas largas, 2023

 

Concierto para Amadeo

 Martha Lucía Londoño Carvajal*


 

La música me ponía en un estado de

entumecimiento muy agradable, un poco singular.

Parecía como si todo se inmovilizara,

salvo el latir de las arterias; como si la vida

hubiera huido de mi cuerpo y fuera muy bueno estar tan cansado.

Marguerite Yourcenar, Alexis o el Tratado del inútil combate

Violines, chelos y contrabajos de la Orquesta de Cámara interpretan “Las cuatro estaciones” del compositor italiano Antonio Vivaldi. Amadeo lee el programa de mano mientras camina hasta la segunda fila, cerca del escenario. Deja la gabardina de invierno en la silla del lado y se sienta en la que está junto al pasillo. Quedan pocos puestos vacíos. Saca el celular, mira el reloj, faltan unos minutos para las siete y Jota aún no llega. La sala se oscurece.

En el allegro del inicio las notas agudas de los instrumentos de cuerda penetran los oídos de Amadeo. Cierra los ojos, se deja llevar por la melodía, su cuerpo vibra. Lleva el compás con movimientos ligeros de los pies mientras imita con las manos al director de la orquesta. Fija la mirada en los violines, imagina los arcos rompiendo las cuerdas, alterando la obra musical. Piensa en su vida mientras mira el escenario. El pelo corto de la solista lo distrae.

Ve reflejada, en esa mujer, su cara de niño lindo: pelo dorado, nariz respingada, mirada de hielo. Los niños se burlaban: Eres una de esas… él se tapaba los oídos, prometía desquitarse. Aturdido revive la voz grave de su padre: Te enseñaré a ser como yo... Amadeo sacude la cabeza. Recoge la gabardina, la acerca a su nariz… la loción de Jota, percibe la caricia distante de la tela impermeable. Pasan por su mente imágenes de los treinta y tantos años viviendo juntos.

Siente el golpe de los arcos contra las cuerdas de la viola. Esa palabra estremece su cuerpo, no supo defenderse del hombre que desnudó su inocencia. Escucha el violín que toca la solista. En medio del silencio de la sala, busca el celular, escribe un mensaje a Jota inspirado en las notas tristes de los instrumentos de viento. La orquesta anuncia tormenta. Los violines imitan el sonido del trueno, aceleran los arcos que relampaguean para indicar el final de la primavera. Piensa en los cosméticos de la mamá. Amadeo desfilaba frente al espejo con falda corta, blusa de seda bordada con lentejuelas, zapatos de tacón alto. Una sonrisa iluminaba su cara, creía que, tal vez, esa era la felicidad.

La temperatura sube con los acordes de la música. Percibe esa sensación de pesadez, de aturdimiento que se siente en verano. La orquesta en pleno presagia el fin del movimiento.

El celular timbra, la gente mira, hace gestos de reproche. Amadeo se levanta, va hasta el vestíbulo, sus dedos bailotean mientras devuelve la llamada. Buzón de mensajes. Desesperado envía un audio con la voz de intimidad que le despierta la música. Jota no responde. Amadeo apaga el celular y regresa a la sala con la cabeza agachada. En el

IX Concurso Cuentos cortos para esperas largas

movimiento rápido de los violines escucha el gemido del viento cuando sacude las nubes, cuando atrae la lluvia, cuando aleja las pasiones.

Al final del concierto, recoge la gabardina, la pone sobre los hombros y sale a la calle. Su nariz se resiente: la ciudad exhala un vapor de niebla, oculta la gente, los edificios se esfuman, las luces ensombrecen los árboles de la avenida. Amadeo envuelve la bufanda en el cuello y se pone los guantes de cuero. Si Jota respondiera el mensaje… tomaríamos unas copas, baile, tangos, otra noche de placer, comezón en el cuerpo, piensa agitado. No, no, Jota no me dejaría sentir el frío del invierno, se dice mientras camina.

Los taxis pasan llenos, ninguno para. Son las nueve, la noche avanza. Las luces de los relámpagos titilan en la montaña mientras el horizonte se pierde en la penumbra. Amadeo vaga por las calles al ritmo de la tormenta.


*Martha Lucía Londoño Carvajal

Arquitecta manizaleña, constructora de mitos, sueños, utopías. Proyecta la luz y la sombra de la imaginación con trazos de realidad.

Hace parte del taller Vecinas del Cuento, Manizales.

martes, 12 de diciembre de 2023

Una lección del gran Cervantes

 

«Yo que siempre me afano y me desvelo  

por parecer que tengo de poeta,

la gracia que no quiso darme el cielo»

 

(Cervantes)

sábado, 4 de noviembre de 2023

Nos visita de nuevo la maravillosa y original poesía del escritor manizaleño John Hoyos

 

LAS LUMINARIAS

Para Mavy, allá... en los fríos aires de Chicago.

 

"Y Dios dijo: que haya luz."

 

Las luminarias son las muchachas más chismosas de la ciudad.

Transnochadoras ellas,

trabajan las veinticuatro horas del día,

para deleite de planificadores urbanos

y tormento de los habitantes de las poblaciones.

 

Descendientes directas de las teas cavernarias

alegan ser las más aristócratas

del amueblamiento citadino.

Dicen ser, por ello, de sangre azul.

Cuando el día se entrega

al mortal abrazo de la noche,

ellas levantan sus párpados,

como persianas verticales,

para empezar su labor.

 

Enemigas acérrimas de la penumbra,

no hay rincón, recodo ni resquicio

que escape a su empeño esclarecedor.

 

Testigas de todo cuanto sucede a su alrededor,

ni un detalle se salva de su reveladora mirada.

 

Conoce los horarios de todos los moradores de la cuadra:

cuando llega el vecino ebrio,

la hora del salto por la ventana de la adolescente enamorada

y cuántos son los maleantes que brincan la reja de seguridad.

 

Una canción de mi tierra dice:

"En la esquina de una plaza

había un faro-farolito

que alumbraba a las parejas

cuando se daban besitos."

Entonces los muchachos de mi generación

declaramos a las farolas

objetivos militares.

Les rompíamos el alma

con certeros proyectiles impulsados por caucheras.

Alarmadas las autoridades

empezaron a cambiarnos las hondas

por esferas de cristal.

Pero, recursivos nosotros,

utilizábamos las canicas como munición.

Los amantes furtivos nos pagaban por cada luminaria

dada de baja.

Así podían practicar, con tranquilidad y deleite,

sus artes amatorias.

 

Son las luminarias,

sin lugar a dudas y además de lengüilargas,

las chicas más elegantes de la urbe.

Siempre erguidas y bien paradas

llevan adornos de metalistería en sus alargados cuerpos,

se inclinan con reverencia ante las calles

y sus múltiples formas

desconciertan a los geómetras.

 

En tiempos pasados,

sobre La Quiebra del Guayabo,

muy nombrada calle de Manizales,

de las farolas colgaban materas florecidas

como si fueran antiguos camafeos.

 

Su capacidad de trabajo se mide en bujías, equivalentes a una vela.

Así pues, ellas son un perpetuo ocho de diciembre para el iluminado niño de Belén.

 

Los criminales las odian,

no los dejan trabajar en paz.

Los ladrones les gritan: ¡Sapas!

Ellas no entienden eufemismos,

las tendrían que llamar "delatoras judiciales",

para mayor claridad

y corrección política.

 

Cuando la claridad besa las calles

ellas bajan los párpados

para su pretendido descanso.

No se llamen a engaño

los pobladores de las polis:

las luminarias siguen mirando,

su labor de corre- ve y diles

es las veinticuatro horas del día.

Las únicas personas

que aprecian a las farolas

son los ciegos.

Ellas les ayudan en su inacabable estado de oscuridad.

 

Las luminarias son,

en definitiva,

las muchachas más chismosas de la ciudad.

 

John Hoyos

Manizales

domingo, 8 de octubre de 2023

Un cuento de Jon Fosse, a propósito del Premio Nobel de Literatura 2023

Los tres cuentos de "Trilogía", de Jon Fosse* son: "Vigilia", "Los sueños de Olav" y "Desaliento". 


Vigilia


Asle y Alida caminaban por las calles de Bjørgvin, Asle llevaba al hombro dos hatillos con todo lo que tenían y en la mano la caja con el violín que había heredado de su padre Sigvald, Alida llevaba dos bolsas con comida, y hacía horas que daban vueltas por las calles de Bjørgvin buscando alojamiento, pero parecía imposible alquilar nada en ningún sitio, no, decían, lo lamentamos, decían, no tenemos nada para alquilar, lo que tenemos ya está alquilado, así decían, y Asle y Alida tenían que seguir dando vueltas por las calles, llamando a las puertas para preguntar si tenían habitaciones libres, pero en ninguna casa tenían habitaciones, así que dónde iban a meterse, dónde iban a cobijarse del frío y la oscuridad ya tan entrado el otoño, en algún sitio tendrían que poder alquilar una habitación, y menos mal que no llovía, aunque seguro que empezaba a llover pronto, así que no podían seguir dando vueltas, y por qué nadie querría alojarlos, sería porque todo el mundo veía que Alida estaba a punto de parir, que tenía aspecto de poder parir en cualquier momento, o sería porque no estaban casados y no eran por tanto un matrimonio decente ni se los podía considerar personas decentes, pero eso no podían verlo, no, eso era imposible que lo vieran, o quizá sí lo vieran, alguna razón tenía que haber para que nadie quisiera alojarlos, y no era que Asle y Alida no quisieran recibir la bendición de la Iglesia, no era que no quisieran casarse, pero cuándo habían tenido tiempo y ocasión para hacerlo, contaban apenas diecisiete años y obviamente carecían de lo necesario para celebrar una boda, pero en cuanto lo tuvieran, se casarían como es debido, con párroco y maestro de ceremonia y fiesta y músico y todo lo que corresponde, pero por ahora no podían, tenían que seguir como estaban y en el fondo estaban bien, pero por qué nadie querría alojarlos, qué problema les veían, quizá les ayudaría pensar en sí mismos como marido y mujer, si lo hicieran, seguramente sería más difícil para los demás notar que andaban por la vida como pecadores y que habían llamado ya a muchas puertas y que nadie a quien hubieran preguntado quería alojarlos, pero no pueden seguir dando vueltas, la noche está a punto de caer, el otoño está muy avanzado, hay poca luz, hace frío y no tardará en llover

Estoy tan cansada, dice Alida.

y se paran y Asle mira a Alida sin saber qué decir para consolarla, porque ya se habían consolado muchas veces hablando del niño que venía, hablaban de si sería niño o niña, y Alida pensaba que las niñas eran más fáciles de trato, y él opinaba lo contrario, que era más sencillo tratar con niños, pero fuera niño o niña, en cualquier caso estarían felices y agradecidos por el niño del que pronto serían padres, así hablaban y así se consolaban con el niño que no tardaría en nacer. Asle y Alida caminaban por las calles de Bjørgvin. Y tampoco es que hasta entonces les hubiera pesado demasiado eso de que nadie quisiera alojarlos, antes o después la cosa se arreglaría, pronto encontrarían a alguien que tuviera un cuartito para alquilar, un sitio donde vivir por un tiempo, ya les saldría algo, porque en Bjørgvin había muchas casas, casas grandes y pequeñas, no como en Dylgja, donde apenas había unas pocas granjas y alguna casita de pescadores en la playa, ella, Alida, era hija de Herdis la de la Cuesta, decían, y venía de una pequeña granja de Dylgja, allí se crio con su madre Herdis y su hermana Oline después de que su padre Aslak desapareciera para no volver cuando Alida tenía tres años y la hermana cinco, y Alida ni siquiera recordaba a su padre, solo le quedaba su voz, todavía era capaz de oírla y recordaba la emoción que contenía, y un tono claro, afilado y amplio, pero eso era todo lo que le quedaba de su padre Aslak, no recordaba su aspecto ni ninguna otra cosa, solo su voz cuando cantaba, eso era todo lo que le quedaba de él. Y él, Asle, se crio en una caseta para barcas en Dylgja, allí habían montado una especie de vivienda en el altillo y allí se crio Asle con su madre Silja y su padre Sigvald hasta que el padre se perdió en el mar un día que la tormenta de otoño llegó sin avisar, padre Sigvald solía pescar por las islas al oeste y la barca se fue a pique allí, cerca de la Piedra Grande. Y desde entonces madre Silja y Asle estuvieron solos en la Caseta. Pero al poco de desaparecer padre Sigvald, madre Silja enfermó y empezó a adelgazar y se quedó tan flaca que daba la impresión de que se le veían los huesos de la cara, sus grandes ojos azules fueron creciendo y al final le ocupaban casi la cara entera, así lo veía Asle, y la larga melena oscura se fue poniendo más fina, más rala, y al final una mañana no se levantó y Asle la encontró muerta en la cama. Allí yacía madre Silja, con sus grandes ojos azules abiertos, mirando hacia el costado, donde debería haber estado padre Sigvald. La melena larga y fina le cubría gran parte de la cara. Allí yacía madre Silja muerta. De eso hacía poco más de un año y Asle tenía entonces alrededor de dieciséis. Lo único que le quedaba en la vida eran él mismo y las cuatro cosas que había en la Caseta, además del violín de padre Sigvald. Asle se había quedado solo, más solo que la una, salvo por Alida. Al ver a su madre Silja tan infinitamente muerta y perdida, lo único en lo que pensó fue en Alida. En su larga melena oscura y en sus ojos negros. En todo lo suyo. Asle tenía a Alida y ella era lo único que le quedaba, lo único en lo que pensaba. Asle acercó la mano a la cara fría y blanca de madre Silja y le acarició la mejilla. Ya solo le quedaba Alida. Eso pensó. Y el violín. Eso también lo pensó. Porque padre Sigvald no había sido solo pescador, también un buen músico, y era él quien tocaba en todas las bodas de la comarca de Sygna, así fue durante muchos años y, cuando alguna noche de verano se organizaba un baile, era padre Sigvald quien tocaba. Así fue como llegó en su día a Dylgja procedente del este, para tocar en la boda del granjero de Leite, y así fue como se conocieron él y madre Silja, ella servía en la granja y sirvió también en la boda y padre Sigvald tocó. Así se conocieron padre Sigvald y madre Silja. Y madre Silja se quedó preñada y parió a Asle. Y para ganarse el pan para él y los suyos, padre Sigvald se buscó trabajo con un pescador de las islas, un hombre que vivía en la Piedra Grande y, como parte de la paga, el pescador permitió que Silja y Sigvald se instalaran en una caseta para barcas que tenía allí, en Dylgja. De esa manera, el músico Sigvald pasó a ser también pescador y se afincó en la Caseta de Dylgja. Así fue. Así ocurrió. Y ya no estaban ninguno, ni padre Sigvald ni madre Silja. Se habían ido para siempre. Y ahora Asle y Alida caminaban por las calles de Bjørgvin, Asle con dos hatillos al hombro con todo lo que tenían, además de la caja y el violín de su padre Sigvald. Era de noche y hacía frío. Alida y Asle habían llamado ya a muchas puertas para pedir alojamiento y todo el mundo contestaba lo mismo, no podía ser, no tenían nada, la habitación que tenían ya estaba ocupada, no, no alquilaban habitaciones, no tenían necesidad, esas eran las respuestas que recibían, y Asle y Alida caminan, se detienen y miran hacia una casa, tal vez allí tuvieran algo en alquiler, pero no sabían si se atrevían a llamar a otra puerta, seguro que volverían a responderles lo mismo, por otro lado, tampoco podían seguir dando vueltas por la calle, debían arriesgarse a llamar y preguntar si tenían alguna habitación en alquiler, pero ni a Asle ni a Alida les quedaba ya ánimo para explicar una vez más su ruego y recibir otro no por respuesta, quizá se hubieran equivocado al coger todas sus cosas y navegar hasta Bjørgvin, pero qué otra cosa podrían haber hecho, no podían seguir viviendo con madre Herdis de la Cuesta, ella no los quería en su casa, no había futuro en eso, y si les hubieran dejado seguir en la Caseta, se habrían quedado allí, pero un día Asle vio llegar en barca a un muchacho de su misma edad, el muchacho arrió las velas, atracó en la playa y empezó a subir hacia la Caseta, al poco llamaron a la trampilla y, cuando Asle abrió, cuando el muchacho subió y acabó de carraspear, anunció que ahora él era el propietario de la Caseta, su padre se había perdido en el mar junto al padre de Asle, y ahora necesitaba la Caseta para él, de modo que Asle y Alida no podían seguir viviendo allí, tenían que recoger sus cosas y buscarse otro sitio, así era la cosa, dijo y se sentó en la cama junto a Alida, que estaba allí con su vientre abultado, y ella se levantó y se fue junto a Asle, y el muchacho se tumbó en la cama y se acomodó y dijo que estaba fatigado y quería descansar un poco, y Asle miró a Alida y se acercaron a la trampilla y la levantaron. Bajaron la escalera, salieron y se quedaron parados delante de la Caseta. Alida, con su vientre grande y pesado, y Asle

Ya no tenemos donde vivir, dijo Alida

y Asle no contestó

Pero la Caseta es suya, así que supongo que no hay nada que hacer, dijo Asle

No tenemos donde vivir, dijo Alida

El otoño está muy avanzado, hay poca luz y hace frío, y tenemos que vivir en algún sitio, dijo

y se quedaron un rato sin decir nada

Y pariré dentro de poco, podría ser ya cualquier día, dice

Sí, dice Asle

Y no tenemos adónde ir, dice ella

y se sienta en el banco junto a la pared de la Caseta, el banco que había hecho padre Sigvald

Debería haberlo matado, dice Asle

No digas esas cosas, dice Alida

y Asle se sienta junto a Alida en el banco

Lo mato, dice Asle

No, no, dice Alida

Así son las cosas, los hay que son propietarios de algo y los hay que no lo son, dice

Y los propietarios mandan sobre los que no tenemos nada, dice

Supongo que sí, dice Asle

Y así tiene que ser, dice Alida

Así tendrá que ser, dice Asle

y Alida y Asle se quedan sentados en el banco sin decir palabra y, al cabo de un rato, sale el propietario de la Caseta diciendo que tienen que recoger ya sus cosas, ahora es él quien vive en la Caseta, dice, y no los quiere allí, al menos a Asle, dice, aunque Alida, dado su estado, podría quedarse, dice, volverá en un par de horas y para entonces tienen que haberse marchado, al menos Asle tiene que haberse marchado, dice y entonces baja hasta la barca y, mientras afloja el amarre, dice que va a acercarse a la tienda y que, cuando vuelva, la Caseta tiene que estar vacía y preparada, esa noche dormirá él allí, bueno, y quizá también Alida, si quiere, dice, y por fin empuja la barca, iza las velas y se aleja despacio hacia el norte a lo largo de la orilla

Yo puedo recoger las cosas, dice Asle

Yo puedo ayudarte, dice Alida

No, tú sube a la Cuesta, ve a casa de madre Herdis, dice Asle

Tal vez nos acoja por esta noche, dice

Tal vez, dice Alida

y Alida se levanta y Asle la ve alejarse por la orilla con sus piernas cortas, sus caderas redondas y la melena negra ondeando a la espalda, y Asle se queda mirando cómo se aleja Alida y ella se vuelve y levanta el brazo y lo saluda y luego empieza a remontar la Cuesta, y Asle entra en la Caseta, prepara dos hatillos con todo lo que tienen y luego sale y se aleja por la orilla con dos hatillos al hombro y la caja del violín en la mano y ve al propietario de la Caseta acercándose ya con la barca y empieza a remontar la Cuesta y todo lo que tienen lo lleva en dos hatillos al hombro, salvo el violín y la caja, eso lo lleva en una mano, y después de subir un rato, ve a Alida venir a su encuentro y Alida dice que en casa de madre Herdis no pueden quedarse, por lo visto a madre Herdis nunca le ha gustado Alida, nunca le ha gustado su propia hija, siempre le ha gustado mucho más su hermana Oline, aunque Alida nunca haya entendido por qué, así que no quiere ir allí, no ahora que tiene el vientre tan grande, dice y Asle dice que ya es muy tarde, la noche no tardará en caer y hará frío ahora tan entrado el otoño, incluso puede llover, así que no les queda otra que agachar la cabeza y preguntar si pueden quedarse un tiempo en casa de madre Herdis de la Cuesta, dice Asle y Alida dice que entonces lo pida él, que ella no piensa hacerlo, antes dormiría en cualquier otro sitio, dice, y Asle dice que si tiene que pedirlo, lo hará y, al llegar al zaguán, Asle cuenta las cosas como son, dice que ahora el propietario de la Caseta quiere vivir en ella, así que no tienen adónde ir, pero se preguntan si podrían vivir un tiempo en casa de madre Herdis, dice Asle y madre Herdis dice que bueno, que siendo así, no puede sino acogerlos, aunque solo por un tiempo, dice, y luego dice que adelante, que pasen, y empieza a subir la escalera, y Asle y Alida la siguen hasta el sobrado y entonces madre Herdis dice que pueden quedarse allí un tiempo, aunque no mucho, y luego se da media vuelta y baja y Asle deja en el suelo los dos hatillos con todo lo que tienen y en un rincón la caja del violín y Alida dice que a madre Herdis nunca le ha gustado Alida, nunca, aunque ella jamás haya entendido bien por qué, y seguramente tampoco le gusta demasiado Asle, la verdad es que no le gusta nada, así es la cosa, y ahora que Alida está preñada y ellos no están casados, seguramente madre Herdis no quiera tener la vergüenza instalada en su propia casa, así debía de pensar madre Herdis, aunque no lo dijera, dijo Alida, de modo que solo podían quedarse una noche, una única noche dijo, y Asle dijo que en ese caso no veía otra opción que emprender viaje a Bjørgvin a la mañana siguiente, porque allí debería haber sitio para ellos, él había estado una vez allí, en Bjørgvin, dijo, había ido con su padre Sigvald y recordaba bien cómo era, recordaba las calles, las casas, la gente, los sonidos, los olores, las tiendas y las cosas de las tiendas, lo recordaba todo, dijo y, cuando Alida le preguntó cómo llegarían a Bjørgvin, Asle dijo que tendrían que buscarse una barca y navegar hasta allí

Buscarnos una barca, dijo Alida

Sí, dijo Asle

Qué barca, dijo Alida

Hay una barca amarrada delante de la Caseta, dijo Asle

Pero esa barca, dijo Alida

y entonces vio a Asle levantarse y salir y ella se echó en la cama del sobrado y se estiró y cerró los ojos, y está muy, muy cansada y entonces ve a padre Sigvald sentado con su violín, lo ve sacar una botella y echar un buen trago y luego ve a Asle, ve sus ojos negros y su pelo negro, y se estremece porque ahí está, ahí está su muchacho, y luego ve a padre Sigvald llamarlo con la mano y Asle se acerca al padre y ella lo ve sentarse y colocarse el violín bajo la barbilla y empezar a tocar y, al instante, algo se le movió por dentro y Alida empezó a elevarse en el aire y en la música de Asle oyó el canto de su padre Aslak, y oye su propia vida y su propio futuro y sabe lo que sabe y entonces está presente en su propio futuro y todo está abierto y todo es difícil, pero ahí está la canción, una canción que debe de ser lo que llaman amor, de modo que se conforma con estar presente en la música y no quiere existir en ningún otro sitio y entonces llega madre Herdis y pregunta qué hace, no tendría que haber llevado ya agua a las vacas, no tendría que haber quitado la nieve, qué se había creído, acaso se había creído que la madre iba a hacerlo todo, que iba a cocinar, cuidar de la casa y atender a los animales, ya les costaba bastante hacer todo lo que había que hacer como para que Alida, como siempre, como siempre, intentara eludir el trabajo, no, eso no podía ser, tendría que esforzarse más, tendría que mirar a su hermana Oline, ver cómo ella procuraba ayudar todo lo posible, cómo podían dos hermanas ser tan distintas, tanto en el aspecto como en todo lo demás, cómo podía ser, aunque, claro, una se parecía al padre y la otra a la madre, una era rubia como la madre y la otra morena como el padre, así era la cosa, no se podía negar, y así sería siempre, dijo madre Herdis, y desde luego Alida no pensaba ayudar en nada, no mientras la madre siguiera regañándola y hablando mal de ella, ella era la mala y la hermana Oline la buena, ella era la negra y la hermana Oline la blanca, así que Alida se estira en la cama y se pregunta cómo acabará aquello, adónde van a ir con ella a punto de parir, en verdad la Caseta no era gran cosa, pero al menos era un lugar donde alojarse y ahora ni siquiera podían quedarse allí y no tenían adónde ir, por no mencionar los medios, no tenían prácticamente nada, ella tenía algún billete y alguno tendría Asle también, aunque pocos, casi ninguno, pero aun así saldrían adelante, de eso estaba segura, saldrían adelante, y ojalá Asle volviera pronto porque lo de la barca, no, no quería pensar en eso, eso tendrá que ser como Dios quiera y Alida oye a madre Herdis decir que es tan fea y tan negra como su padre, e igual de holgazana, siempre eludiendo el trabajo, dice madre Herdis, quién sabe cómo acabará, menos mal que es hermana Oline quien va a heredar la granja, Alida no habría servido para eso, habría sido un desastre, oye Alida decir a su madre y luego oye a la hermana decir que menos mal que es ella quien va a heredar la granja, esa granja tan buena que tienen aquí, en la Cuesta, dice hermana Oline y Alida oye a madre Herdis preguntarse qué será de Alida, quién sabe cómo acabará, y Alida dice que no se preocupe porque de todos modos no se preocupa y entonces Alida sale y enfila hacia el Peñasco donde ella y Asle han cogido por costumbre encontrarse y, al acercarse, ve a Asle ahí sentado y lo ve pálido y agotado y ve que tiene los ojos negros mojados y entiende que ha pasado algo y entonces Asle la mira y dice que madre Silja ha muerto y que ahora solo le queda Alida y Asle se tumba boca arriba y Alida se acerca y se tumba a su lado y él la abraza y luego dice que por la mañana se ha encontrado a madre Silja muerta en la cama y sus grandes ojos azules le llenaban el rostro entero, dice y abraza a Alida contra su cuerpo y desaparecen el uno dentro del otro y solo se oye un viento suave en los árboles y han desaparecido y se avergüenzan y matan y hablan y ya no piensan y después se quedan tumbados en el Peñasco y se avergüenzan y se incorporan y se quedan sentados en el Peñasco mirando el mar

Mira que hacer algo así el día que ha muerto madre Silja, dice Asle.


*Jon Fosse nació en 1959 en Haugesund, en el sudoeste de Noruega. Autor muy prolífico, es mencionado cada vez más como candidato al Premio Nobel de Literatura; ha sido profesor del conocido autor noruego Karl Ove Knausgaard, quien se ha referido a él como “uno de los grandes escritores europeos”.