jueves, 15 de mayo de 2025

Algunas consideraciones sobre el terror en literatura. Y un cuento de Alexandr Pushkin: El disparo

 


¿POR QUÉ EL TERROR EN LA LITERATURA?


Lo fantástico, es decir, aquella dimensión que linda con lo inverosímil, deseado, aterrador, pero quizás posible, comienza a expresarse en la literatura en el siglo XVIII, permitiendo a lo macabro y lo terrorífico, a vampiros y fantasmas, crearse un espacio en el género de lo maravilloso.


A principios del siglo XX el pensamiento objetivo del hombre moderno le permite deslindar lo real de lo sobrenatural, cuando —en forma paradójica— la narración de las artes fantásticas logra su mayor florecimiento y desarrollo.


La presencia del misterio en la literatura se explica por naturales inclinaciones que nos permiten u obligan a conectarnos con nuestros miedos, angustias y culpas y con nuestro inconsciente en general.


Los temas de los cuentos de terror han ido variando paulatinamente a través del tiempo con relación a los temores de que el hombre mismo se va despojando y a los nuevos que va creando. Es así como gigantes, brujas y castillos encantados dejan de espantarnos al reubicarse en el campo seguro de lo irreal y dan paso a otros temores que la vida moderna ha ido despertando en nuestra imaginación.


Las situaciones adquieren rasgos inesperados y la estructura narrativa incursiona en formas no tradicionales. La coherencia del tiempo o de la causalidad puede alterarse, apuntando así a lo absurdo, a lo contradictorio y lo imaginariamente posible, que es lo que caracteriza lo fantástico.


Tomado del libro: 

Antología Cuentos de terror

Varios autores 

Lectulandia





El disparo 

Alexandr Puchkin



Nos hemos batido a pistola.

Baratinski

He jurado matarlo de un 

pistoletazo en duelo. 

(Todavía me debía mi disparo).

La noche en el vivac


Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.

En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más.

Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos treinta y cinco años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.

Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuáles eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.

Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.

La destreza que había adquirido en el tiro era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.

El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.

Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados.

Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:

-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.

No dudamos en lo más mínimo de cuáles serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.

Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó este mismo en persona.

Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.

Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:

-¿No se batirá?

Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.

Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.

Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me apreciaba, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar su deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo solo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.

Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo… Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.

-Señores -les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente… Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero -continuó, dirigiéndose a mí-. Lo espero sin falta.

Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.

Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás… A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champaña. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.

-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.

Ya todos los demás se habían ido… Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.

-Es probable que no nos veamos más -me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación… Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.

Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada… Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.

-A usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R… Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba… Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad… Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R… sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado…

Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:

-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.

Mi curiosidad estaba vivamente excitada.

-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? -pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.

-Me batí con él y este es el recuerdo de aquel duelo.

Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.

-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X… Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.

“Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que, además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo… Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables… Las señoras se desvanecían… Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.

“Amanecía… Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos… Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir… Lo vi cuando aún estaba lejos… a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno… Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.

“‘¿Qué voy a lograr’ -pensé- ‘quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?’

“Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.

“-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.

“-No me molesta usted en lo más mínimo -replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.

“Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo…

“Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento…”

Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.

-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú… Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.

Y con estas palabras se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban.

El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos… Nos abrazamos… Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron…

*

Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría dónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un “borracho melancólico”, como tantos que había visto en nuestro distrito.

A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres “melancólicos”, cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días… Y “vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno…”

A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía solamente el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.

La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.

Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.

Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.

-¡Notable disparo! -exclamé a la vez que miraba al conde.

-Sí -me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame, ¿es usted buen tirador?

-Excelente -contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.

-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?

Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.

-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: “Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella”. Créame, vuestra alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.

A los condes les satisfizo mi locuacidad.

-¿Y cómo tiraba? -me preguntó el conde.

-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared… ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto… Veía una mosca y gritaba: “¡Kuzka, mi pistola!”. El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared…

-¡Asombroso! -dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?

-Silvio, alteza.

-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?

-¿Que si lo conocí, alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero… pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra alteza lo conoció, ¿no es verdad?

-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?

-¿El de una bofetada, alteza, que recibió en un baile?

-¿Y no le dijo a usted el nombre…?

-No, alteza, no me lo dijo. ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad-. ¿Fue quizás vuestra alteza?

-Yo fui -respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.

-¡Ay! -dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!… Me horroriza escucharlo.

-No puedo complacerte -replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.

Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:

-Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, lo pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.

“Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea… Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones…

“-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz trémula.

“-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.

“-Exactamente -continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?

“Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento… Me pidió lumbre… Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó… Yo conté los segundos.. Pensé en ella… ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.

“-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado… y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso… Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.

“La cabeza me daba vueltas… Creo recordar que me negué…

“Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos… Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo… Yo saqué de nuevo el primer número.

“-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.

“No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello… Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro…”

Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.

-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí… De pronto la puerta se abrió… Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.

“-Querida mía -le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate… Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.

“Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.

“-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?

“-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada… Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.

“Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!

“Masha se echó a sus pies.

“-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?

“-No dispararé -respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.

“Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.

“Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.”

El conde calló.

Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.

Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani.



________________________________________



jueves, 8 de mayo de 2025

Escribir sobre lo siniestro



 Lo siniestro: un recurso narrativo para inquietar


Si buscas una forma efectiva de generar angustia y extrañeza en tu escritura, lo siniestro —también traducido como lo ominoso— es un recurso narrativo poderoso y profundamente psicológico. En este artículo exploramos su origen, funcionamiento y cómo aplicarlo a tus cuentos o novelas.


¿Qué es lo siniestro?

El término proviene del ensayo Lo ominoso (Das Unheimliche, 1919), escrito por Sigmund Freud. Allí plantea que lo siniestro surge cuando algo que nos era íntimo y familiar regresa bajo una forma extraña o amenazante. Es la aparición inquietante de lo que creíamos enterrado o superado.


Por ejemplo:

  • Una muñeca que parece tener vida propia.
  • Un lugar de la infancia que ya no reconocemos.
  • Un recuerdo que vuelve en forma deformada.


Freud retoma ideas del psiquiatra Ernst Jentsch, quien asociaba lo ominoso con la incertidumbre sobre lo que es real. Como cuando un personaje parece humano pero tal vez no lo es: autómatas, maniquíes, muñecos, sombras con forma humana.


Repetición y angustia

Freud añade un ingrediente clave: la repetición involuntaria. Lo que debía ser casual se vuelve inquietante porque se repite. Algo inocente —una palabra, una imagen, una fecha—, si se presenta más de una vez en un contexto inesperado, puede adquirir un carácter fatal o inevitable.

Esto convierte lo siniestro en una forma refinada de terror psicológico: no muestra un monstruo, sino que perturba por el eco de lo íntimo, por la sospecha de que algo no está bien... aunque no sepamos exactamente qué.

Ejemplo: Memorial de Elvira Navarro

Un excelente ejemplo reciente de lo siniestro lo encontramos en el cuento Memorial (Navarro, 2019). En esta historia, la protagonista recibe una solicitud de amistad en Facebook. El perfil tiene una foto conocida y un nombre extraño: Apep Otein. Tarda días en reaccionar. Cuando abre el perfil, descubre lo peor: es su madre fallecida dos semanas atrás. El nombre es su nombre invertido: Pepa Nieto.

Desde ese momento, comienzan a aparecer en el muro fotos y audios íntimos, nunca compartidos. Imágenes de su infancia, recuerdos que nadie más podría tener, fotos desde ángulos imposibles. Todo esto no solo despierta la duda de si es una broma cruel, un acto de suplantación o una aparición fantasmal, sino que además activa su memoria emocional de forma inquietante. Como bien describe Navarro:

“Todo correspondía a situaciones que su madre había vivido con ella, o mejor: ella había vivido con su madre. Esas voces y esas imágenes eran pedazos de su memoria. [...] Únicamente en su interior existía tal registro de recuerdos” (Navarro, 2019).

La protagonista empieza a desestabilizarse. La repetición de recuerdos en forma digital produce un efecto ominoso: el pasado vuelve, pero con otro rostro. Lo más íntimo se convierte en amenaza.


Ideas para aplicar lo siniestro a la escritura:


Introducir objetos cotidianos con un giro amenazante (un diario, una foto, una habitación).

Usar la repetición involuntaria para crear sensación de fatalidad.

Trabajar con el regreso de lo reprimido: traumas familiares, secretos, recuerdos deformados.

Jugar con la ambigüedad entre lo vivo y lo no vivo, lo real y lo alucinado.

Incorporar elementos digitales (perfiles, audios, archivos) como nuevos vehículos de lo ominoso.


Ejercicio creativo

  • Escribe una escena breve en la que un personaje:
  • Encuentra algo cotidiano de su pasado (una carta, una foto, una canción), Pero ese elemento se presenta fuera de lugar o de tiempo, como si no debiera estar ahí, Y su aparición genera angustia, sin necesidad de explicaciones sobrenaturales claras.
  • Pregúntate: ¿qué vuelve inquietante ese objeto o recuerdo? ¿Cómo lo percibe el personaje?


Créditos y bibliografía:

UNIR, Máster en escritura creativa.

Freud, Sigmund (1992). Lo ominoso. En Obras completas, Vol. XVII. Trad. L. López-Ballesteros. Madrid: Biblioteca Nueva.

Jentsch, Ernst (1906). Sobre la psicología de lo siniestro.

Navarro, Elvira (2019). La isla de los conejos. Madrid: Random House.

Hoffmann, E. T. A. El hombre de arena (1816).

Recomendado: Danza macabra de Stephen King para reflexiones narrativas sobre el miedo.


miércoles, 7 de mayo de 2025

Un cuento de lo ominoso, por Elvira Navarro: ESTRICNINA




Del libro La isla de los conejos (2019).



ESTRICNINA

.

1

Asocia el ferry con una nave espacial, y piensa que la forma de las ventanas

es similar a los ojos compuestos de algunos insectos. Luego ve al personaje

aún sin nombre diciéndose esto mientras recorre la cubierta. Es una mujer, y

trasmite una frialdad mesurada, tranquilizadora, razonable. Está haciendo

cábalas sobre lo que observa, que también es frío: material blanco, sucio; un

ligero olor a suela mojada, a sudor, a patatas fritas y a pescado.

Va a relatarse en tercera persona, como si fuera una extraña. Desea

instalarse en ese aire de gelidez serena con el que se acaba de imaginar, que a

su vez es el tono que quiere para su escrito. Le parece la mejor manera de

ensayar su nuevo cerebro, de adelantarse a lo que va a sucederle.

El desaliento la lleva a buscar conversación.

Se dirige a una pareja de ancianos. No evita el temblor en el labio de

abajo. Sospecha que han visto la pata que le cuelga de la oreja. Luego va a la

cafetería. A su lado, hay un cuarentón muy pálido y orondo, y siente ganas de

contárselo. Se amarra el pelo en una cola y se mira en el espejo de la barra,

entre las botellas: la oreja izquierda está más alta que la derecha. El hombre

no lo advierte a pesar de que la diferencia de altura es notable. La oreja le

pesa, y desde hace unas horas la carne ha empezado a tornarse rojiza.


2

Recuerda que hace un año estaba de visita en la ciudad de T. Después de que

su guía les mostrase la catedral, fueron al malecón. La luz era suave y se

mezclaba con la bruma. Debían de ser las primeras horas de la tarde, y aunque

la primavera sólo asomaba, daba la impresión de que se aproximaba un

verano tórrido.

El guía los condujo a la muralla sur, junto a la playa. Ella se fijó en unos

bañistas extranjeros que entraban al agua sin dejar de dar sorbos a sus latas de

cerveza. Algunos habían trepado a las rocas del espigón, que bosquejaba un

camino hasta un islote sobre el que se alzaba una fortaleza de color terroso; su

horizontalidad la asemejaba a un pedazo de tierra flotando sobre el océano.

Pero ella no vio un castillo militar ni un trozo de tierra, sino una excrecencia

que brotaba de la ciudad.


3

Al fin desembarca. Ha llovido durante toda la travesía. Tarda más de una hora

en pasar la aduana; los taxis, casi todos viejos Mercedes, huelen a cuero

húmedo. Sube por las calles angostas de la medina, que evocan desfiladeros.

Ha reservado habitación en un hotel que tuvo su esplendor hace más de un

siglo. Parece que está muy cerca la noche, porque unas nubes de un gris

violento acaparan el cielo, pero son sólo las tres de la tarde.

Atraviesa un patio abierto hacia la bahía. El recepcionista mira sin

disimulo su oreja. Le habla con un tono burlón.

El hotel está en penumbra. Su cuarto tiene dos camas, mantas

zarrapastrosas, alfombras con aspecto de llevar colgadas en las paredes desde

1870, cuando se construyó el edificio. Sólo el baño es nuevo.

Intenta escribir su historia. No va más allá de tomar unas notas famélicas.

Las numera. Sale a la calle cuando la tormenta escampa y se mete en el zoco,

donde ve a mujeres en grupo. Los tenderos les ofrecen pollos, garbanzos,

cebollas. Los corderos, abiertos en canal, esparcen el olor áspero de la sangre

por el pavimento sucio, lleno de restos de verduras, mugre y casquería.

Llega a la zona de las telas y el aceite de argán, y decide comprarse un

pañuelo. Entra en uno de los puestos. Unos bustos sin pechos ni rasgos

faciales presiden el escueto interior del comercio. Son maniquíes a medio

hacer, que portan pañuelos de colores.

Quiere un hiyab negro. «Está casada con un musulmán», dice el hombre.

No es una pregunta, sino una afirmación. «Yo soy bereber», añade. No le

contesta y se coloca el pañuelo ante el bereber, quien ya se ha percatado de la

extremidad. El hombre bromea con el comerciante de jabones de enfrente;

ella no logra ponerse bien el hiyab y abandona el comercio sin regatear el

precio.

Se va al hotel. Barrunta novelar lo ocurrido. Quiere dejar una explicación,

un rastro de su proceso. Pero ¿para qué?, se dice, si las simples palabras no

bastan. Le cuesta sostener el lápiz, como si fuera esa tercera pata que le tira de

la oreja la que lo agarra. Todo acontece demasiado rápido.

Durante la noche, frente a la bahía, se sorprende de la indiferencia que

experimenta al contemplar las luces lejanas de la otra orilla, que se ven

cristalinas porque la ferocidad de la tormenta ha disuelto la bruma. No siente

nada, ni siquiera el miedo que cabría esperar ante la incertidumbre de los

próximos días, o quizás meses. No sabe lo que va a durar su transformación.

 

Pero lo que más la asombra es que, incluso cuando evoca a los suyos, es como

si esas gentes formaran parte del recuerdo de otra persona.


4

Se despierta a las once de la mañana. Nota la oreja pesada y dolorida; al

moverse, oye un crujido. La repulsión enseguida es desplazada por una

presencia nítida de las cosas, que brillan más y tienen una textura rugosa,

móvil, tal que si estuvieran cubiertas de una capa abigarrada de insectos. La

silla huele distinto que la alfombra. Reconoce: pólvora, pelo de gato, ébano,

taray, caspa, opio y estricnina.

La pata cuelga por debajo de su pecho. Ha crecido más de un palmo y le

han salido unos dedos con unas pequeñas bocas, que se mueven como arañas.

Al sentarse en el escritorio, ante sus famélicas notas numeradas, los dedos

agarran un bolígrafo. La extremidad crepita; la cubre un barniz viscoso. No se

atreve a tocarla. Su lóbulo luce rojo; la sangre se le acumula en los capilares.

Ve que, junto a sus anotaciones, hay unos garabatos hacia los que se dirige su

nueva extremidad con el boli apretado entre sus dedos. La pata los continúa.

Ella trata de entender algo de lo que escribe con ritmo furioso y concentrado,

y cuando le arranca el boli, la pata forcejea. Se resiste aún más al atarla a su

pelo con varias gomas. El gemido de los dedos se torna en bisbiseo frenético,

y la extremidad le golpea la espalda, aunque no con demasiada convicción.

Luego se queda tranquila. Siente su relajo desparramándose sobre el costado.

¿Y si se la cortara?

Revisa el móvil. ¿Por qué no llamar a su madre y contárselo todo? ¿Para

qué esas anotaciones numeradas e incomprensibles? Imagina a su extremidad,

ya gigante, arrastrándose hasta la oficina de correos e introduciendo sus notas

en un sobre. Asimismo, imagina a su madre, ojerosa, ante esas notas

doblemente ininteligibles por estar sazonadas con los garabatos de la pata.

Se sienta de nuevo en el escritorio. Las flores y los motivos geométricos

de las alfombras que cubren las paredes la hipnotizan. Parecen moverse,

aunque son los ácaros quienes se desplazan por las hebras de tejido viejo y

mohoso. Escucha ese ejército mudo, distingue los matices de su movimiento.

Los ácaros brincan, se paran, corretean por las finísimas fibras como ratas

diminutas, como piojos por una cabellera larga. Hay polvo de hace setenta,

cien años, en esas alfombras que a sus ojos ya no son descoloridas. Hay

también partículas microscópicas que antaño fueron arena del desierto. Late

algo tan antiguo que ni siquiera puede nombrarse.

 

Al día siguiente la pata es diez centímetros más larga. Le resulta

imposible amarrarla y decide ir a la tienda de los pañuelos. En la calle, el

mundo irradia luminosidad. La pata se balancea, como si también disfrutase

de la alegre mañana, y los transeúntes miran ese bulto envuelto en una

indumentaria que no es ni occidental ni árabe.

—Quiero tres pañuelos —dice en mal francés.

Los maniquíes son más reales que el tendero, ante quien no esconde la

pata. El hombre palidece cuando ve cómo la extremidad extiende hacia él,

con cierta timidez, sus tres dedos. Sale del comercio dando gritos. Ella corre

detrás; no quiere asustarle, sino pagar los hiyab, aunque a la mitad de su

carrera se olvida de por qué persigue a ese hombre. De repente, se le antoja

una presa. El árabe es delgado, parece un galgo. Pero ella corre más deprisa.


jueves, 1 de mayo de 2025

El terror, el horror, lo fantástico: formas de escribirlo

 Terror, horror o fantástico en la escritura creativa


Al escribir narrativa fantástica, es muy probable que en algún momento rocemos los terrenos del terror o el horror. Estos tres géneros están profundamente conectados, pero tienen matices importantes que vale la pena conocer, sobre todo si el objetivo es provocar emociones intensas en el lector.


Lo fantástico introduce un elemento extraño en un mundo que parecía real. Esa ruptura con lo cotidiano genera duda, inquietud y muchas veces una sensación de angustia. A partir de ahí, la historia puede orientarse hacia el terror o el horror, según el efecto emocional que se busque provocar.


Radcliffe vs. King: dos visiones complementarias


La escritora gótica Ann Radcliffe, en su ensayo On the Supernatural in Poetry (1826), distinguía así estas emociones:


Horror: el miedo provocado por lo grotesco o violento. Es directo, impactante, como un susto inesperado o la aparición de un monstruo.


Terror: una forma más refinada y psicológica del miedo. Surge de lo desconocido, de lo que no se muestra del todo, de lo que amenaza pero no se concreta.


Stephen King, en su ensayo Danza macabra (2016), amplía esta idea y propone tres niveles del miedo que pueden ayudarte como escritor:


1. La repugnancia: lo visceral y grotesco. 

Ejemplo: El exorcista, cuando Regan vomita o se autolesiona. Busca provocar asco y shock.

2. El miedo primitivo: conecta con nuestra parte más ancestral. 

Ejemplo: El corazón delator de Poe, donde el protagonista cae en la locura al ser consumido por la culpa.

3. El terror: el nivel más sutil y duradero. 

Ejemplo: Otra vuelta de tuerca de Henry James, donde la duda sobre si hay fantasmas o no mantiene una tensión constante. Aquí, el miedo lo pone la mente del lector.


En resumen:

Si quieres sacudir, usa el horror.

Si quieres perturbar, elige el terror.

Si quieres sembrar la duda, comienza desde lo fantástico.


Fuentes consultadas:

UNIR, Máster en escritura creativa.

Radcliffe, Ann. On the Supernatural in Poetry, 1826.

King, Stephen. Danza macabra. Ed. Valdemar, 2016.

Delumeau, Jean. El miedo en Occidente. Taurus, 1989.


lunes, 14 de abril de 2025

Se va un grande de la literatura: Mario Vargas Llosa. Perú, 1936-2025

 


Como un homenaje de despedida 

al gran escritor latinoamericano

repasemos algo de su gran legado: 

sus útiles  consejos para quienes 

se inician en el arte narrativo.



Consejos a un joven novelista


Mario Vargas Llosa

👉Sólo quien entra en literatura como se entra en religión, dispuesto a dedicar a esa vocación su tiempo, su energía, su esfuerzo, está en condiciones de llegar a ser verdaderamente un escritor y escribir una obra que lo trascienda.

👉No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.

👉La literatura es lo mejor que se ha inventado para defenderse contra el infortunio.

👉En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligado a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario.

👉La ficción es, por definición, una impostura -una realidad que no es y sin embargo finge serlo- y toda novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende exclusivamente del empleo eficaz de unas técnicas de ilusionismo y prestidigitación semejantes a las de los magos de los circos o teatros.

👉En esto consiste la autenticidad o sinceridad del novelista: en aceptar sus propios demonios y en servirlos a la medida de sus fuerzas.

👉El novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos o temas de una manera racional, porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico y lo más probable es que, por ello, sea también un mal novelista (aunque alcance el éxito: las listas de bestsellers están llenas de muy malos novelistas).

👉La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta.

👉La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir.

👉La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.

👉La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.

👉Para contar por escrito una historia, todo novelista inventa a un narrador, su representante o plenipotenciario en la ficción, él mismo una ficción, pues, como los otros personajes a los que va a contar, está hecho de palabras y sólo vive por y para esa novela.

👉El de las novelas es un tiempo construido a partir del tiempo psicológico, no del cronológico, un tiempo subjetivo al que la artesanía del novelista da apariencia de objetividad, consiguiendo de este modo que su novela tome distancia y diferencie del mundo real.

👉Lo importante es saber que en toda novela hay un punto de vista espacial, otro temporal y otro de nivel de realidad, y que, aunque muchas veces no sea muy notorio, los tres son esencialmente autónomos, diferentes uno de otro, y que de la manera como ellos se armonizan y combinan resulta aquella coherencia interna que es el poder de persuasión de una novela.

👉Si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Normas sobre los números y las cifras en la escritura literaria. ¡Muy útiles!

Después de un paréntesis por ocupaciones académicas, volvemos con tips y notas de interés.


De  "Literautas, tu escuela de escritura" y el blog" Reglas de escritura", copio las siguientes normas sobre los números y las cifras en escritura literaria. ¡Muy útiles!

 

Los números cardinales

Cuando escribimos una obra literaria o un texto no técnico, la R.A.E. nos recomienda que escribamos los números cardinales con letras, a no ser que se trate de un número muy complejo. Es decir, se escribirán con letras aquellos números que puedan expresarse en tres palabras o menos:

María tiene cuarenta años, ha escrito cuatro novelas y es profesora. En su clase hay treinta y tres alumnos, a los que les ha dicho un millón de veces que tienen que portarse bien.

Por otro lado, cuando el número a escribir es más largo o complejo, se escribirá con cifras:

María vive en un pueblo de 25 957 habitantes y cobra 1859 euros al mes.

OJO: no sé si os habéis fijado, pero los números del último ejemplo no llevan un punto o una coma separando los millares (25.957 o 1.859). Sé que resulta extraño, pero la nueva normativa de la R.A.E. dice que los números de cuatro cifras NO llevarán separación (1859) y los números de cinco cifras o más NO llevarán ni puntos ni comas, sino una separación (25 957 o 1 343 392).

 

Siempre con cifras

Hay algunos casos en los que siempre hay que escribir en cifra y no en letra, como el caso de los porcentajes superiores a diez:

El 94% de los niños ha traído los deberes hechos.

Los porcentajes menores pueden escribirse con letras o con números, según prefiera el escritor, siendo siempre más recomendable para una novela la escritura en letras:

El seis por ciento de los niños no ha traído los deberes.

Otra excepción que se escribe siempre con una cifra es la de los números que van después del sustantivo al que se refieren:

María va por la página 3 del libro y duerme en la habitación 130 del hotel.

Mezcla de cifras y letras

La R.A.E. nos recomienda que, al menos en la escritura de ficción (novela, relato, etc.), procuremos NO mezclar en un mismo enunciado cifras por un lado y números escritos con letra por otro. Es decir, que si tenemos en el mismo párrafo o en dos párrafos próximos un número sencillo y otro complejo, es mejor escribirlo todo con números:

María tiene 40 años, ha escrito 4 novelas y cobra 1859 euros al mes.

Las fechas

Lo normal, incluso para obras literarias, es escribirlas con cifras de la siguiente manera:

“María nació el 28 de octubre de 1975.

OJO: el año va sin punto de separación, como vimos antes que se hacía para la representación de los números de cuatro cifras.

Las horas

En textos literarios, es mejor que procuremos escribir siempre la hora con letras:

María salió del trabajo a las cinco menos diez porque había quedado con Pedro a las cinco y cuarto.

Los ordinales

Por último, me gustaría hacer mención a los ordinales, que en una obra literaria se escribirán siempre con letras:

María vive en un primer piso y está escribiendo su quinta novela.

OJO: recordad que utilizar treceavo, catorceavo, quinceavo, veinteavo… como ordinales es un error. Un treceavo equivale a uno dividido entre trece, y no al lugar número 13. La forma correcta es decimotercero/a o decimotercer/a

 


jueves, 9 de enero de 2025

Me gustaría saber qué es una esmeralda... de John Hoyos

 


Me gustaría saber qué es una esmeralda...

Encontrarla en la hoja leve después de la tempestad,

en el croar de la rana.

Verla trepar, enrredadera, por los viejos balcones.

Olerla cual musgo de pesebre antaño. Mirar cómo sobrevive entre el bloque de la muralla.

Pensar en ese grillo que traerá la suerte.


Me gustaría saber qué es una esmeralda...

Verla en la cara negra de un minero, 

en la esperanza de una lavadora de río,

en los árboles que se aferran a la montaña.


Me gustaría saber qué es una esmeralda... 

Como las de Muzo, Coscuez y Somondoco.

Me gustaría perderme en el verde imposible de una esmeralda,

en la esmeralda imposible de tus ojos.