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"Vecinas del cuento" reúne relatos de siete autoras de Manizales. El libro fue publicado por Editorial Raya y ganó el Programa de Estímulos para Proyectos Culturales y Artísticos de la Alcaldía de Manizales. Hoy publicamos uno de los cuentos de este libro.
- El
libro "Vecinas del cuento" incluye obras de Judy Ramírez, Luz
Adriana Suárez, Marta Lucía Londoño, Cristina Botero, Beatriz Elena
Santander, Olga Lucía Jaramillo-Galu, y María Elena Jiménez.
«Perro apaleado», un cuento de Beatriz Elena Santander
Mejía
25 de octubre de 2025
El capataz ordenó, mientras se fumaba un cigarrillo: Se
irán los mayores de sesenta esta misma tarde, ya saben quiénes son. Se oyó
con una voz nerviosa que luchaba por no perder el tono autoritario. Ramón solo
pensó en que se le iba de entre las manos el sueño de comprarle la casa a su
mujer.
Más tarde, la hermana de Ramón lo llamó para pedirle que se
cuidara del virus mortal, que el gobierno ordenaba el confinamiento. Su voz
chillona, casi histérica, le molestó. Cuando intentó responderle y preguntarle
por Fifí, un hilo de amargura se le enredó en la garganta, como un mal augurio.
Ella, que nunca le ofreció ningún gesto de cariño, parecía activar un mecanismo
de compasión secreto por su único hermano vivo. Le pidió, casi le rogó, que no
saliera a la calle, que los viejos tenían mayor riesgo de contagio. Además,
usted es muy vicioso. Él pensó en decirle que ya no fumaba ni bebía,
pero no se animó.
Tres años antes, Ramón había perdido la casa y a la mujer
por deudas de juego, pero su hermana no lo sabía. Tranquila, que me voy
a cuidar. Colgó tembloroso el teléfono, sin entender aún todo lo que
le había pasado.
Oscureció temprano, como si el miedo colectivo precipitara
los ritmos del día. En la calle se escuchaba un zumbido. Ramón entró en una
droguería a comprar un tapabocas, se lo puso y sintió el primer pánico. En el
televisor de la farmacia, un noticiero mostraba imágenes de una ciudad italiana
donde transportaban en camiones a miles de muertos hacia tumbas colectivas. Le
aterró pensar que el fin del mundo era una realidad, y al mismo tiempo se
alegró de liberarse de las deudas.
Al día siguiente, la dueña de la pensión les advirtió a sus
huéspedes que, en vista de la situación de encierro obligatorio, les exigía el
pago adelantado de la mensualidad. Los que tengan a dónde
ir, es mejor que se vayan, aquí ya hay mucha gente, dijo desafiante
levantando la cabeza. Se hizo un silencio profundo y de pronto una
verdulera de rostro congestionado gritó: No estaríamos aquí si
tuviéramos a dónde ir. Nadie más alzó la voz, solo sonaba el
noticiero.
Usted sabe que nos han mandado a todos a guardarnos y sin
paga, se animó airado Ramón. La dueña de la pensión suspiró y,
agitando los brazos, dijo: Eso, Ramón, no es problema mío, aquí no
caben los que no estén al día. Luego siguieron protestas y cuchicheos
convertidos en una masa espesa de voces agrias.
Ramón decidió volver al trabajo al día siguiente, con el
tapabocas puesto. Encontró el taller cerrado, pero dentro se escuchaban los
motores de los soldadores y esmeriles. Golpeó el portón, nadie atendió y se
sentó a esperar la hora del café. Al rato empezaron a salir jóvenes con
delantales de hule. Lo saludaron con gestos y se sentaron junto a él a fumar.
Ramón entró al taller, buscó al capataz. Subió nervioso el
mezanine y se encontró con una cabeza blanca de rostro curtido. El hombre
revisaba papeles recostado en su silla. Le lanzó una mirada de soslayo: ¿Qué
quiere, Osorio? Trabajar, respondió Ramón. Usted es un anciano. Si
todavía tengo jóvenes aquí, es porque solo ellos lo pueden hacer, le dijo
el capataz. ¿Y de qué voy a vivir? No tengo familia. Como si la
súplica le hubiera hecho reaccionar, el hombre dejó los papeles y levantó la
mirada por encima del hombro, mientras sacaba de su chaqueta una caja de
cigarrillos. Le ofreció uno. Ramón respondió con impaciencia, Ya no
fumo. El capataz encendió el suyo y dio la primera bocanada. Lo miró con
arrogancia. Dijo: Mire, Osorio, el día que seamos monjitas de la
caridad vuelva, por ahora no tengo nada más para decirle. Tiró el
cigarrillo y lo pisó con su bota de cuero. Se acercó a Ramón, que se disponía a
bajar las escaleras, le palmeó la espalda y agregó: Cuídese, hombre,
cuídese.
Ramón caminó lento y sin rumbo, como si la meditación lo
fuera a sacar de sus problemas. Circulaban muy pocos carros, algunos vendedores
ambulantes desafiaban la orden de confinamiento. Le llamó la atención la larga
fila con gente de mirada ansiosa en la puerta de un supermercado. ¿Iba en serio
lo de la pandemia? Se indignó, los pobres como él no podían encerrase hasta
nueva orden, y decidió seguir buscando la forma de sobrevivir.
Quiso pedirle a la dueña de la pensión que le fiara siquiera
un mes; le pagaría cuando todo se normalizara, pero recordó que ella conocía su
pasado.
A mediodía ya había caminado hasta las afueras de la ciudad.
Divisó el río de aguas ocre y una cuadrilla de hombres que sacaban material de
la orilla y llenaban bolsas de fique. Ramón preguntó, esperando otra negativa,
si había trabajo. Uno de ellos lo miró de arriba abajo, sorprendido de que un
hombre tan esmirriado fuera capaz de dedicarse a esa labor. Claro que
sí, se paga por bulto. ¿Tiene experiencia? No, respondió Ramón. Sus
ojos, empequeñecidos por la luz intensa, solo veían sombras. Su cabeza casi
calva, nariz aguileña y grande, acompañada de unos labios descarnados y una
barba de tres días, le daban el aspecto de un perro apaleado. El hombre le miró
las manos fuertes y callosas, y agregó: Si quiere empezar de una vez,
coja esa pala, que no tiene dueño.
Ramón logró que lo dejaran dormir en la enramada donde
guardaban los bultos. Se sintió agradecido, encontró trabajo y casa, más de lo
que esperaba. Cada día lograba llenar dos sacos de arena, y su exiguo ahorro le
permitía soñar con comprar una casa y pedirle a su mujer que regresara con él.
La mañana del domingo se despertó tarde y se sintió muy
cansado. Le dolía la cabeza y tenía algo de tos. Se quedó echado sobre los
costales que le servían de cama. Al atardecer fue al río por un poco de agua
para la sed que le quemaba las entrañas. Se sintió sin aliento para ir hasta el
hospital. La calentura la tenía en todo el cuerpo y decidió tirarse al río. Al
día siguiente fue incapaz de levantar la pala, la debilidad le ganaba a sus
fuerzas.
Cuando los areneros lo encontraron en ese estado, lo echaron
de allí y le tiraron un tapabocas al rostro. Se alejó arrastrando los pies. La
falta de aire comenzaba a molestarlo y creyó que no alcanzaría a llegar a
urgencias. El miedo a la muerte lo consumía, más que la fiebre. No quería morir
sin devolverle la casa a su mujer.
La ropa húmeda y sucia le pesaba. Intentaba orientarse hacia
el hospital donde alguna vez fue operado del apéndice, después creyó que era
mejor volver a la pensión y entregarle a la dueña el dinero que llevaba encima,
pero desechó la idea con rabia.
La tos le salía de los pulmones agotados. Recordó la llamada
de su hermana y pensó que no era tan perversa, que estaba arrepentida de su
abandono. Entró a una cafetería en busca de un teléfono y sacó del bolsillo del
pantalón la libretica donde tenía anotado su número. ¿Doris? Sí, ¿yo con
quién? Con Ramón. Es que estoy un poco enfermo, Ramón no pudo decirle
más. ¿Qué le pasa?,del otro lado se oía la voz
angustiada de la mujer y los ladridos de Fifí. Necesito ir a su casa,
es que no tengo a dónde ir. El silencio de su hermana se le clavó en
la mente afiebrada. ¿Y su casa y su esposa?,dijo ella impaciente. No
la tengo sino a usted… ¿Me recibe mientras me recupero?, atinó a decir.
Sí, claro, pero es que… es que… Fifí es muy delicadita…
El tendero lo amenazó con llamar a la policía si no se iba.
Ramón lo miró sin expresión, pero la rigidez de los músculos de las piernas
solo le sirvió para caer derrumbado sobre una silla. El delirio de la calentura
lo sumió en la ilusión de que volvía a su casa con una mujer que tenía un
hábito blanco, y que carecía de ojos. Diez minutos después recobró la
conciencia y le mostró al tendero la dirección de su hermana. Las sirenas le
aturdieron los oídos.
Un joven domicilio lo dejó en la entrada de la casa de su
hermana. Intentó rasguñar la madera de la puerta mientras le salía un
agónico Hermana, hermanita. Su cuerpo flotaba sin dolor. La
fiebre y la falta de aire lo vencieron. Se encontró en una casita rodeada de
jazmines que lo emborrachaban con su olor dulce y su esposa lo acariciaba.
Mientras, soltaba un último suspiro.
Beatriz Elena Santander Mejía
publicó el cuento «Perro apaleado» en la Antología Relata, de Mincultura, en
2022.
El libro Vecinas del cuento. Palabras con propósito.
Antología 2025 es una obra publicada por Raya Editorial, gracias al
apoyo ganado en el Programa de Estímulos para Proyectos Artísticos y Culturales
del municipio de Manizales.
“Vecinas del Cuento» es un proyecto que reúne a un grupo de
mujeres mayores de la ciudad de Manizales que dedican su retiro laboral a leer
y escribir literatura. Con una rica experiencia y una pasión por la cultura,
estas mujeres han creado una obra que captura la tradición y la memoria de su
comunidad, su ciudad, su país y otros mundos imaginados.
Vecinas del cuento. Palabras con propósito. Antología
2025.
Judy Ramírez Orozco, Cristina Botero Calderón, Martha Lucía
Londoño Carvajal, Beatriz Elena Santander Mejía, María Elena Jiménez Gómez, Luz
Adriana Suárez González, y Galu (Olga Lucía) Jaramillo Ochoa. Prólogo de Alejandra
Jaramillo Morales, miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.
Raya Editorial
Manizales, 2025
179 páginas
ISBN: 978-628-02-0112-2
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