domingo, 30 de octubre de 2022

Otro cuento de Claudia Piñeiro: Con las manos atadas

 Con las manos atadas

 

Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más gordo nos tumbó en el piso, nos sentó espalda con espalda y, con una soga, nos ató las manos, juntas, las de ella con las mías. Luego salió y cerró la puerta con llave. Nos quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando los libros contra el piso.

La escribana estaba muy asustada, no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos. Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba, terminaba haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.

Del otro lado de la puerta se oyó el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.

—¿Y eso? —dije.

—Están meando, Gutiérrez —me contestó la escribana.

—Mientras no sea sobre el protocolo…

—¡Me importa un carajo el protocolo, Gutiérrez!

La escribana es mal hablada. Una pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Aunque yo no tengo hijos me lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran sobre el protocolo. Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este lugar. El tío de la escribana me lo enseñó.

El Doctor Azcona, el escribano. Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio, certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma, uno podía quedarse tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los bifes no entiende nada. El Doctor Azcona no tenía hijos. Aunque, en realidad, a mí siempre me trató como a uno. Yo creo que fue para agradecerle lo que hizo por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar como tres o cuatro veces. Estoy convencido de que por esa carrera me terminé separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, ella se sintió sola y se terminó yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una mujer. Además, siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano, que era lo que yo realmente quería. El Doctor estaba orgulloso de mí. Siempre me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen. pero nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno. Me acuerdo que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador del poder por el que le dejaba todo a ella, fue como si me hubieran tirado un balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro me equivoqué tres veces, tuve que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el libro.

 «Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez», me había dicho Mirta riéndose, mientras yo salivaba.

Se escuchó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse, y luego un silencio.

—Se fueron…

—¿A usted lo espera alguien, Gutiérrez?

—No… yo soy solo… me separé hace un tiempo.

—Entonces, si no hacemos algo, hasta mañana no nos encuentra nadie.

Intentamos sacarnos la soga, pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos, más se ajustaba el nudo.

La escribana giró sus piernas hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré por sobre mi hombro. Alcanzaba a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo complicado: «Gutiérrez, no me venga con problemas. Soluciónelo y cuando lo tenga resuelto me viene a ver». Era evidente que ella no era escribana de raza. Esa chica se metió en la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara con el de la cartera.

—Yo no puedo creer que tenga que pasar la noche acá…

—Por qué no se tranquiliza y trata de descansar…

—¡Gutiérrez, ¿a usted le parece que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome todo el tiempo!

Se le fue la mano. A medida que el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su cabeza sobre mi hombro y la dejó caer hacia atrás.

 

—Apóyese tranquila, escribana, que yo no tengo nada de sueño —le dije, pero no me oyó porque ya estaba dormida.

Se movía, apenas, y al hacerlo refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé para que ella calzara mejor. Tenía puesto el perfume que usa siempre, aunque esta vez parecía mucho más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero me mareaba sentirlo tan cerca. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice. Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.

—Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado así podemos dormir mejor?

—Como usted diga, escribana.

Nos dejamos caer hacia su derecha y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre mi cintura. Se acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el nudo mientras camino. Yo camino bastante, treinta cuadras por día. Le saqué el zapato que le quedaba puesto y le froté la planta del pie. Pensé que podía tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella. Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la llamaban a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola. La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente, sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro de mí solo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara, que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Entonces, cuando sentía un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, aunque enseguida se durmió otra vez. Yo también me dormí.

Cuando Mirta entró a la mañana siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta otra vez, pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una fuerza que no solo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al encargado del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La escribana se quejó de sus brazos entumecidos, creo que yo también los tenía entumecidos. Y de inmediato le pidió a Mirta que se comunicara con la policía mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe de haber llamado a un hombre, le pidió que viniera a buscarla. Yo la espiaba mientras juntaba papeles orinados del piso. La escribana tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y el maquillaje se le había corrido. Me quedé mirándola.

—¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué no se va a dar una ducha y a descansar un poco?

Me puse colorado. Bajé la vista y me encontré con mi pantalón manchado por una humedad espesa. Agarré la carpeta de la «Sucesión Martín Cabrera» que estaba sobre el escritorio y la puse delante de mí, a esa altura. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.

—Andá tranquilo, Jorge, que yo me ocupo de todo —dijo Mirta—. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir en pie.

La escribana se fue apenas le avisaron que estaban esperándola abajo. Yo también; unos minutos después tomé mi sobretodo y me fui.

El ascensor olía a ella.

 

 

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