viernes, 26 de agosto de 2022

Un cuento del máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo: Etkar Keret

La historia del conductor de autobús que quería ser Dios 

Etgar Keret*. (Del libro Pizzería Kamikaze).


Esta es la historia de un conductor de autobús que nunca se avenía a abrir la 
puerta a los que llegaban tarde. Este chófer no estaba dispuesto a abrirle la puerta 
a nadie: ni a los introvertidos chicos del instituto que corrían en paralelo 
lanzándole unas miradas de lo más tristes ni tampoco, por supuesto, a las 
personas nerviosas que, envueltas en bastos anoraks, golpeaban enérgicamente 
la puerta como si hubieran llegado a tiempo y fuera él quien se estuviera 
comportando inadecuadamente, ni tan siquiera a las viejas cargadas con bolsas 
de papel marrón llenas a reventar de víveres que agitaban una mano temblorosa 
haciéndole señas. Y no era por maldad por lo que no les abría la puerta, porque 
en ese conductor no había ni el más mínimo atisbo de maldad, sino por ideología. 
La ideología del conductor decía que si, supongamos, el retraso sufrido por dejar 
montar a alguien era de aproximadamente medio minuto y la persona que se 
quedaba en tierra fuera del autobús perdía por eso un cuarto de hora de su vida, a 
pesar de todo seguía siendo más justo para la sociedad no abrirle la puerta, 
porque ese medio minuto lo perdía cada uno de los pasajeros del autobús; y si, 
supongamos, en el autobús había sesenta personas que no le habían hecho nada 
a nadie y que habían llegado a su parada a tiempo, en conjunto perderían media 
hora, que es el doble de un cuarto. Ésa era la única razón por la que nunca abría 
la puerta. Sabía que los pasajeros no tenían ni idea de que ésa fuera la razón, y 
que tampoco la conocían los que corrían tras de él haciéndole señas para que les 
abriera. Sabía también que la mayoría se limitaba a considerarlo un tarado, y lo 
cierto era que para él habría sido pero que muchísimo más fácil dejarlos montar y 
recibir de ellos agradecimientos y sonrisas. Sólo que, si tenía que elegir entre unos 
agradecimientos, unas sonrisas y el bien común, al conductor no le cabía la menor 
duda de que prefería el bien común. 
La persona que supuestamente más debía sufrir la ideología del conductor se
llamaba Adi, sólo que él, al contrario que las demás personas de esta historia, ni
siquiera intentaba correr tras el autobús, de puro vago que era y de lo
desesperado que estaba. El tal Adi era ayudante de cocina en un pub-restaurante
llamado Boca-Dos, el juego de palabras más logrado que su estúpido propietario
había sido capaz de encontrar. La comida de aquel sitio no era nada del otro
mundo, pero lo cierto es que Adi era una persona muy maja, tan maja que, a
veces, cuando le salía un plato especialmente poco logrado, lo servía él en
persona a la mesa que correspondiera y pedía disculpas. Fue durante una de esas
disculpas cuando encontró la felicidad, o, por lo menos, la posibilidad de ser feliz,
en la forma de una chica tan encantadora que intentó terminarse hasta el último
trozo del rosbif que Adi le había preparado para que él no se sintiera mal. Y eso
que la chica no quiso decirle cómo se llamaba ni darle su número de teléfono,
aunque fue lo suficientemente dulce como para acceder a quedar con él al día
siguiente, a las cinco, en un lugar fijado de antemano, en el delfinario, para ser
más exactos.
Adi tenía una enfermedad, una enfermedad que le había hecho perderse varias
cosas en la vida. No era esa clase de enfermedades que hacen que se te inflamen
las amígdalas o cosas por el estilo, pero aun así le había causado a Adi mucho
daño. La enfermedad esa hacía que Adi durmiera siempre diez minutos de más, y
no había despertador que pudiera con ello. Por su culpa también llegaba todos los
días tarde al trabajo en el Boca-Dos, por su culpa y por culpa de nuestro
conductor, ese que prefería el bien común a los elogios y las buenas palabras que
pudieran dedicarle. Sólo que, en esta ocasión, como se trataba de la felicidad, Adi
decidió vencer la enfermedad y, en lugar de dormir la siesta, permanecer despierto
viendo la tele. Para más seguridad, esta vez quiso ser tajante y se puso no un reloj
sino tres, y además llamó al servicio de despertador telefónico. Pero la
enfermedad esa era incurable, y Adi se quedó dormido como un bebé frente al
canal infantil para despertarse completamente bañado en sudor en medio del
ensordecedor alarido de un trillón de relojes con diez minutos de retraso. Adi salió a la calle con la ropa con la que había dormido y echó a correr en dirección a la
parada del autobús. Ya no recordaba lo que era correr, así que los pies se
armaban un poco de lío cada vez que dejaban la acera. La última vez que había
corrido en su vida había sido antes de descubrir que uno se podía escapar de la
clase de gimnasia, y eso fue más o menos en sexto, sólo que, al contrario que en
aquellas clases de gimnasia, esta vez corría con todas sus fuerzas, porque ahora
tenía algo que perder, de manera que tanto los dolores que sentía en el pecho
como los pitidos debidos a los cigarrillos Noblesse le parecían una nimiedad en
medio de su carrera en pos de la felicidad. En realidad, todo le parecía una
nimiedad, excepto nuestro conductor, que acababa de cerrar la puerta y
empezaba a alejarse de la parada. El conductor vio a Adi por el espejo retrovisor,
pero, como ya se ha dicho, tenía una ideología; una ideología muy lógica que más
que nada se basaba en la búsqueda de la justicia y la equidad más simples. Sólo
que a Adi poco le importaba esa equidad la primera vez en la vida en que de
verdad quería llegar a tiempo a un sitio, y por eso siguió corriendo tras el autobús,
a pesar de que no tenía posibilidad alguna de alcanzarlo. Pero, repentinamente, la
suerte de Adi decidió acudir en su ayuda, aunque sólo a medias, porque cien
metros después de la parada había un semáforo, y éste, un segundo antes de que
el autobús llegara, se puso en rojo. Adi consiguió alcanzar el autobús y arrastrarse
hasta la puerta del conductor. Ni siquiera golpeó el cristal, por falta de fuerzas,
sino que se limitó a mirar al conductor con los ojos húmedos y se hincó de rodillas,
resollando en medio de su asfixia. Eso le recordó al conductor algo de hacía
mucho tiempo, cuando todavía no quería ser conductor de autobús, sino que
quería ser Dios. Ese recuerdo era un poco triste, porque al final el conductor no
pudo ser Dios, aunque también era alegre, porque había llegado a ser conductor
de autobús, que era la segunda cosa que más deseaba ser. Y de repente el
conductor se acordó de aquel tiempo en que se había prometido que, si finalmente
llegaba a ser Dios, sería clemente y misericordioso y escucharía a todas sus
criaturas, así que, cuando desde las alturas de su asiento-trono de chófer vio a Adi
arrodillado en el asfalto, ya no pudo más y, a pesar de todas sus ideologías y de sus ansias de equidad, le abrió la puerta. Entonces Adi subió y ni siquiera le dio
las gracias porque estaba sin aliento.
Llegados a este punto, lo mejor que se podría hacer sería dejar de seguir leyendo
esta historia, porque, a pesar de que Adi llegó a tiempo al delfinario, al final no
pudo alcanzar la felicidad, por la sencilla razón de que la chica ya tenía novio. Sólo
que, como era tan maja, no le había parecido correcto decírselo a Adi, y había
preferido darle plantón. Adi la estuvo esperando durante casi dos horas en el
banco donde habían quedado. En el tiempo que estuvo allí sentado le pasaron por
la mente todo tipo de pensamientos deprimentes sobre la vida y después se quedó
mirando la puesta de sol, que resultó relativamente bonita, mientras se imaginaba
las agujetas que tendría al cabo de un rato. En el camino de vuelta, cuando
realmente se moría ya de ganas de llegar a casa, vio a lo lejos el autobús que se
detenía en la parada para soltar a un grupo de pasajeros, y supo que, aunque
todavía le quedaran fuerzas y ganas, jamás conseguiría alcanzarlo. Así que siguió
andando despacio, sintiendo un millón de músculos cansados a cada paso, y,
cuando finalmente llegó a la parada, vio que el autobús seguía allí, esperándolo.
Porque el conductor, a pesar de los murmullos de enojo y de las quejas airadas de
los pasajeros, esperó a que Adi montara y no pisó el pedal del acelerador hasta
que aquél hubo encontrado asiento. Y, cuando arrancaron, le guiñó el ojo a Adi
con tristeza a través del espejo retrovisor, haciendo que todo aquel asunto se
convirtiera para él en algo casi soportable.

*Etgar Keret es un escritor de cuentos cortos, guionista de televisión y director de
cine israelí, considerado el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo,
por su empleo del lenguaje corriente

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