viernes, 24 de junio de 2022

Cuento RIFIFÍ PARA NOVIOS. Giorgio Scerbanenco

 

Rififí para novios

 

 

Berto Valnez sujetaba a su enorme lobo siberiano de una trailla: unacadena de acero. El lobo se llamaba «Stalingrado». Era prácticamente una bestia feroz, aunque estuviera clasificado como perro. Conocía sólo a Berto y a un par más de personas de la fábrica. A todos los demás estaba siempre dispuesto a destrozarlos si Berto no lo sujetara.

Eran las seis de la mañana, pero todavía estaba oscuro. Aún debía dar cuatro vueltas. Luego, a las siete, llegaría el guardián de día y lo relevaría. Con paciencia, aunque cansado, reanudó su monótono viaje. El gran establecimiento farmacéutico estaba compuesto de dos grandes edificios, uno de cuatro pisos, con los laboratorios y las oficinas, y otro, extendido horizontalmente, de una serie de naves, unidas unas a otras, con toda la maquinaria para la fabricación y envase de los productos.

 

Además de Berto Valnez, había otro guardián, sin perro, Lorio Aspasis, un viejo débil que hablaba un torinés cerradísimo, tanto que al propio Berto le costaba mucho comprenderlo. Se alternaban la vigilancia; una vez Lorio inspeccionaba las naves mientras Berto atendía a las oficinas, y luego a la inversa. Había entre las dos construcciones cerca de unos treinta relojes de control. Una vuelta entera al edificio requería por lo menos veinte minutos, y con «Stalingrado» que tiraba desesperadamente de la cadena como si arrastrase un trineo con seis personas, el paseo era todavía más fatigoso.

A las seis y cuarto, Berto estaba en el cuarto piso de la construcción de las oficinas. Marcó en el reloj de control del piso y se dirigió inmediatamente a la puerta blindada del número 10. Esta puerta daba a la habitación más celosamente reservada del establecimiento, la emme di, el almacén de drogas. Aunque no se veía cable alguno o ingenio cualquiera —era una puerta absolutamente igual que las demás—, bastaba tocar el tirador, o intentar forzar la puerta lo más mínimo para que se pusiera en acción la señal de alarma, directamente también en la comisaría, y en cuatro minutos comparecía íntegro el comando antidroga de la policía.

            Todas estas precauciones se habían tomado porque en el interior del almacén había una caja fuerte con mayores riquezas que las que pudiese guardar el más rico joyero de Turín. Había kilos de morfina y sus derivados, opio puro y opiáceos, anfetamínicos de gran potencia y también alucinógenos de diverso tipo, entre ellos el LSD. Algunos de estos alucinógenos se vendían en el mercado negro hasta cien mil liras el gramo. En comparación con ellos el oro se convertía en un metal para pobres.

En la pared vecina a la puerta del emme estaban encendidas tres luces, lastres azules. Esto quería decir que todo iba bien. La primera luz indicaba que el grupo electrógeno, en el interior del almacén, no había sido tocado. En efecto, los ladrones podrían cortar los hilos de la corriente que suministraba energía a todo el establecimiento, de manera que impidiesen el funcionamiento de la señal de la alarma, pero esto no podía suceder porque el grupo electrógeno proporcionaría energía autónoma, aunque se cortaran todos los cables. La segunda luz indicaba que el sistema de alarma encerrado en la caja fuerte funcionaba con regularidad. También estaba provisto de un reloj con un rollo de papel que se detenía instantáneamente apenas alguien intentaba forzar la caja. La tercera luz era el super control, o la prueba del nueve: si el generador se averiaba o la alarma de la caja no funcionaba bien, la lámpara azul cambiaba el color por el rojo. Todo estaba en orden: esto es lo que vio Berto al controlar las tres lámparas de suave luz azul. Mientras tanto «Stalingrado» tiraba de la traílla, gruñía y resoplaba porque quería salir afuera.

Berto descendió al entresuelo y se encontró con Lorio en el patio. Había terminado la inspección de las naves y se disponía a relevarlo para visitar la construcción de las oficinas. Fumaron un cigarrillo al aire frío que los desveló un poco. 

—Me gustaría saber cómo te las arreglarás cuando tengas que pasar la noche de bodas, si sigues siendo guardián de noche —dijo Lorio—. Era la acostumbrada broma que dedicaba a su compañero cuando supo que Berto se casaba. —Podrías pedirle al jefe de personal que la noche de bodas te deje traer aquí a tu mujer, a la oficina del director en la que hay un diván de casi tres plazas. Así, un rato haces la guardia con «Stalingrado» y otro rato haces de marido. 

—Basta ya. Era siempre la misma broma. Lo odiaba. Por lo demás, había días que lo odiaba todo y a todos, incluso a Evelina. A las siete menos diez llegó el vigilante de tumo y Berto se fue a su casa a dormir. Vivía con su madre. No durmió nada, ni siquiera un minuto. A la una se levantó. Su madre le había preparado las fetuccini con el tocino, pero él no comió nada.

 —¿No te encuentras bien? 

—Estoy muy bien. Sólo un poco nervioso. Esperó hasta las dos. A las dos, puntualísima, llegó Evelina.

 

Era domingo, y el domingo él y Evelina iban a ver su casa. Era una construcción muy grande, que no tenía nada de grupo cuartel, ni siquiera a doscientos metros de la casa de la madre de él. En torno había un gran prado vallado, con algunos arbolillos, con columpios, de todas clases y otros artilugios para que jueguen los niños. Parecía una construcción para ricos y estaban orgullosos de ella. Él, desde hacía algún tiempo sentía ansiedad y angustia.

Atravesaron el jardín en aquel nublado día de diciembre. Entraron en el ascensor —aquella casa tenía incluso ascensor— y subieron hasta el cuarto piso, avanzaron por el corredor hasta la cuarta puerta en la que ya figuraba la tarjeta con el apellido de él: Valnez. Tenían las llaves, señal de propiedad, porque aquel piso era suyo, lo habían comprado, a plazos, pero comprado.

Entraron y cerraron la puerta. El piso estaba completamente vacío. Del techo colgaban los cables de la luz, pero sin bombilla ni portalámparas. No había mueble alguno en ninguna de las tres habitaciones, ni siquiera una silla. Los cristales tenían pintada aún la gran S dibujada con el yeso de los estucadores que habían dejado listas ya las habitaciones. Recorrieron en silencio su casa, y sus pasos resonaban en el vacío. Comprobaron si en la cocina había agua caliente. La había. Estaba encendido asimismo el termosifón. También en el cuarto de baño examinaron los grifos del agua. Todo funcionaba bien. Luego se dirigieron a la habitación que sería su alcoba. Estaban al aire los hilos para colocar las lámparas que irían sobre las mesillas de noche. Se sentaron en el suelo, en el lugar donde colocarían el lecho. Cada domingo hacían lo mismo. 

—¿Por qué no hablas? —le preguntó ella. —Ah, si quieres que hable, hablaré en seguida. —Berto encendió uncigarrillo—. No tengo una lira. He estado revolviendo cielo y tierra durante dos días. La Caja de Préstamos no me da una lira porque dice que no ofrezco garantías, y además añaden que tengo un oficio peligroso, de vigilante nocturno. Los ladrones pueden matarme y luego les será difícil a ellos reembolsarse el préstamo reclamando a los herederos. En el banco casi me echaron a puntapiés. Ya me han concedido demasiado con la garantía de un piso tan pequeño y si no pago las próximas letras se quedarán con él. En la fábrica he pedido un préstamo, pero el administrador me lo ha negado. No hay nada que hacer, Evelina. Si nos casamos tendremos que dormir en el suelo, sin luz. Mi madre no te quiere en su casa porque te odia puesto que te llevas a su único hijo varón, y no puedo dormir contigo en el convento de las paulinas, porque las hermanas no lo querrían. Ella le tomó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Dijo pensativa y apasionada:

 —Nos bastaría un colchón, un colchón y una bombilla. El viernes, cuando cobre, yo lo compraré. 

—Sí, realmente, bastaría un colchón —replicó Berto amargamente—. Un colchón, una bombilla y acaso también una silla. Yo diría que también una mesa. Acaso, no obstante, podamos ahorrarnos la mesa y sea posible comer en el suelo, pero, por lo menos, necesitamos los cubiertos y los platos. La sopa, por ejemplo, no podemos tomarla con las manos… —Se encogió de hombros—. Evelina, es inútil hacerse ilusiones: tendremos que aplazar las amonestaciones. No podremos casarnos dentro de una semana. Tal vez ni siquiera dentro de un mes. Hemos gastado todos nuestros ahorros para comprar en parte esta casa porque todavía tenemos que pagar seis millones, y me gustaría ver dónde los encontramos. De manera que el resultado es que ya no tenemos dinero y que esta casa no es todavía nuestra y a saber si nunca lo será.

Evelina lo besó para hacerlo callar. Ella esperaba, esperaba siempre, acaso en un milagro.

El café cerca de la empresa, donde solía pasar media hora antes de reanudar el servicio, porque a las nueve acompañaba a Evelina a las beatas paulinas y él hasta las diez no tenía nada que hacer. Las acostumbradas caras, el dueño detrás de la caja, nervioso porque el local estaba vacío, el joven camarero que hojeaba una revista sólo para hombres y así, de vez en cuando, le venía un tic en el ojo derecho, los dos acostumbrados mocosos que jugaban al millón con el cigarrillo en los labios y un ojo cerrado para evitar el humo que les subía a la cara. Luego Giovanni, llamado Hijo de Mamá, que estaba sentado a una mesa con una jarra de cerveza, y con los naipes se ejercitaba en hacer trampas, porque no era tipo para hacer solitarios. Y fue el Hijo de Mamá quien se levantó llevando en las manos la baraja yla jarra de cerveza y fue a sentarse a su mesa. 

—Hola, Berto. ¿Qué tal te va? 

—Muy bien —repuso Berto, moviendo la cucharilla en la vacía taza decafé. 

—Estoy contento —continuó Hijo de Mamá, socarrón—. Me ha dicho un pajarito que para casarte no te iría mal un millón. 

—¿Por qué? ¿Tienes la intención de dármelo? 

—Precisamente. Mira esto. —Comenzó a colocar los naipes sobre la mesa —. Tú trabajas en una empresa farmacéutica, a pocos centenares de metros de aquí. Estas cuatro cartas, una después de otra, son los cuatro pisos del edificio de las oficinas. He sabido por casualidad que en el cuarto piso hay una habitación especial. Se llama emme di, almacén de drogas. Como verás, estoy bien informado. Luego he sabido también que en esa habitación hay una caja fuerte que no contiene oro ni brillantes, sino algo mejor: drogas. 

—¿Y qué? —preguntó Berto entornando los ojos y acomodándose mejor contra el respaldo de la silla. 

—Admitamos entonces que alguien quiera entrar en esta estancia emme di diez y se llevase lo que hay en la caja. La cosa es muy difícil, ¿no crees? Hay un guardián con un lobo siberiano que da miedo sólo verlo, y, por si fuera poco, otro guardián, los dos armados y dispuestos a disparar. Pero admitamos que este alguien pueda neutralizar a los vigilantes y llegar ante la puerta diez. Todavía no ha pensado nada. Apenas toca el tirador de la puerta o trata de trabajar ésta, suenan todos los timbres y a los pocos minutos comparece la policía. Es inútil cortar los cables de la corriente, porque las señales de alarmade la puerta diez están conectadas con un grupo electrógeno autónomo que hay en esa habitación. Ese alguien sólo tiene un medio.

Berto seguía mirando su taza de café vacía. Sentía curiosidad por saber qué medio era ese. 

—Tú sabes que cerca de la puerta diez está la boca de la manguera contraincendios. Esta boca ha sido excavada en la pared que da a la habitación emme di, de manera que el muro, en ese lugar, resulta de un espesor mínimo y con pocos golpes se puede abrir un buen agujero. A través de este agujero se hace pasar a un chico flaco que entra en la habitación diez y apaga el grupo electrógeno. Abrir luego la puerta es cosa de juego. Y abrir después la caja es sólo cuestión de nitroglicerina y ese alguien, con sus amigos, se lleva todos los hermosos polvitos y frasquitos que hay en la caja.

Berto no dijo nada, pero Hijo de Mamá continuó tranquilamente: 

—Claro está que ese alguien no conseguirá nada si no tiene la ayuda deuno de los vigilantes, por ejemplo, el que lleva el perro. Ese alguien podría, por ejemplo, dar al vigilante una botella con cloroformo y un poco de algodón. A la hora convenida, el vigilante pone el algodón con cloroformo en las narices del perro, y así durante media hora no hay temor de que ladre. Luego ese alguien entra con sus amigos, inmovilizan al otro vigilante, siempre con el cloroformo, sube al cuarto piso, y trabajo hecho.

Berto dejó sobre la mesa las cincuenta liras para pagar el café. 

—¿Tienes algo más que decir? —preguntó a Hijo de Mamá. 

—Sí, ¿ves este sobre? —Sacó del bolsillo un sobre bien repleto—. En realidad, no está muy hinchado, pero en él hay medio millón, cincuenta billetes de diez mil —y con discreción, para que los clientes del café no lo viesen, se lo mostró—. Son un buen adelanto para amueblar el piso de unos novios. Pero esto es nada. Apenas hayamos dado el golpe, te daré otro millón y medio. Piénsalo. Mañana volveré por aquí.

 

A las dos de la madrugada del día convenido, «Stalingrado», después de haber gruñido ligeramente bajo el algodón empapado en cloroformo, se arrodilló primero en tierra como un toro moribundo y luego se dejó caer de lado. Berto tenía en el bolsillo el sobre con el medio millón, arrastró al animal a un oscuro rincón del patio y fue luego a abrir la puerta de entrada. Inmediatamente entraron Hijo de Mamá y otras dos personas, una de las cuales era un chiquillo que no tendría más de doce años. El mayor, con el algodón empapado en cloroformo, se dirigió a las naves, saltó sobre Lorio, el otro guardián, y lo durmió antes de que pudiese emitir el más pequeño gemido.

Luego Berto lo condujo al cuarto piso. Hijo de Mamá y los demás llevaron a cabo el plan establecido. Abrieron fácilmente un hueco en el lugar de la pared donde se hallaba la bomba contra incendios y el chiquillo penetró en la habitación diez. En aquel preciso momento Hijo de Mamá saltó sobre Berto y le aplicó el algodón con cloroformo. A pesar de un intento de reacción, Berto no pudo hacer nada y cayó fulminado por el sueño. Sonriendo, Hijo de Mamá le quitó del bolsillo el sobre con el medio millón. Siguió el rififí. El chiquillo desconectó el grupo electrógeno. 

—Hecho —dijo a sus compañeros que estaban afuera.

 

Berto, cuando se despertó, se encontró en el diván de tres plazas del despacho del director. Vio a su lado a un agente de policía. Además, la habitación estaba llena de policías, y también el director que le sonreía al ver que se despertaba. Había asimismo un hombre que le tomaba el pulso: debía de ser el médico. 

—¿Los han detenido? —preguntó Berto al agente. 

—A todos. 

—¿Cómo está «Stalingrado»? 

—Muy bien —repuso Lorio que aún tenía en los ojos un poco del sueño del cloroformo. 

—Tenemos también las quinientas mil liras que le dieron. Se las quitaron apenas se quedó dormido. 

—He de darle las gracias, señor Valnez —dijo el director acercándose—. Ha hecho usted que se capturase a la peor banda de la zona.

«Bueno —pensó Berto—. Gracias por las gracias».

 

 

Al día siguiente era domingo. Él y Evelina entraron en su casa. Controlaron el agua, abrieron un poco las ventanas, pero las cerraron pronto porque hacía frío y fueron a sentarse en el suelo, en la habitación destinada a alcoba. Él encendió un cigarrillo. 

—Mira esto —dijo. Sacó del bolsillo una cartulina doblada en dos. 

—¿Qué es? —preguntó Evelina. 

—Una tarjeta de compras para los grandes almacenes, garantizada por la empresa. Podemos gastar hasta medio millón… Pagaré en pequeños plazos.

De pronto ella vio en las estancias vacías germinar, como flores, medio millón en muebles: el lecho, la mesa, las sillas, un hermoso armario y las lámparas y los visillos de las ventanas. Pero comprendió también que no olvidaría nunca la dulzura de aquellas horas transcurridas sentada en el suelo, al lado de él.

Berto le puso una mano en la rodilla y sacudió la cabeza. 

—¡Qué estúpidos! —dijo—. ¿Cómo no pensaron que yo avisaría a la policía? ¿Cómo pudieron creer que yo les ayudaría?

 

 

 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario