Algo descuidada en esta situación de aislamiento social... disculpen
Ahora vamos a comenzar con unos cuentos a los cuales vamos a analizar desde su técnica. Por el momento voy a copiarlos y vamos a ir comentando de a poco o según los lectores quieran aportar.
Estos son los priemeros escogidos:
1. Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. Julio Cortázar
2. Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril. Haruki Murakami
3. LA CASA DE ASTERIÓN. JORGE LUIS BORGES
4. Carta a una señorita en París. Julio Cortázar
5. L HOMBRE QUE LLAMABA A TERESA. Ítalo Calvino
/ (En: La gran bonanza de las Antillas)
1. Preámbulo a las
instrucciones para dar cuerda al reloj
Julio Cortázar
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan
un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te
dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure
porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente
ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan
-no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil
y precario de tí mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que
atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu
muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj;
te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las
joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el
miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te
regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te
regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan
un reloj, tu eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
FIN
2. Sobre encontrarse a la
chica 100% perfecta una bella mañana de abril
Haruki Murakami
Una bella mañana de
abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me
crucé con la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de
ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las
marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de
los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”.
Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde
el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un
desierto. Quizá tú tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de
tobillos delgados, o grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena
razón te enloquecen las chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda.
Yo tengo mis propias preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me
descubro mirando a la chica de la mesa de al lado porque me gusta la forma de
su nariz.
Pero nadie puede asegurar que su chica 100%
perfecta corresponde a un tipo preconcebido. Por mucho que me gusten las
narices, no puedo recordar la forma de la de ella –ni siquiera si tenía una.
Todo lo que puedo recordar de forma segura es que no era una gran belleza.
Extraño.
–Ayer me crucé en la calle con la chica 100%
perfecta –le digo a alguien.
–¿Sí? –dice él– ¿Estaba guapa?
–No realmente.
–De tu tipo entonces.
–No lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de
ella, la forma de sus ojos o el tamaño de su pecho.
–Raro.
–Sí. Raro.
–Bueno, como sea –me dice ya aburrido–, ¿qué
hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
–Nah, sólo me crucé con ella en la calle.
Ella caminaba de este a oeste y yo de oeste a este.
Era una bella mañana de abril.
Ojalá hubiera hablado con ella. Media hora sería
suficiente: sólo para preguntarle acerca de ella misma, contarle algo acerca de
mí, y –lo que realmente me gustaría hacer– explicarle las complejidades del destino
que nos llevaron a cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una
bella mañana de abril de 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos,
como un antiguo reloj construido cuando la paz reinaba en el mundo.
Después de hablar, almorzaríamos en algún lugar,
quizá veríamos una película de Woody Allen, entrar en el bar de un hotel para
tomar unos cócteles. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.
La posibilidad toca en la puerta de mi corazón.
Ahora la distancia entre nosotros es de apenas 15
metros.
¿Cómo acercarme? ¿Qué debería decirle?
–Buenos días, señorita, ¿podría compartir conmigo
media hora para conversar?
Ridículo. Sonaría como un vendedor de seguros.
–Discúlpeme, ¿sabría usted si hay en el barrio
alguna lavandería 24 horas?
No, simplemente ridículo. No cargo nada que lavar,
¿quién me creería en una línea como esa?
Quizá simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú
eres la chica 100% perfecta para mí.
No, no se lo creería. Aunque lo dijera es posible
que no quisiera hablar conmigo. Perdóname, podría decir, es posible que yo sea
la chica 100% perfecta para ti, pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí.
Podría suceder, y de encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos,
jamás me recuperaría del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata
madurar.
Pasamos frente a una florería. Un tibio airecito
toca mi piel. La acera está húmeda y percibo el olor de las rosas. No puedo
hablar con ella. Ella trae un suéter blanco y en su mano derecha estruja un
sobre blanco con una sola estampilla. Así que ella le ha escrito una carta a
alguien, a juzgar por su mirada adormecida quizá pasó toda la noche
escribiendo. El sobre puede guardar todos sus secretos.
Doy algunas zancadas y giro: ella se pierde en la
multitud.
Ahora, por supuesto, sé exactamente qué tendría que
haberle dicho. Tendría que haber sido un largo discurso, pienso, demasiado
tarde como para decirlo ahora. Se me ocurren las ideas cuando ya no son
prácticas.
Bueno, no importa, hubiera empezado “Érase una vez”
y terminado con “Una historia triste, ¿no crees?”
Érase una vez un muchacho y una muchacha. El
muchacho tenía dieciocho y la muchacha dieciséis. Él no era notablemente
apuesto y ella no era especialmente bella. Eran solamente un ordinario muchacho
solitario y una ordinaria muchacha solitaria, como todos los demás. Pero ellos
creían con todo su corazón que en algún lugar del mundo vivía el muchacho 100%
perfecto y la muchacha 100% perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y
ese milagro sucedió.
Un día se encontraron en una esquina de la calle.
–Esto es maravilloso –dijo él–. Te he estado
buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero eres la chica 100%
perfecta para mí.
–Y tú –ella le respondió– eres el chico 100%
perfecto para mí, exactamente como te he imaginado en cada detalle. Es como un
sueño.
Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de
las manos y contaron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué
cosa maravillosa encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un
milagro, un milagro cósmico.
Sin embargo, mientras se sentaron y hablaron una
pequeña, pequeñísima astilla de duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien
si los sueños de uno se cumplen tan fácilmente?
Y así, tras una pausa en su conversación, el chico
le dijo a la chica: Vamos a probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los
amantes 100% perfectos, entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a
encontrar sin duda alguna y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100%
perfectos, nos casaremos ahí y entonces, ¿cómo ves?
–Sí –ella dijo– eso es exactamente lo que debemos
hacer.
Y así partieron, ella al este y él hacia el oeste.
Sin embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo
era absolutamente innecesaria, nunca debieron someterse a ella porque en verdad
eran el amante 100% perfecto el uno para el otro y era un milagro que se
hubieran conocido. Pero era imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran.
Las frías, indiferentes olas del destino procederían a agitarlos sin piedad.
Un invierno, ambos, el chico y la chica se
enfermaron de influenza, y tras pasar semanas entre la vida y la muerte,
perdieron toda memoria de los años primeros. Cuando despertaron sus cabezas
estaban vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
Eran dos jóvenes brillantes y determinados, a
través de esfuerzos continuos pudieron adquirir de nuevo el conocimiento y la
sensación que los calificaba para volver como miembros hechos y derechos de la
sociedad. Bendito el cielo, se convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar
de una línea del subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de
entrega especial en la oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron
otra vez el amor, a veces el 75% o aún el 85% del amor.
El tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta
y dos, la chica treinta.
Una bella mañana de abril, en búsqueda de una taza
de café para empezar el día, el chico caminaba de este a oeste, mientras que la
chica lo hacía de oeste a este, ambos a lo largo de la callecita del barrio de
Harajuku de Tokio. Pasaron uno al lado del otro justo en el centro de la calle.
El débil destello de sus memorias perdidas brilló tenue y breve en sus
corazones. Cada uno sintió retumbar su pecho. Y supieron:
Ella es la chica 100% perfecta para mí.
Él es el chico 100% perfecto para mí.
Pero el resplandor de sus recuerdos era tan débil y
sus pensamientos no tenían ya la claridad de hace catorce años. Sin una
palabra, se pasaron de largo, uno al otro, desapareciendo en la multitud. Para
siempre.
Una historia triste, ¿no crees?
Sí, eso es, eso es lo que tendría que haberle
dicho.
FIN
3. LA CASA DE ASTERIÓN
JORGE LUIS BORGES
Y la reina dio a luz un hijo
que se llamó Asterión
Apolodoro: Biblioteca, III, I.
Sé que me
acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que
no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es
infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato
de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como
no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay
una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un
prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví,
lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras
desconocidas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero
el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me
habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al
estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se
ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre, no puedo confundirme con
el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir
a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte
de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi
espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia
entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo
aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a
embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me
agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me
buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A
cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el
color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos, el que
prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: «Ahora volvemos a la encrucijada anterior» o «Ahora
desembocamos en otro patio» o «Bien decía yo que te gustaría la canaleta» o «Ahora
verás una cisterna que se llenó de arena» o «Ya verás cómo el
sótano se bifurca». A veces me
equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he
imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de
la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar.
No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son
infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño
del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios
con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he
visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión
de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los
templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo
que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión.
Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me
acuerdo.
Cada nueve años entran a la casa nueve hombres para que yo los libere de
todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro
alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen
sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveres
ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que
uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor
y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores
del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o
un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la
espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—.
El Minotauro apenas se defendió.
FIN
4. Carta a una señorita en
París.
Julio Cortázar
Andrée, yo no quería venirme a vivir a
su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien
porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más
finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda,
el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el
cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive
bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí
los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los
almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal
que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un
crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y
tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun
aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una
mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de
metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno
ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano,
donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en
medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los
contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el
instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el
juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento
de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo
acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara,
destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase
por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su
casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como
siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el
departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de
mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a
Buenos Aires y me lance a mí a
alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la
envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta
escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a
las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi
vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna
parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo
veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo
que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice
las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor.
Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito.
Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero
naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en
cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas,
guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o
hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo
reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para
no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y
estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a
vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y
espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia
de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo
instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a
un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y
perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero
blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo
la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber
nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración
silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano.
Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las
afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el
trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas,
envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo
dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que
compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo
piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba
a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la
misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días
antes, había vomitado un
conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un
poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los
conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito,
lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento
a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que
creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol
tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla
de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía
desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée,
son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir.
No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable,
en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese
trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al
conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos
y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el
aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es
tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes
es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo
tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los
primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo...
y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño
carta.
Me decidí, con todo, a matar
el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá,
con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la
misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una
cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o
cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a
los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el
conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a
entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales?
Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando
el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia
debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia
arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y
oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba
demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero,
mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la
expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina
zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más
lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que
era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví
para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las
manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero
esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la
cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello
armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas
vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que
parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche
nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches
en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como
esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño
parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la
profundidad.
De día duermen. Hay diez. De
día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente
para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves
del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su
honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme
algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el
dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny
Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y
pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los
conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora
que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de
tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más
amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de
pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi
tristeza.
Los dejo salir, lanzarse
ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis
bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran,
remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese
instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro
inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la
historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen
el trébol.
Son diez. Casi todos blancos.
Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de
su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni
faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la
alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente
constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a
mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca
cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de
Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio,
siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los
dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de
Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée.
Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en
cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es
nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de
pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada
a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las
tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué
alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal,
vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora
me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches
recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto.
Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias
de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en
el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche
irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no
destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted
los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho
su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros
antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento
especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas
inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno
la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse,
nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y
mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se
puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas
apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he
dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera
afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso
Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un
quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el
deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de
Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias
desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido
levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los
muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis
respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué
seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y
entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi
consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de
la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna
noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y
llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es
Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living,
donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos
por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón
-porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense
usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con
que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque
debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée,
bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un
trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente
que une mi letra de ayer a mi
letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el
puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado
del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo
escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su
cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no,
no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo
es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto
porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de
su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la
entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo
estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para
afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y
almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de
los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la
alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara,
en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo
que griten los conejos.
He querido en vano sacar los
pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos
de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi
extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta
culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien
reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude
para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco
insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza,
cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es
seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una
fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más.
Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la
ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los
adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que
conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
FIN
5.
5. EL
HOMBRE QUE LLAMABA A TERESA
Ítalo
Calvino / (En: La gran bonanza de las Antillas)
Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás
mirando para arriba y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a
la boca, como un megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
— ¡Teresa!
Mi sombra se espantó de la luna y se
acurrucó entre mis pies.
Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
— ¡Teresa!
El hombre se acercó, dijo:
—Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos
los dos. Cuento hasta tres, a la de tres atacamos juntos —y dijo—: Uno, dos,
tres —y juntos gritamos—: ¡Tereeesaaa!
Pasó
un grupo de amigos, que volvían del teatro o del café, y nos vieron llamando.
Dijeron:
—Ale, también nosotros ayudamos.
Y también ellos se plantaron en mitad de la
calle y el de antes decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
— ¡Tereeesaaa!
Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de
un cuarto de hora nos habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez
en cuando llegaba alguien nuevo.
Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos
juntos, no fue fácil.
Había siempre alguien que empezaba antes del
tres o que tardaba demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho.
Convinimos en que «Te» debía decirse bajo y largo, «re» agudo y largo, «sa»
bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en cuando alguna discusión porque
alguien
desentonaba.
Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando
uno que, a juzgar por la voz, debía de tener la cara llena de pecas, preguntó:
—Pero ¿está seguro de que está en casa?
—Yo no —respondí.
—Mal asunto —dijo otro—. Se ha olvidado la
llave, ¿verdad?
—No es ése el caso —dije—, la llave la
tengo.
—Entonces —me preguntaron—, ¿por qué no
sube?
—Pero si yo no vivo aquí —contesté—. Vivo al
otro lado de la ciudad.
—Entonces, disculpe la curiosidad —dijo
circunspecto el de la voz llena de pecas—, ¿quién vive aquí?
—No sabría decirlo —dije.
Alrededor hubo un cierto descontento.
— ¿Se puede saber entonces —preguntó uno con
la voz llena de dientes— por qué llama a Teresa desde aquí abajo?
—Si es por mí —respondí—, podemos gritar
también otro nombre,
o
en otro lugar. Para lo que cuesta.
Los otros se quedaron un poco mortificados.
— ¿Por casualidad no habrá querido gastarnos
una broma? — preguntó el de las pecas, suspicaz.
— ¿Y qué? —dije resentido y me volví hacia
los otros buscando una garantía de mis intenciones.
Los otros guardaron silencio, mostrando que
no habían recogido la insinuación.
Hubo un momento de malestar.
—Veamos —dijo uno, conciliador—. Podemos
llamar a Teresa una vez más y nos vamos a casa.
Y una vez más fue el «uno dos tres
¡Teresa!», pero no salió tan bien. Después nos separamos, unos se fueron por un
lado, otros por el otro.
Ya había doblado la esquina de la plaza,
cuando me pareció escuchar una vez más una voz que gritaba:
— ¡Tee-reee-sa!
Alguien seguía llamando, obstinado.
FIN
6.
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