Análisis sobre la técnica usada por Alice Munro
en el cuento “Radicales libres”
Por María Elena Jiménez
Dentro del taller de Escritura Samoga
orientado por
Profesor Misael Peralta
Obra incluida en Demasiada felicidad (2011)
Alice Munro
RADICALES LIBRES
“La
familia del cuento realista, que es en la que yo trato de escribir, viene de
Chejov y su practicante viva más importante es Alice Munro.”
LA AUTORA
Alice Munro nació en
Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió, primero, en una granja al oeste de
esa provincia canadiense, en una época de depresión económica. Esta vida tan
elemental fue decisiva como trasfondo en gran parte de sus relatos.
Es considerada como una
de las escritoras actuales más destacadas en lengua
inglesa. En 2013 le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura.
EL RELATO
Este cuento
hace parte de la colección DEMASIADA FELICIDAD publicada en 2011
Lo
primero que habría que decir es que no se trata de un cuento corto, aunque
puede ser de los más cortos de la autora, acostumbrada a escribir relatos
largos. Sus relatos bordean la novela por su extensión, también por su
complejidad, por la cantidad y la riqueza de sus personajes.
Como lo
dice la autora, en palabras del personaje de uno de sus cuentos, quería
escribir novelas, pero la falta de tiempo como ama de casa la condujo a
los relatos, que por su extensión podía escribir durante las siestas de sus
hijas.
En Radicales
libres tenemos un relato que parece simple, pero que en realidad es complejo:
con personajes multifacéticos, incorporando historias dentro de la historia,
pero también con el ingenio propio de los cuentos, de una manera sutil e
inteligente que le deja interrogantes al lector acerca de lo que sucedió.
La autora
sabe concentrar largos periodos de tiempo en una narración breve. Muy propio de
ella volver al pasado para ayudarnos a entender la trama y contar otras
historias dentro del mismo relato (sin sacarnos de lo central). En Radicales
libres una de esas historias es una ficción dentro de la ficción: la
protagonista, que había sido víctima en la historia que cuenta, se asigna el
papel de victimario, cambiando la “realidad” del relato.
NARRADOR
El
narrador es un narrador omnisciente que conoce los personajes, las
historias de los personajes y sus emociones. Pero además hay en él cierta
neutralidad hacia la condición de los personajes. No hay juicios. Por
problemas o maldad que haya en los personajes (alcoholismo, amante, asesino) no
se juzga. Inclusive parece que los justifica por sus circunstancias.
El TONO
El lenguaje que utiliza es sencillo, fluido, concreto, sin
adornos, más bien coloquial. Uno siente como si una amiga estuviera contándole
una historia. Se lee sin obstáculos, se entiende.
Habla de cosas cotidianas: un tiempo, un espacio, unas rutinas que
determinan un orden “natural” PERO en ese orden hace aparecer franjas imprevistas,
donde se desarrolla la trama.
Las
frases son cortas.
PERSONAJES
Tiene como
personaje principal a NITA que interactúa con un asesino que llega a su casa. Varios
personajes secundarios (Rich, Bett, Virgil y Carol, los padres y hermana del
asesino) que lo que hacen es permitirnos entender mejor las condiciones y
circunstancias de los personajes principales.
Los
personajes de Munro son generalmente mujeres fuertes y valientes, heroínas. En
este caso vemos una gran riqueza en el personaje de Nita, un personaje
multifacético. La autora va mostrando las diferentes facetas, cambiando la
emocionalidad del lector frente a este personaje. Se empeña en presentarnos una
mujer débil, abatida por la pena, alcohólica, enferma de cáncer, poco práctica
que no tiene nada que perder. Pero, esta misma mujer es además una mujer dueña
de sí misma y de sus sentimientos que no quiere el pesar ni la ayuda de los
demás en su duelo, una mujer inteligente, lectora, dueña de una buena memoria
(reyes, reinas…). Finalmente, descubrimos una mujer capaz de controlar sus
emociones, fría, calculadora que puede neutralizar al asesino creando con él
cierta complicidad y en definitiva es capaz de tener la sangre fría para darle
algo que lo lleve a tener un accidente.
El hombre
en cambio, el asesino, es un personaje más bien torpe y elemental que solo
puede reconocer amenazas a partir de lo que él mismo utilizaría para agredir a
Nita.
INICIO
El inicio
se alarga para hacer una contextualización de ese gran personaje principal que
es NITA y del ambiente (ambiente rural, la casa). Sus descripciones no
son planas y únicas que se puedan poner en un párrafo, sino que va soltando,
como desgranando, poco a poco, a medida que nos va introduciendo en las
circunstancias presentes y pasadas de los personajes, lo que nos van a permitir
entender más adelante el nudo y el desenlace del relato.
EL NUDO
Tiene un
punto de quiebre muy definido donde empieza propiamente la tensión: cuando
uno se da cuenta de que el hombre es un asesino porque quiebra el plato y se
corta el brazo, amenazante; ahí mismo se crean las condiciones para el
desenlace (el té).
Allí cuenta
otras dos historias dentro de la historia: la del asesinato de la familia por
parte del hombre y la del envenenamiento en la que cambia a Nita de víctima a victimario
(ficción dentro de la ficción)
FINAL
Final
abierto en el sentido que no saca la conclusión de lo que condujo al accidente
del asesino. En el relato ha dejado pistas y en este final da una pista muy
definitiva cuando cuenta que Nita aprendió sobre sustancias toxicas a través de
los libros de Bett, sin embargo, deja que sea el lector quien saque la conclusión.
(tal vez los radicales libres del vino, tal vez el té). También deja entrever
la intencionalidad de Nita al querer encubrirse negando al policía cualquier
relación con el asesino.
Termina con una frase genial. “Una mujer que
vive sola. Nunca se sabe en los días que corren. Nunca se sabe”.
El cuento:
Radicales libres. Alice Munro
Al principio la
gente llamaba por teléfono para cerciorarse de que Nita no estaba demasiado
deprimida, ni demasiado sola, ni co- mía demasiado poco o bebía demasiado.
(Había sido una bebedora de vino tan diligente que muchos olvidaban que tenía
completamen- te prohibido beber.) Ella mantenía las distancias, sin parecer ni
dignamente afligida ni anormalmente animada, ni distraída ni confundida. Decía
que no necesitaba que le hicieran la compra, que se las arreglaba con lo que
tenía a mano. Tenía las medicinas que le habían recetado y suficientes sellos
para las cartas de agradecimiento.
Sus mejores
amigos probablemente sospechaban la verdad: que no se molestaba en comer mucho
y que si llegaba alguna carta de pésame la tiraba a la basura. Ni siquiera había
escrito a personas que vivían lejos, para evitar dichas cartas. Ni siquiera a
la anterior esposa de Rich, que vivía en Arizona, ni al hermano, que vivía en
Nueva Escocia y del que estaba bastante distanciado, a pesar de que ellos quizá
entenderían mejor que la gente más cercana por qué había seguido adelante con
el no funeral como lo había hecho.
Rich le gritó que
se iba al pueblo, a la ferretería. Eran como las diez de la mañana; había
empezado a pintar la verja de la terraza. Es decir, estaba raspándola para
pintarla y la vieja rasqueta se le rompió en las manos.
A Nita no le dio
tiempo a pensar por qué tardaba Rich. Él se inclinó sobre el cartel que había
en la acera, delante de la ferretería, que anunciaba cortacéspedes de oferta.
No le dio tiempo ni a entrar en la tienda. Tenía ochenta y un años y buena
salud, salvo una leve sordera en el oído derecho. El médico le había hecho un
reconocimiento hacía solo una semana. Nita se enteraría de que el reciente
reconocimiento, el certificado médico favorable, se repetía en un sorprenden-
te número de los casos de muerte súbita con que se encontró de repente. Casi te
da por pensar que habría que evitar tales visitas, dijo. Solamente debería
haber hablado en esos términos con sus mal- habladas amigas Virgie y Carol, sus
íntimas, mujeres casi de su mis- ma edad, sesenta y dos años. A los más jóvenes
ese lenguaje les pare- cía indecoroso y ambiguo. Al principio estaban más que
dispuestos a formar una piña alrededor de Nita. No llegaron a hablar del
proceso de duelo, pero Nita se temía que empezaran en cualquier momento. En
cuanto se metió con los preparativos, todos menos los más fieles y fiables se
replegaron, naturalmente. La caja más barata, a enterrarlo de inmediato, sin
ceremonia de ninguna clase. En la funeraria dieron a entender que a lo mejor
era ilegal, pero Nita y Rich lo tenían muy claro. Se habían informado hacía
casi un año, cuando a Nita le dieron el diagnóstico definitivo.
«¿Cómo iba yo a
saber que se me iba a adelantar?» La gente no se esperaba un funeral
tradicional, pero sí les apetecía algún rito moderno. La exaltación de la vida.
Escuchar su música preferida, todos cogidos de la mano, contar anécdotas
elogiosas de Rich mientras pasaban de puntillas y con humor sobre sus rarezas y
sus perdonables defectos.
Esas cosas que
Rich decía que le daban ganas de devolver. De modo que el asunto se despachó
enseguida y el revuelo y el calor que la había rodeado se disiparon, si bien
ella suponía que algunas personas seguirían diciendo que las tenía preocupadas.
Virgie y Carol no lo decían. Únicamente decían que era una vieja bruja y una
egoísta si pensaba diñarla antes de lo necesario. Se pasarían por su casa y la
resucitarían con Grey Goose; eso decían.
Nita decía que no
pensaba hacerlo, aunque sí le veía cierta lógica. De momento su cáncer había
remitido; a saber qué quería decir eso realmente. No significaba que estuviera
«en regresión». O no para siempre. Su hígado es la principal sala de
operaciones y mientras ella se limite a comisquear no se queja. Lo único que
deprimiría a sus amigas sería recordarles que no puede beber vino. Ni vodka.
Después de todo,
de algo le había servido la radioterapia de la primavera pasada. Ahora es pleno
verano. Piensa que ya no tiene un color tan bilioso, pero a lo mejor eso solo
significa que se ha acostumbrado.
Se levanta
temprano, se lava y se viste con lo que tenga a mano. Pero al menos se viste y
se lava, se cepilla los dientes y se arregla un poco el pelo, que ha vuelto a
salirle bastante bien, canoso alrededor de la cara y oscuro por detrás, como
antes. Se pinta los labios y se os- curece las cejas, que se le han quedado muy
despobladas, y por la misma consideración de toda la vida hacia una cintura
estrecha y unas caderas moderadas, comprueba los progresos que ha hecho en ese
sentido, aunque sabe que la palabra adecuada para calificar todo su cuerpo en
esos momentos sería «escuálido».
Se sienta en su
amplio sillón de costumbre, rodeada de montones de libros y revistas sin abrir.
Da unos sorbos cautelosos a la infusión aguada que ahora sustituye al café. En
su momento pensó que no po- dría vivir sin café, pero resulta que en realidad
lo que quiere entre las manos es el tazón caliente; eso es lo que ayuda a
pensar o a hacer lo que haga durante la sucesión de las horas, o de los días.
Esa casa era de
Rich. La compró cuando estaba con su esposa Bett. No iba a ser sino un sitio
para los fines de semana, cerrado du rante el invierno. Dos dormitorios
minúsculos, una cocina adosada, a un kilómetro del pueblo. Pero al cabo de poco
tiempo ya estaba tra- bajando en ella: aprendió carpintería, construyó un ala
con dos dormitorios y dos cuartos de baño y otra para su despacho, transformó
la casa original en un salón-comedor-cocina. A Bett empezó a interesarle; al
principio decía que no entendía por qué había comprado semejante cuchitril,
pero siempre se implicaba en las mejoras prácticas y compró dos mandiles de
carpintero a juego. Necesitaba algo a lo que dedicarse cuando terminó y publicó
el libro de cocina que le ha- bía llevado varios años. No tenían hijos.
Y mientras Bett
le contaba a la gente que había encontrado su lugar en la vida como ayudante de
carpintero y que eso los había uni- do más a Rich y a ella, Rich se enamoraba
de Nita. Ella trabajaba en la secretaría de la universidad donde Rich daba
clase de literatura medieval. La primera vez que hicieron el amor fue entre las
virutas y la madera serrada de lo que llegaría a ser la habitación principal
con techo arqueado. Nita se dejó las gafas de sol, no a propósito, aunque Bett,
que jamás se dejaba nada en ningún sitio, no se lo creyó. Después vino la
consabida y dolorosa trifulca, tras la cual Bett se marchó a California y
después a Arizona, Nita dejó su trabajo por sugerencia de la secretaría y Rich
perdió la oportunidad de ser decano de letras. Él se prejubiló y vendió la casa
de la ciudad. Nita no heredó el mandil de carpintero más pequeño y se dedicó a
leer de buena gana sus libros en medio del desorden, a preparar cenas
elementales en un hornillo, a dar largos paseos de exploración de los que
volvía con desaliñados ramilletes de lirios atigrados y zanahorias silvestres
que me- tía en latas de pintura vacías. Más adelante, cuando Rich y ella ya se
habían instalado, se avergonzaba un poco al pensar en lo dispuesta que había
estado a desempeñar el papel de la mujer joven, la feliz rompehogares, la
ingenua risueña y atolondrada. En realidad era una mujer —no precisamente una
chica— seria, físicamente torpe, tímida, capaz de enumerar todas las reinas de
Inglaterra, no solo los reyes sino también las reinas, y que se sabía de
memoria la guerra de los Treinta Años, pero a quien le daba vergüenza bailar en
público y que jamás aprendería a subirse a una escalera de mano, al contrario
que Bett.
Su casa tiene una
hilera de cedros a un lado y el terraplén de la vía del tren al otro. El
tránsito ferroviario nunca ha sido gran cosa, y ahora pueden pasar solo un par
de trenes al mes. Entre los raíles la maleza crecía profusamente. Una vez, a
las puertas de la menopausia, Nita incitó a Rich a hacer el amor allí arriba,
no sobre las traviesas, naturalmente, sino en el estrecho arcén de al lado, y
después bajaron exageradamente contentos.
Nita pensaba con
detenimiento, cada mañana al sentarse, en los sitios donde Rich no estaba. No
estaba en el cuarto de baño pequeño, donde seguían sus cosas para afeitarse y
las píldoras para diversos achaques, molestos pero no graves, que Rich se
negaba a tirar. Tampoco en el dormitorio del que Nita acababa de salir después
de haberlo recogido. Ni en el cuarto de baño grande, al que Rich solamente
entraba para bañarse. Ni en la cocina, que se había convertido en el dominio
casi exclusivo de Rich durante el último año. Por supuesto, tampoco estaba en
la terraza con la verja a medio raspar, dispuesto a atisbar en broma por la
ventana, frente a la cual en otros tiempos a veces Nita fingía iniciar un
striptease.
Ni en el
despacho. Ese era el sitio donde su ausencia tenía que establecerse con más
firmeza. Al principio Nita necesitaba abrir aquella puerta y quedarse allí,
contemplando los montones de papeles, el ordenador moribundo, las carpetas
desbordantes, los libros que se habían quedado abiertos o boca abajo y los que
se apiñaban en las estanterías. Después empezó a conformarse con imaginarse las
cosas.
Un día de estos
tendría que entrar. Lo veía como una invasión. Tendría que invadir el cerebro
muerto de su marido. Algo que jamás se había planteado. Rich le parecía tal
pilar de eficacia y capacidad, una presencia tan enérgica y firme que siempre
había creído, absurdamente, que viviría más que ella. Después, durante el
último año, aquella convicción absurda se convirtió en una certeza para los
dos, o eso pensaba ella.
Primero
arreglaría el almacén de abajo. En realidad era un almacén subterráneo, no un
sótano. Unos tablones servían de pasarelas sobre el suelo de tierra, y las
altas ventanitas estaban cubiertas de telarañas sucias. Allí abajo no había
nada que fuera a necesitar. Solamente estaban las latas de pintura medio vacías
de Rich, varias tablas de diversas longitudes que algún día podían venir bien,
herramientas en buen uso o que más valía tirar. Había abierto la puerta y
bajado los escalones solo en una ocasión, para ver si había alguna luz encendida
y para comprobar que allí estaban los interruptores, con etiquetas al lado para
que supiera cuál correspondía a qué. Cuando subió echó el cerrojo como de
costumbre, por el lado de la cocina. Rich se reía de esa costumbre suya, y le
preguntaba qué amenaza creía que podía entrar allí, por las paredes de piedra y
las ventanas del tamaño de un elfo.
De todos modos
sería más fácil empezar por allí, cien veces más fácil que por el despacho.
Hacía la cama y arreglaba
lo que había dejado tirado en la coci- na o el cuarto de baño, pero el esfuerzo
de una limpieza a fondo era algo superior a sus fuerzas. Apenas era capaz de
tirar un clip torcido o un imán de la nevera que hubiera perdido la fuerza de
atracción, por no hablar del plato de monedas irlandesas que se habían traído
Rich y ella de un viaje hacía quince años. Todo parecía haber adqui- rido un
peso y una extrañeza propios.
Carol o Virgie
llamaban todos los días, normalmente a la hora de cenar, cuando pensaban que a
Nita la soledad debía de resultarle me- nos soportable. Ella decía que estaba
bien, que pronto saldría de su guarida, que necesitaba tiempo, que se dedicaba
a pensar y a leer. Y que comía bien y dormía.
También eso era
verdad, salvo lo de leer. Se sentaba en el sillón, rodeada de libros, y no
abría ninguno. Siempre había leído tanto —una de las razones por las que según
Rich era la mujer adecuada para él: se sentaba a leer y lo dejaba en paz—, y
ahora no aguantaba ni media página seguida.
Nita no era de
los que nunca vuelven a leerse un libro. Los hermanos Karamazov, El molino del
Floss, Las alas de la paloma, La montaña mágica una y otra vez. Cogía uno,
pensando en leer un trocito concreto, y se veía incapaz de dejarlo hasta volver
a tragárselo entero. También leía novela moderna. Siempre novela. Detestaba la
palabra «evasión» aplicada a la ficción. Podría haber argumentado, y no solo
por llevar la contraria, que la evasión era la vida real. Pero esto era demasiado
importante para discutirlo.
Y de repente,
aunque pareciera mentira, todo aquello había desaparecido. No solo con la
muerte de Rich, sino con la inmersión en su enfermedad. Después pensó que se trataba
de un cambio temporal y que resurgiría la magia cuando le retirasen ciertas
medicinas y el tratamiento que la dejaba agotada.
Al parecer no fue
así. A veces intentaba explicar el porqué a un interrogador imaginario. —Tengo
mucho que hacer.
—Es lo que dice
todo el mundo. ¿Qué tienes que hacer? —Prestar atención. —¿A qué?
—Quiero decir
pensar. —¿En qué? —Da igual.
Una mañana,
después de estar un rato sentada, pensó que hacía mucho calor. Debía levantarse
y poner los ventiladores. O bien, para ser más respetuosa con el medio
ambiente, podía abrir las puertas de delante y de atrás y dejar que la brisa,
si la había, entrase a la casa por la tela metálica.
Primero descorrió
el cerrojo de la puerta delantera. E incluso antes de que se hubiera colado un
centímetro de la luz de la mañana, vio una raya oscura que le cerraba el paso a
esa luz.
Había un joven
ante la puerta de tela metálica, que tenía el gancho puesto.
—No quería
asustarla —dijo—. Estaba buscando un timbre o algo. He dado un golpecito en el
marco, pero supongo que no me ha oído.
—Perdone —dijo
Nita. —Tendría que echarle un vistazo a su caja de fusibles. Si me dice dónde
está.
Nita se apartó un
poco para que el joven entrase. Tardó unos momentos en recordarlo.
—Sí. Abajo
—dijo—. Voy a encender la luz para que lo vea. Él cerró la puerta y se agachó
para quitarse los zapatos. —No se preocupe —dijo Nita—. No es como si estuviera
lloviendo. —No está de más. Es una costumbre. En lugar de barro igual le dejaba
huellas de polvo.
Nita entró en la
cocina, incapaz de volver a sentarse hasta que aquel hombre se marchase. Le
abrió la puerta mientras él subía las es- caleras.
—¿Todo bien?
—preguntó Nita—. ¿Lo ha encontrado? —Sí. Bien. Nita se adelantó para
acompañarlo hasta la puerta y se dio cuenta de que no oía pisadas detrás. Se
volvió y lo vio de pie, en la cocina. —No tendrá por casualidad algo que pueda
prepararme para comer, ¿no?
Se había
producido un cambio en su voz, un estallido, con un tono ascendente, que a Nita
le hizo pensar en un humorista de la televisión imitando un gañido con acento
rural. Bajo la claraboya de la cocina vio que no era tan joven. Al abrir la
puerta solamente se había fijado en un cuerpo flacucho, una cara oscura
recortada contra el res- plandor de la mañana. Al volver al verlo, el cuerpo
era efectivamente flacucho, pero más consumido que juvenil, con una simpática
caída de hombros. Tenía la cara alargada y como gomosa, y unos ojos prominentes
azul claro. Una mirada jocosa, pero persistente, como si siempre se saliera con
la suya.
—Es que resulta
que soy diabético —dijo—. No sé si conoce a algún diabético, pero el caso es
que cuando te entra el hambre tienes que comer, o se te pone el organismo raro.
Debería haber comido an- tes de venir, pero me entraron las prisas. ¿Le importa
que me siente? —Ya se había sentado a la mesa de la cocina—. ¿Tiene café?
—Tengo té. Una
infusión, si le apetece. —Claro, claro. Nita puso una medida de té en una taza,
enchufó el hervidor y abrió la nevera.
—No tengo gran
cosa —dijo—. Unos huevos. A veces hago un huevo revuelto y le pongo salsa de
tomate. ¿Le apetece? Y podría tostar unos bollos de pan inglés.
—Inglés,
irlandés, abisinio... Lo mismo me da. Nita cascó un par de huevos en la sartén,
rompió las yemas y lo removió todo con un tenedor; después cortó un bollo y lo
puso en la tostadora. Sacó un plato del aparador, lo colocó delante del hombre.
Luego sacó cuchillo y tenedor del cajón de la cubertería.
—Bonito plato
—dijo él levantándolo como para verse la cara. Justo cuando Nita se daba la
vuelta para seguir con los huevos oyó que se estrellaba contra el suelo.
—Vaya por Dios
—dijo él con otro tono de voz, chillón y decididamente desagradable—. Mire lo
que he hecho.
—No pasa nada
—contestó Nita, sabiendo que sí pasaba. —Se me habrá escurrido de la mano. Nita
sacó otro plato, lo dejó en la encimera hasta que las rebana- das de pan
estuvieron tostadas y después puso los huevos cubiertos de salsa de tomate
encima.
Mientras tanto el
hombre se había agachado para recoger los trozos de loza. Cogió un trozo que
tenía la punta afilada. Cuando Nita dejó la comida sobre la mesa el hombre se
raspó ligeramente un antebrazo con la punta. Brotaron minúsculas gotitas de
sangre, al principio separadas, después formando un hilillo.
—No es nada
—dijo—. Solo una broma. Sé cómo hacerlo para gastar una broma. Si hubiera
querido hacerlo en serio no habríamos necesitado salsa de tomate, ¿no?
Quedaban unos
trozos en el suelo que él no había visto. Nita se dio la vuelta, con la
intención de coger la escoba, que estaba en un armario cerca de la puerta
trasera. Él la agarró por un brazo como un rayo.
—Usted siéntese.
Quédese aquí sentada mientras yo como. Levantó el brazo ensangrentado para
volver a enseñárselo. Des- pués se hizo un bocadillo con los huevos y el pan y
se lo comió de unos cuantos mordiscos. Masticaba con la boca abierta. El agua
estaba hirviendo.
—¿La bolsa de té
está en la taza? —Sí. Bueno, es té en hebras. —No se mueva. No la quiero cerca
del agua hirviendo, ¿me en- tiende?
Echó agua en la
taza. —Parece heno. ¿No tiene otra cosa? —Lo siento. No. —Deje de decir que lo
siente. Si no tiene otra cosa, no tiene otra cosa. No se ha creído que venía a
ver la caja de fusibles, ¿verdad?
—Pues sí —dijo
Nita. —Ahora ya no. —No. —¿Está asustada? Nita decidió no tomárselo como una
burla sino como una pregunta en serio.
—No lo sé.
Supongo que estoy más sorprendida que asustada. No sé.—Hay una cosa, una cosa
de la que no debe tener miedo. No voy a violarla.
—No se me había
ocurrido. —Nunca se sabe. —El hombre tomó un sorbo de té y torció el gesto—.
Solo porque es usted una mujer vieja. Hay cada uno por ahí... Se lo harían a
cualquier cosa. Niños pequeños, perros, gatos o viejas. Viejos. No son
tiquismiquis. Pero yo sí. A mí solo me interesa lo normal, y con una señora
agradable que me gusta y que le gusto. O sea que quédese tranquila.
—Lo estoy, pero
gracias por decírmelo —dijo Nita. El hombre se encogió de hombros, aunque dio
la impresión de sentirse satisfecho de sí mismo.
—¿El coche de ahí
enfrente es suyo?
—De mi marido.
—¿De su marido? ¿Dónde está? —Ha muerto. Yo no sé conducir. Quiero venderlo,
pero todavía no lo he hecho.
Qué estúpida, qué
estúpida era por contárselo. —¿Dos mil cuatro? —Creo que sí. Sí. —Por un momento
he pensado que iba a engañarme con lo del marido, pero no habría funcionado. Es
que lo huelo, si una mujer está sola. Lo sé nada más entrar en una casa. En
cuanto me abren la puerta. Instinto. ¿Y va bien? ¿Sabe el último día que lo
cogió?
—El siete de
junio. El día que murió. —¿Tiene gasolina? —Supongo que sí. —Estaría bien que
lo hubiera llenado. ¿Tiene las llaves? —Aquí no, pero sé dónde están. —Vale.
—Empujó la silla y le dio un golpe a un trozo de loza. Se levantó, sacudió la
cabeza, como sorprendido, y volvió a sentarse—. Estoy hecho polvo. Tengo que
sentarme un momento. Pensaba que me sentiría mejor comiendo. Lo de ser
diabético me lo he inventado.
Nita empujó su
silla y el hombre se levantó de un salto. —Usted se queda donde está. No estoy
tan hecho polvo para de- jarla escapar. Es que me he pasado la noche andando.
—Iba a por las
llaves. —Usted se espera hasta que yo lo diga. He venido por la vía del tren.
Ni un tren he visto. He venido andando hasta aquí y no he vis- to ni un tren.
—Raramente pasa
un tren. —Sí. Mejor. Bajé a la cuneta al pasar por esos poblachos de cate- tos.
Cuando amaneció todavía estaba bien, salvo cuando atravesaba la carretera y
tuve que echar a correr. Y cuando al mirar para aquí vi la casa y el coche,
pensé, ahí lo tengo. Podría haberme llevado el coche de mi viejo, pero todavía
me queda un poco de cabeza.
Nita sabía que
aquel hombre quería que le preguntase qué había hecho. También estaba segura de
que cuanto menos supiera, mejor para ella. Y de pronto, por primera vez desde
que aquel hombre entró en la casa, Nita pensó en su cáncer. Pensó en cómo la
liberaba, en que la salvaba del peligro.
—¿Por qué sonríe?
—No sé. ¿Estaba sonriendo? —Me imagino que le gusta que le cuenten cosas.
¿Quiere que le cuente una historia?
—A lo mejor
preferiría que se marchase. —Me marcharé, pero primero le voy a contar una
cosa. Metió la mano en uno de los bolsillos traseros. —Mire. ¿Quiere ver una
foto? Mire. Era una fotografía de tres personas, en un salón con las cortinas
de flores echadas como telón de fondo. Un hombre mayor —no viejo, tal vez de
sesenta y tantos años— y una mujer más o menos de la misma edad sentados en un
sofá. Una mujer más joven, enorme, en una silla de ruedas junto a un extremo
del sofá, un poco adelantada. El hombre era grueso, canoso, con los ojos
entrecerrados y la boca ligeramente abierta, como si tuviera dificultades para
respirar pero se esforzaba por sonreír. La mujer era mucho más menuda, llevaba
el pelo teñido de oscuro, los labios pintados y lo que antes se llamaba una
blusa de campesina, con lacitos rojos en el cuello y las muñecas. Sonreía con
decisión, casi con ardor, con los labios estirados sobre una dentadura quizá en
mal estado.
Pero era la mujer
más joven quien monopolizaba la fotografía. Claramente definida y monstruosa
con su vestido hawaiano de vivos colores, el pelo oscuro recogido en una serie
de ricitos sobre la frente y las mejillas desparramadas sobre el cuello. Y a
pesar de la mole de carne, una expresión de cierta satisfacción y astucia.
—Son mi madre y
mi padre. Y mi hermana Madelaine. La de la silla de ruedas.
»Nació rara. No
pudieron hacer nada, ni los médicos ni nadie. Y comía como un cerdo. Nos
tuvimos tirria desde que siempre. Era cinco años mayor que yo y me hacía la
vida imposible. Me tiraba todo lo que tenía a mano, me pegaba e intentaba
atropellarme con su puta silla. Usted perdone.
—Debió de pasarlo
usted mal. Y sus padres. —Sí, ya. Ellos miraban para otro lado y lo permitían.
Es que iban a una iglesia de esas, y el predicador les decía: es un regalo de
Dios. Se la llevaban a la iglesia y ella se ponía a aullar como un puto gato y ellos
decían: oh, intenta hacer música, que Dios la bendiga, me cago en... Usted
perdone otra vez.
»Así que yo no
paraba mucho en casa y hacía mi vida. Vale, decía yo, no tengo por qué soportar
esta mierda. Hacía mi vida. Tenía trabajo. Casi siempre tenía trabajo. Nunca me
quedaba tocándome los huevos y bebiéndome el dinero del gobierno. O sea,
haciendo el zán- gano. Nunca le pedí ni un centavo a mi viejo. Me levantaba y
me iba a poner alquitrán a un tejado a más de treinta grados o a fregar el suelo
de un puto restaurante o de ayudante de mecánico en un garaje de mierda. Y lo
hacía. Pero como no siempre estaba dispuesto a tragar quina no duraba mucho.
Esa gentuza siempre anda mangoneando a la gente como yo y yo no tengo por qué
tragar. Soy de una familia como es debido. Mi padre trabajó hasta que estuvo
demasiado enfermo, trabajó en los autobuses. A mí no me criaron para tragar
quina. Pero bueno, eso da igual. Lo que siempre me habían dicho mis padres es:
la casa es tuya. La casa está pagada, está en buenas condiciones y es tuya. Eso
es lo que me dijeron. Sabemos que aquí tuviste las cosas difíciles cuando eras
joven y que si no hubieras tenido las cosas tan difíciles igual podrías haber
estudiado, de modo que queremos compensarte como podamos. Así que no hace mucho
estaba yo ha- blando con mi padre por teléfono y me dice: bueno, supongo que
comprenderás el trato. Y yo digo: ¿qué trato? Y él: solo hay trato si firmas
los papeles para ocuparte de tu hermana mientras viva. La casa es tuya solo si
también es su casa, me dice.
»Dios santo. Yo
no sabía eso. Yo no sabía que ese fuera el trato. Yo siempre había pensado que
el trato era que cuando se murieran, ella se iría a una casa de acogida. Que no
iba a ser mi casa.
»Así que le dije
a mi viejo que no era así como yo lo entendía y él me dice: está todo arreglado
para que firmes, y si no quieres firmar, no tienes que hacerlo. Tu tía Rennie
se pasará por aquí y estará pen- diente de ti y de que cuando nosotros faltemos
te atengas al acuerdo. »Sí, claro, mi tía Rennie. Es la hermana pequeña de mi
madre, un bicho de mucho cuidado.
»De todas formas
me dice: ya te vigilará tu tía Rennie, y de repente cambié de idea. Dije:
bueno, supongo que las cosas son así y que es justo. De acuerdo, ¿os va bien
que vaya a cenar este domingo? »Claro, me dice. Me alegro de que te lo tomes
como es debido. Tú siempre te enciendes demasiado pronto, y a tu edad deberías
tener un poco de sentido común.
»Qué curioso que
tú digas eso, pensé yo. »Así que allí me fui, y mamá había preparado pollo.
Olía bien cuando entré en casa. Después me llega el olor de Madelaine, el mismo
olor asqueroso de siempre que no sé qué es pero que ahí está aun- que mamá la
lave todos los días. Pero actué muy bien. Es una ocasión especial, les dije,
así que voy a hacer una foto. Les conté que tenía una cámara nueva, estupenda,
que revelaba al momento y podrían ver la foto. Te ves en un pispás, ¿qué os
parece? De modo que los senté a todos en el salón como le he enseñado a usted.
Mamá dice: ven- ga, deprisa, que tengo que volver a la cocina. Si no tardo
nada, le digo. Hago la foto, y ella: venga, vamos a ver cómo hemos salido, y
yo: un momento, un poco de paciencia, solo tardará un minuto. Y mientras
esperan a ver cómo han salido, yo saco mi pistolita y pim, pam, pum, me los
cargo. Después hice otra foto, fui a la cocina, comí un poco de pollo y no
volví a mirarlos. Pensaba que la tía Rennie estaría allí también, pero mamá
dijo que tenía no sé qué en la iglesia. Me la habría cargado igual. Así que
mire. Antes y después.
La cabeza del
hombre estaba caída de lado, la de la mujer hacia atrás. Sus expresiones habían
volado por los aires. La hermana había caído hacia delante, de modo que no se
le veía la cara, solamente las enormes rodillas envueltas en tela floreada y la
cabeza oscura con el peinado enrevesado y pasado de moda.
—Podría haberme
quedado allí tranquilamente una semana. Estaba tan relajado... Pero me marché
al oscurecer. Me lavé bien, me terminé el pollo y pensé que lo mejor era
largarme. Estaba pre- parado para que la tía Rennie se presentara de un momento
a otro, pero se me pasaron las ganas, y sabía que tendría que ponerme otra vez
de humor para cargármela a ella. Ya no me apetecía. Es que te- nía el estómago
lleno, porque era un pollo grande. Me lo había comido todo en lugar de llevarme
un poco porque me daba miedo que lo olieran los perros y montaran un escándalo
cuando me me- tiera por los senderos del campo, como me figuraba que tendría
que hacer. Pensé que el pollo que me había metido entre pecho y espalda me
duraría una semana, pero fíjese el hambre que traía cuando llegué aquí.
Recorrió la
cocina con la mirada.
—Supongo que no
tendrá nada de beber, ¿no? Ese té es asqueroso. —A lo mejor hay vino —dijo
Nita—. No sé. Yo ya no bebo...
—¿Es de
Alcohólicos Anónimos? —No. Es que no me sienta bien. Se levantó y notó que le
temblaban las piernas. Natural. —Me he ocupado del teléfono antes de entrar
—dijo el hombre—. Es para que lo sepa.
Si bebía, ¿se
tranquilizaría un poco y se pondría más amable? ¿O más odioso y bruto? ¿Cómo
iba a saberlo ella? Encontró el vino sin necesidad de salir de la cocina. Rich
y ella solían beber vino tinto con moderación todos los días, porque se supone
que es bueno para el co- razón. O malo para algo que no es bueno para el
corazón. Con el miedo y la confusión no se acordaba de cómo se llamaba aquello.
Porque tenía
miedo. Por supuesto. El cáncer no iba a servirle de ayuda en ese momento, de
ninguna ayuda. El hecho de que fuera a morirse al cabo de un año se empeñaba en
no anular el hecho de que podía morirse en aquel mismo momento.
—Oiga, este es
del bueno —dijo él—. Sin tapón de rosca. ¿No tiene un sacacorchos?
Nita fue hacia un
cajón, pero él se levantó de un salto y la apartó, sin demasiada brusquedad.
—No, no, ya lo
cojo yo. Usted ni se acerque a este cajón. Vaya, qué cantidad de cosas buenas
hay aquí.
Puso los
cuchillos en el asiento de su silla, donde Nita no pudiera alcanzarlos, y
empezó a abrir la botella con el sacacorchos. A Nita no le pasó inadvertido
hasta qué punto podía ser perverso aquel instrumento en sus manos, pero ella no
tenía la menor posibilidad de poder llegar a usarlo.
—Solo iba a coger
unos vasos —explicó, pero él dijo que no.
—Nada de cristal.
¿No tiene de plástico? —No. —Pues tazas. Y la estoy viendo. Nita sacó dos tazas
y dijo: —Para mí solo un poquito. —Para mí también —contestó él, muy formal—.
Tengo que conducir. —Pero se llenó la taza hasta el borde—. No quiero que un
madero meta la cabeza por la ventanilla para ver cómo estoy.
—Los radicales
libres —dijo Nita. —¿Y eso qué significa, a ver? —Es algo del vino tinto. O los
destruye porque son malos o los refuerza porque son buenos. No me acuerdo.
Tomó un sorbo de
vino y no le dieron ganas de vomitar, al contrario de lo que esperaba. Él
bebió, de pie.
—Cuidado con esos
cuchillos cuando se siente —dijo Nita. —No empiece a tomarme el pelo. —Cogió
los cuchillos, los metió en el cajón y se sentó—. ¿Se cree que soy tonto? ¿Se
cree que estoy nervioso?
Nita se arriesgó.
—Solamente pienso que nunca había hecho una cosa así —dijo. —Claro que no. ¿Qué
se ha creído, que soy un asesino? Sí, vale, los maté, pero no soy un asesino.
—Es distinto
—dijo Nita. —Hombre, claro. —Yo sé lo que es. Sé lo que es librarse de alguien
que te ha ofendido. —¿Ah, sí?
—He hecho lo
mismo que usted. —Venga ya... Empujó la silla hacia atrás pero no se levantó.
—No me crea si no
quiere, pero lo he hecho —afirmó Nita. —Y una mierda. ¿Cómo lo hizo? —Con
veneno. —Pero ¿qué dice? ¿Que les dio ese puto té o qué? —Solo a una persona.
Una mujer. Al té no le pasa nada. En teoría alarga la vida.
—Yo no quiero que
me alarguen la vida si tengo que beber una guarrería así. Además, pueden
descubrir el veneno en el cuerpo de un muerto.
—No estoy segura
de que sea así con los venenos vegetales. De todos modos, a nadie se le habría
ocurrido mirar. Era una de esas chicas que tuvo fiebre reumática cuando era
pequeña y lo fue arrastran- do toda la vida; no podía practicar deporte ni
hacer gran cosa, continuamente tenía que sentarse a descansar. Nadie se
llevaría una sorpresa si se moría.
—¿A usted qué le
había hecho? —Era la chica de la que se había enamorado mi marido. Iba a dejarme
para casarse con ella. Me lo había dicho. Yo lo había hecho todo por él.
Estábamos arreglando esta casa juntos. Él era lo único que tenía. No habíamos
tenido hijos porque él no quería. Aprendí carpintería y aunque me daba miedo
subirme a las escaleras, lo hacía. Él era mi vida. Y de repente me iba a echar
a patadas por esa quejica inútil que trabajaba en la secretaría. Todo aquello
por lo que habíamos trabajado se lo quedaría ella. ¿Era justo?
—¿Cómo se
consigue veneno? —Yo no tuve que buscarlo. Estaba en el jardín de atrás. Ahí
mismo. Había un huerto con ruibarbos desde hacía años. En las nervaduras de las
hojas del ruibarbo hay veneno más que suficiente. No en los tallos. Los tallos
son lo que nos comemos. Son buenos, pero las nervaduras rojas y finitas de las
hojas, esas son venenosas. Yo lo sabía, aunque tengo que confesar que ignoraba
la cantidad exacta que necesitaría para que fuera efectivo, así que lo que hice
fue una especie de experimento. Tuve suerte en varias cosas. En primer lugar,
mi marido estaba fuera, en un simposio, en Minneapolis. Podría habérsela
llevado, claro, pero eran las vacaciones de verano y ella tenía que quedarse a
cargo de la oficina. Otra cosa era que a lo mejor no estaba completamente sola,
que podía haber otra persona. Y además, ella podría haber sospechado de mí.
Tuve que suponer que ella no sabía que yo lo sabía y que seguía considerándome
una amiga. La habíamos invitado a casa, nos llevábamos bien. Tuve que confiar
en que mi marido, que era de esas personas que lo dejan todo para el final, me
lo habría contado a mí para ver cómo me lo tomaba pero no le habría dicho a
ella que me lo había contado. Entonces, ¿por qué deshacerse de ella? A lo mejor
él no se había decidido.
»No. Habría
seguido con ella de alguna manera. Y aunque no siguiera, ella nos había
envenenado la vida. Había envenenado mi vida, así que yo tenía que envenenar la
suya.
»Preparé dos
tartaletas, una con las nervaduras venenosas y otra sin ellas. Naturalmente,
hice una señal en la que no tenía. Fui a la universidad, compré dos cafés y fui
a su oficina. Estaba sola. Le dije que tenía que ir a la ciudad y que al pasar
por los jardines de la universidad había visto una panadería muy bonita que mi
marido siempre elogiaba por su café y sus pasteles, de modo que entré a comprar
las tartaletas y los cafés, pensando en que estaría sola cuando el resto de la
gente se había ido de vacaciones y en que yo también estaba sola, con mi marido
en Minneapolis. Ella estaba encantadora, muy agradecida. Dijo que se aburría un
poco y que como la cafetería estaba cerrada tenías que ir al edificio de
ciencias a por café y que le ponían ácido clorhídrico. Ja, ja, qué gracia. Así
que fue como una fiestecita.
—Yo el ruibarbo
no puedo ni verlo —dijo el hombre—. Con- migo no habría funcionado.
—Pero con ella
sí. Tuve que arriesgarme a que empezara a hacer efecto deprisa, antes de que se
diera cuenta de lo que pasaba y le hicieran un lavado de estómago, pero no
demasiado rápido para que no lo relacionara conmigo. Tenía que quitarme de en
medio enseguida. El edificio estaba vacío, y hasta la fecha, que yo sepa nadie
me vio entrar ni salir. Naturalmente, conocía algunos atajos.
—Se cree muy
lista. Se fue de rositas. —Como usted. —Lo que yo he hecho no es tan rebuscado
como lo que hizo usted. —Pero para usted era necesario.
—Hombre, claro.
—Lo mío también era necesario. Salvé mi matrimonio. Mi marido comprendió que
ella no le habría hecho ningún bien. Estoy casi segura de que se habría puesto
enferma con él. Ella era así. Habría sido una carga para él. Y él lo
comprendió.
—Más vale que no
haya puesto nada en los huevos esos —dijo el hombre—. Como lo haya hecho, se va
a arrepentir.
—Claro que no. Ni
se me habría ocurrido. No es algo que haga con frecuencia. La verdad es que no
sé nada de venenos. Me enteré de eso por pura casualidad.
El hombre se
levantó con tal brusquedad que derribó la silla en la que se sentaba. Nita
observó que no quedaba mucho vino en la botella. —Necesito las llaves del
coche.
Nita fue incapaz
de pensar por un instante. —Las llaves del coche. ¿Dónde las ha puesto? Podía
ocurrir. En cuanto le diera las llaves del coche podía ocurrir. ¿Serviría de
algo contarle que se estaba muriendo de cáncer? Qué estupidez. No serviría de
nada. Morir de cáncer más adelante no le impediría hablar hoy.
—Nadie sabe lo
que le he contado —dijo—. Es usted la única persona con quien he hablado de
esto.
Sí que iba a
remediar eso las cosas. La ventaja que había alegado probablemente le había
entrado por un oído y le había salido por el otro. —No lo sabe nadie todavía
—dijo el hombre, y Nita pensó: Gracias a Dios. Va por buen camino. Lo
comprende. ¿O no?
Quizá, gracias a
Dios. —Las llaves están en la tetera azul. —¿Dónde? ¿En qué jodida tetera? —En
la esquina de la encimera... Se rompió la tapa y la usábamos para guardar
cosas...
—Cállese. Cállese
o la hago callar yo bien callada. —Intentó me- ter la mano en la tetera azul,
pero no le cabía—. ¡Joder, joder, joder! —gritó; volcó la tetera, le dio un
golpe contra la encimera, y no solo cayeron al suelo las llaves del coche, las
de la casa, monedas diversas y un fajo de dinero antiguo de Canadian Tire, sino
que unos cuantos trozos de cerámica azul se desparramaron por el suelo.
—Las del cordel
rojo —dijo Nita con un hilo de voz. El hombre se puso a dar patadas a las cosas
hasta que cogió las llaves que quería.
—Bueno, ¿qué va a
decir del coche? Que se lo ha vendido a un desconocido, ¿no?
Nita tardó unos
segundos en comprender la importancia de aquellas palabras. Cuando cayó en la
cuenta, la habitación se puso a temblar. —Gracias —dijo Nita, pero tenía la
boca tan seca que no sabía si le había salido ningún sonido.
Algo debió de
salirle, porque el hombre dijo:
—No me dé las
gracias todavía. Tengo buena memoria —añadió—. Muy buena memoria. Y ese
desconocido, no se parecerá en nada a mí. No querrá que se pongan a desenterrar
cadáveres en los cementerios, ¿no? Acuérdese: como suelte algo, lo suelto yo.
Nita seguía
mirando al suelo. Sin moverse ni hablar, solo miraba el revoltijo del suelo.
Se había
marchado. Se cerró la puerta. Nita siguió sin moverse. Quería cerrar la puerta
con llave, pero no podía dar ni un paso. Oyó que arrancaba el motor, después se
apagó. ¿Qué pasaba? El hombre estaría tan nervioso que lo hacía todo mal. Otra
vez arrancaba, volvía a arrancar y giraba. Los neumáticos en la grava. Fue
temblando has- ta el teléfono y comprobó que aquel hombre había dicho la verdad;
lo había cortado.
Junto al teléfono
había una de las múltiples estanterías que tenían. Aquella estaba llena sobre
todo de libros viejos, libros que no se abrían desde hacía años. La torre
orgullosa. Albert Speer. Los libros de Rich. Alabanza de las verduras y las
frutas conocidas. Platos suculentos y elegantes y nuevas sorpresas,
recopilados, probados y creados por Bett Underhill.
Cuando terminaron
la cocina, Nita cometió el error de intentar cocinar como Bett durante una
temporada. Una temporada muy cor- ta, porque resultó que Rich no quería que le
recordaran todo aquel follón y ella no tenía suficiente paciencia para tanto
cortar y hervir. Pero aprendió unas cuantas cosas que la sorprendieron, como
las propiedades tóxicas de ciertas plantas conocidas y por lo general
inofensivas.
Debería escribir
a Bett. Querida Bett, Rich ha muerto y yo he salvado la vida haciéndome pasar
por ti.
¿Qué le importa a
Bett que haya salvado la vida? Solo hay una persona a la que realmente merece
la pena contárselo.
Rich. Rich. Ahora
se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le
chuparan todo el aire.
Debería ir al
pueblo. Había una comisaría detrás del ayuntamiento. Debería comprarse un
teléfono móvil.
Estaba tan
impresionada, tan terriblemente cansada que apenas podía moverse. En primer
lugar tenía que descansar.
La despertó un
golpe en la puerta, que seguía abierta. Era un policía, no uno del pueblo, sino
de la policía provincial de tráfico. Le preguntó si sabía dónde estaba su
coche.
Nita miró hacia
la grava donde lo aparcaban antes. —Ha desaparecido —dijo—. Estaba ahí. —¿No
sabía que lo habían robado? ¿Cuándo fue la última vez que se asomó y lo vio?
—Debió de ser
anoche. —¿Estaban las llaves dentro? —Supongo que sí. —Tengo que decirle que ha
sufrido un grave accidente. Un acci- dente sin otros coches implicados a este
lado de Wallenstein. Al con- ductor se le fue a la cuneta y lo destrozó. Y eso
no es todo. Buscan al hombre por triple asesinato. Esas son las últimas noticias
que tenemos. Asesinato en Mitchellston. Ha tenido suerte de no tropezarse con
él. —¿Está herido?
—Muerto.
Instantáneamente. Merecido se lo tiene. Luego siguió un sermón amable pero
severo. Dejarse las llaves en el coche. Una mujer que vive sola. Nunca se sabe
en los días que corren.
Nunca se sabe.
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