Carbono 14
Proyectos de
literatura
Dedicados
al fino y distinguido caballero Dr. Román de Hoyos.
Voy, me dije hace algunas noches, a escribir un largo artículo sobre mis impresiones. Es tanto lo que me rodea y atormenta, que al fin, a fuerza de tanto sentir, es preciso que escriba.
Era viernes, la noche estaba radiante con la
majestad de sus astros, la luna brillaba derramando su blanca luz en las sombras:
todo estaba en silencio; mis tres hijos dormían. Meditabunda, de codos sobre
una mesa, lanzaba de vez en cuando interrogadoras miradas a todo lo que me
rodeaba, pensando solo en el nombre que le daría a mi largo artículo en
proyecto. “Las noches, esto es lo que más me impresiona”, me dije, y escribí
sobre un pliego de papel en forma de epígrafe: “la noche”.
No te prevengas, mi querido lector: yo no trataba
de describir la belleza de la luna flotando sobre diáfanos vapores en la
inmensidad de un cielo índigo. La tranquila y majestuosa noche que tenía
presente no estaba en armonía con mi pensamiento. Solamente me proponía
descubrir lo que sucede en casa al toque de oración. ¡Qué bullicio! ¡Qué
tempestad de gritos! ¡Santo Dios! La hora de oración, ¡ah! En casa es terrible
–tres niños gritando: el uno porque no lo acuestan, el otro porque no le han
dado su leche y aquella, en fin, porque se le antoja llorar–. Tres niños casi
de una misma edad son para enloquecer a cualquiera que tenga la cabeza mejor
entornillada que la que esto escribe.
Figúrate ahora, mi bondadoso lector, si después de
una barahúnda de gritos, en que la pobre madre da gracias a Dios porque la casa
está en paz, le vendrían a la cabeza ideas poéticas para cantar la pompa de las
bellezas del cielo y las confidencias misteriosas de las flores que persigue de
paso algún rayo fugitivo de la luna. ¡Imposible! ¡Imposible! En la cabeza
aturdida solo se siente luchar el pensamiento, sin poderse equilibrar.
La literatura, ese sueño de la mujer espiritual y
sensible, no puede realizarse cuando ella ha contraído deberes tan sagrados
como los del hogar. El inteligente y espiritual Dr. Vergara V. ha dicho muy
bien al decir que si el hombre de negocios que cultiva su imaginación hace un
milagro, la mujer hace tres. Y él tiene razón porque las “mujeres casadas
sacrifican a las musas; pero al pie de las cunas de sus hijos y después de
haber atizado la llama en el hogar cumpliendo con los deberes de esposas y
madres cristianas”. La mujer, abnegada hasta el más sublime sacrificio, no
vacila jamás en tomar lo amargo de la copa para hacerle al hombre menos
detestable el resto. Y, dígase lo que se quiera, la parte peor del matrimonio
la tomamos las mujeres. Para los hombres, en el curso del día, se guarda la
poesía del hogar; para nosotras, la fea prosa de las largas noches de insomnio,
y tantas otras incomodidades que sería largo referir.
Cuando una pobre madre logra el silencio de la
noche, ya está cansada, fatigada su alma de luchar con la estupidez de las
criadas, esa cruz abominable, la peor del matrimonio, y de lidiar con los
hijos, porque las criadas del día entran a las casas a servir de señoras. Así
es que si por no embotar su pensamiento pretende escribir sus impresiones del
día, su malestar, su espíritu fatigado, no la dejan.
Mi largo artículo se quedó esta vez con el
epígrafe, porque meditando y pensando sobre lo que sucedía en casa al toque de
oración, se pasó rápidamente el tiempo y cuando menos acordé sonaron las doce
en el reloj. Me levanté sorprendida de la rapidez de las horas, y me fui a la
cama preguntándome si realmente era un sueño la literatura para la mujer
casada.
La noche siguiente, después de acostar a los niños
y dejar la casa en paz, me fui al escritorio con la firme intención de
escribir. “Esta noche sí escribo”, exclamé, “pues si no brilla en mi escrito,
la lucidez que reflejan las sonoras, fáciles y hermosas composiciones del
paisano Dr. Echeverri, ni se gusta en él la cadenciosa música que imprimen en
su elegante prensa Madiedo, Samper, Vergara, Borda y Caro, si me falta en fin
la luz del genio, por lo menos brillará la verdad, pues lo que voy a escribir
es la copia fiel de lo que siento”. Pero esa noche era el reverso de la
anterior: sin luna, sin una sola estrella, melancólica y fatídica como el
destino –un frío glacial entraba por los postigos de las ventanas, el viento
apagaba la luz, todo era calamidad–; está visto, ya no podré escribir jamás.
Diciendo esto, me preparaba a levantarme cuando un
terceto de gritos puso término a mis nocturnas ilusiones literarias.
La noche subsiguiente, fiel a las ideas que me
dominaban, emprendí mi tarea de nuevo y me preparaba a escribir cuando entró mi
cara mitad llevando un periódico en la mano.
–¿Qué escribes? –me dijo.
–Nada –le contesté–. Quisiera escribir algo sobre
la noche; pero las cosas de casa son tan prosaicas que por esto creo que no se
realizará jamás mi pensamiento, pues hace tres noches consecutivas que reposa
el mero epígrafe del largo del artículo que tengo en la cabeza –y le señalé el
papel donde realmente solo había escrito “la noche”.
–Mejor que no hayas escrito –me
contestó–, porque en este periódico (que era el número 28 de El Oasis)
hay un hermoso artículo de Selgas que lleva el mismo título.
Esa vez me alegré casi, porque aunque muy bien me
supuse que la noche de Selgas no trataría sobre los asuntos de casa, bastaba
para mí que el solo título estuviera al servicio del ilustre español. Tomé el
periódico y leí con mucho gusto su sentida como hermosa producción.
Selgas, ese dulce poeta que canta con su corazón de
niño, con el vigor del genio todo lo que es bello, justo, noble, grande,
magnífico y sublime. Dulce y adorable poeta que reúne al poder de su brillante
inteligencia la suave delicadeza de la sensitiva imagen de su ternura por todo
lo que es bello. Y si “el estilo es el hombre” (perdonadme el Sr. Santos
Jaramillo), los ojos de Selgas deben ser azules, porque según la valiente
expresión del Dr. Samper, “unos ojos azules son por lo común dos miniaturas del
cielo”; y ese hombre que entusiasma y avasalla por su genio, que permite
admirar sin conocer los soberbios cuadros que salen de su pluma, rebosando de
poesía de inalterable lógica, ese hombre debe tener en sus ojos la expresión y
el reflejo de esos cielos que canta tan admirablemente.
Después de releído tan lindo artículo, con mucha
calma tomé la pluma y la pasé dos o tres veces sobre “mi noche”, pues en
realidad yo no trataba de describir sino “mis noches” y esta vez, como las
otras dos, mis castillos de literatura vinieron al suelo. Sin embargo, la
cuestión se reducía a buscar otro nombre para encabezar mi artículo, pues está
visto que las grandes empresas estimulan las pequeñas.
Al día siguiente me propuse escribir, pero era
lunes y la casa estaba en un desorden espantoso, porque aunque mis tres hijos
están pequeños, dos de ellos me dan que hacer por ocho.
El día anterior, estando yo fuera de casa, los
niños de la vecindad en compañía de los míos, o diré más bien, los míos en
compañía de los otros, se subieron al balcón con una hornilla que contenía
ceniza y carbón, y no solo no se contentaron con regarlo todo, sino que también
sobre las tablas pintaron triques y enormes y fierísimos matachines, dejándome
la escala en un estado tristísimo, embadurnada de carbón y ceniza. La lavada de
la escala era, pues, la primera ocupación del día y ordenar que fuera un peón a
limpiar con cal las paredes de los corredores que estaban llenas de arañazos y
sendos figurines por el estilo de los de la escala. En esto y en arreglar la
casa se pasó un poco de tiempo. Después de almuerzo empezaron a llegar visitas
hasta las tres, hora de comer en casa. Un rato después de la comida, cuando
soñaba con la deseada hora, oí un ruido como de una tabla rodando, seguido de
un grito agudo. “¡Santísimo Dios!”, exclamé, “ya se mató algún muchacho”. Ese
golpe siempre fue en la cabeza de Alfonso que sonó. Una tabla de un sobrecielo
que estaba en falso y que el inquieto niño hacía días estaba molestando con el
palo de una escoba se desprendió sobre su enemigo y le rompió la frente.
Confundida con la travesura inaguantable de tan
indomable muchacho, sin saber qué hacer, y afanadísima con este contratiempo,
ocurrí a buscar papel inglés para vendarle la herida, y una vez que cesó el
llanto me puse a leer los periódicos del correo que habían llegado de Bogotá.
Cuando concluí ya era bastante tarde y se acercaba la terrible hora de oración
con todo su ruidoso séquito. Ya no era posible escribir y me resolví a aguardar
la noche.
En efecto, después de que pasó la tempestad,
infatigable en mis ideas, fui al escritorio y esta vez más afortunada logré
escribir, pero no sé lo que escribí, porque a una hora más avanzada de la noche
me levanté para irme a la cama. Solo recuerdo que el título era “El hogar”.
Y ahora, mi querido lector, pregúntame, ¿dónde está
ese artículo, que ya me tienes fastidiado con tus largas digresiones y con tu
pesadísima prosa? ¡Paciencia! Voy a referirte en dos palabras el breve
martirologio de mi humilde producción.
El martes como a las cuatro de la tarde, libre de
los hijos y de todo lo que me molesta a tiempo de escribir, me fui al
escritorio a poner en limpio el borrador de “mi hogar”. Tristísimo y amargo era
el desengaño que me aguardaba. La pieza estaba inconocible: muebles, papeles,
libros, todo rodaba por el suelo en el más miserable estado –lleno de arenilla
y tinta; dos tinteros que estaban en la mesa los habían derramado sobre todo lo
que había en la pieza–. La más soberana incomodidad se apoderó de mi ser: la
rabia, el despecho y por último la más engañosa calma se sacudieron en mí con
extraordinaria rapidez. Salí a preguntarle a las criadas quién había abierto
las puertas a esos genios de la destrucción.
–Pues su mercé mesma –me contestó
Juana, una de las criadas–. Cuando mi seño Triana vino de visita a prestar un
número de Los Locos dejó sin llave la puerta y el niño grande
y la niña María se entraron de rejilón y cuando yo fui ya habían derramao la
tinta, y luego porque su mercé no se pusiera más brava les cerré la puerta y
los dejé adentro, y cuando busté jué a sacar la visita al portón les abrí otra
vez y salieron.
Por toda respuesta me entré al aposento diciendo:
“Bendito sea Dios, que ni por más que una se mate consigue quién le sirva con
voluntad y con interés por las cosas de la casa”.
En esto entró mi esposo de la calle y me dijo:
–¿Que tienes, hija, que estás con esas bravatas?
–¡Qué he de tener! ¿No sabes que no hay cosa peor
en el mundo que lidiar con voluntades ajenas?
–¿Qué ha sucedido, pues? –me replicó con la calma
que lo caracteriza.
–Ven –le dije– y lo sabrás.
Y lo llevé a la pieza para mostrarle la obra de mis
hijos y de la estupidez de una criada.
–Mira –le repetí–, esos diablillos han dado al
traste con mi querido manuscrito, fruto tardío de cuatro largas noches.
–¿Qué hemos de hacer, hija? ¿No son nuestros hijos?
¡Y cómo es que hemos de vivir sin quién nos sirva, cuando la cruz negra es
indispensable a la cruz blanca!
–Verdaderamente –le contesté llena de incomodidad–
son nuestros hijos. No vuelvo nunca a escribir, no se entiende una sola palabra
de lo que escribí; no solo me han roto mis demás manuscritos sino que a este le
dieron baño de tinta.
–Cálmate, hija. Luego cuando estés en paz, sin la
bulla de esos chinos, escribes otro artículo sobre el mismo asunto.
–¡Dios me libre! –Le respondí–, cuando todo se me
queda en proyecto y luego una función de estas acaba de arreglarlo todo.
Y salí otra vez de la pieza, desalentada y palpando
la fría realidad de que en esta tierra las mujeres casadas no seremos nunca
literatas.
Es por esto, mi piadoso lector, que no ha visto la
luz pública mi artículo, pues no salió vivo del escritorio. Allí mismo murió a
fuerza de baños de tinta, y es por eso que al referirte lo que me ha pasado he
llamado a esto “Proyectos de literatura”.
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