Ayer recibí el libro "Antología Cuentos cortos para esperas largas", de FELIPE -Festival Internacional de Pereira-. Entre 1023 participantes, seleccionaron 20. Un cuento mío entró en él. Se los comparto.
Aliado en la sombra
Durante este septiembre en Santa Fe
de Bogotá el aire ha estado denso, no sopla una hoja. Lo respira la gente que
va y viene, espeso como el chocolate santafereño que toman en las tardes. Se siente una tensión
que no es solo del clima. La ciudad huele a pólvora y a traición. Nos defendimos de los españoles, y
entre nosotros ―los granadinos― no sabemos entendernos. Me da risa hablar como
si yo tuviera el poder de decidir algo. Como si mi voz contara. ¡Ja, ja, ja!
Manuelita y Simón acaparan mi atención. Pero estoy embobado con ellos, para
bien, claro, aunque nadie se los quita de entre ceja y ceja. A pesar de tantas
tierras y personas libertadas o quizá debido a ello, no quieren dejarlos
tranquilos.
Su amor me deslumbra, lo asumo como propio. Me dedico a
preservar las dos formas de amar que comparten mis héroes. Amores que se cruzan
como caminos de montaña: intrincados, peligrosos, inseparables. Me enredo en su
causa y en su cariño, sostenidos con el mismo ardor.
¿Cómo ser su aliado en la sombra? Me pregunto sabiendo la respuesta,
cuestionarme reafirma el deber nacido en mí.
Comienzo a maquinar las acciones a seguir para que se fortalezca y esté
seguro ese amor que con pasión viven entre ellos y hacia su patria. Para
empezar, debo seguir de cerca sus pasos, identificar los peligros que
enfrentan. Con esta cara de bobo que me mando, nadie sospecha ni me repara.
—Sumercé, ¿sabe quién salió de último del Congreso anoche cuando todos se habían
ido y qué llevaba el tipejo ese bajo el brazo? ―le pregunto a la secretaria,
estamos afuera del caserón del palacio.
—Sí, aquel criollo de corbatín y sombrero de copa, véalo, ahí viene.
—Si lo entretiene mientras averiguo lo que se trae, le regalo estos panes.
—¿Nada más?
—Le encimo esta mogolla santafereña, ¿la quiere o la desdeña?
—Está bien, la quiero, pero con los panes. Mientras más brilla lo que me
ofrecen, menos confío. Pero… ¿usted qué se trae?
—Le van a gustar… ―endulzo su oído.
—¿Para qué desea saberlo? ―indaga maliciosa.
—No pregunte, sumercecita, que si le cuento no entiende.
—Si es para atravesarse a los conspiradores mezquinos, le ayudo con gusto.
Y así con uno y con otro, con una jugada y otra, me voy enterando de las
posibles artimañas usadas en contra de mis héroes. Supe que muchos tienen un
plan para entorpecer su camino. A él lo quieren matar, a ella la quieren vejar.
Corro a llevarles la información a tiempo. Así como la vez en la vía a Duitama
cuando iban a emboscar a mi general, la señora Manuelita no quería dejarlo
salir. Él nos ignoró, no nos creyó, se fue porfiado. Por fortuna, los cobardes
fallaron.
Por la costurera supe del nuevo plan, este más decidido, mejor cocinado:
—Con comandante y varios militares de su lado, van dispuestos a dar en el
blanco.
—¿De verdad van tras él? ¡Esta noche no!
—Sí, esta noche van a acabar con su vida, no hay remedio, son muchos
liberales y soldados.
—¿Cómo? ¿Quiénes? ¿Dónde?
—En el palacio, allí mismito. Toda esa partida de neogranadinos
desagradecidos que se dicen intelectuales.
—¡Oh, no!... ¡Hay que avisarles!
—Sí, corra, mire cómo se hace oír, yo no puedo, ¡ni de vainas!
Noche de septiembre: un reptil yace tranquilo sobre el lecho terroso. En
ángulo recto, la luna delata las rayas intercaladas ―amarillas, negras rojas―
de una rabo de ají. La ventana se abre. El interior de la recámara del palacio
se ilumina con esa bombilla rimbombante del cielo. Lo veo saltar. Yo sé que él
tiene tres peligros: aporrearse al caer, ser presa de la serpiente, morir a
manos de sus conspiradores.
Agarro la víbora por su punto frágil, justo cuando arquea el cuerpo para
lanzarse. Se retuerce, pero no la suelto. La doblego entre mis dedos, oigo su
silbido apagarse. Antes ha de morir ella que mi general. Salvado el primer
obstáculo.
Luego la veo (a Manuelita) asomarse y cerrar la ventana. Sus ojos pardos
como almendras asadas se meten dentro de los míos en un pacto secreto, solo
media el silencio. Cuanto más delicada la misión, más secretismo suele
necesitar. Entro en una cofradía sagrada con la mujer de la ventana. Mi misión
se afianza: ser su aliado, el de ambos, su cómplice imperturbable.
Si mañana la historia revela estos sucesos, se sabrá que fui su protector,
que les llevé información útil para esquivar los ataques mortales y que este 25
de septiembre de 1828 resguardé a mi general bajo un puente, con mi propia
ruana, hasta que José Palacios me ayudó a esconderlo y el sol del amanecer lo
devolvió a la vida.
Galu 2020
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