Basura para las gallinas
(Del libro "Quién no")
Se dispone a atar la bolsa de plástico negro. Tira de las puntas para hacer el nudo. Pero resultan cortas, puso demasiado en esa bolsa, ya ni sabe cuánto ni qué metió dentro para llenarla, todo lo que encontró dando vueltas por la casa.
Levanta la bolsa en el aire desde
la abertura y la sacude con golpes cortos y secos de manera que el contenido se
comprima y libere más espacio para el nudo. La ata dos veces, dos nudos.
Comprueba que el lazo haya quedado firme tirando del plástico hacia los
costados. El nudo se aprieta, pero no se deshace.
Deja la bolsa a un lado y se lava
las manos. Abre la canilla, deja correr el agua mientras carga sus manos con
detergente. Cuando era chica, en su casa, no había detergente, usaban jabón
blanco si había. Ella ahora tiene detergente, se trae del que compran por
bidones en el trabajo, llena una botella vacía de gaseosa y la guarda en su
mochila. Tampoco había bolsas de plástico cuando era chica, su abuela metía en un
balde todos los restos que podían servir para abonar la tierra o para alimentar
a las gallinas y lo que no lo quemaba detrás del alambre, sobre el camino de
tierra. Al balde iban las cáscaras de papas, los centros de las manzanas, la
lechuga podrida, los tomates pasados de maduros, las cáscaras de huevo, la
yerba lavada, las tripas de los pollos, su corazón, la grasa. Desde que vive en
la ciudad, en cambio, usa bolsas de plástico, bolsas del mercado o bolsas
compradas especialmente para cargar basura como la que acaba de atar. En una
misma bolsa mete todos los restos sin clasificar, porque donde vive ahora no
hay gallinas ni tierra que abonar.
Cierra la canilla y se seca las
manos con un repasador limpio. Mira el reloj despertador que dejó esa tarde
sobre la heladera, es hora de sacar la bolsa a la calle para que se la lleve el
camión de la basura. Camina por el pasillo angosto que comparten todos los
vecinos. Colgando de la mano izquierda lleva la bolsa agarrada con fuerza por
el nudo; debe dejarla en la vereda apenas unos minutos antes de que pase el
basurero. En la mano derecha lleva el manojo de llaves, que le pesa casi tanto
como la bolsa. El llavero de metal es un cubo con el logo de la empresa de
limpieza para la que trabaja, de la argolla plateada cuelgan las llaves del
edificio y de cada una de las cinco oficinas que limpia, las llaves de un
trabajo anterior adonde ya no va, las dos llaves de la puerta hacia la que
camina ahora con la bolsa de la basura golpeando contra su pierna mientras
avanza, la llave de la puerta de su casa planta baja al fondo, la del sótano
donde guarda la bicicleta con la que va a trabajar su marido cuando tiene
trabajo, y la de la puerta del cuarto de su hija, la que acaba de agregar al
llavero después de encerrarla.
Cuando llega a la puerta de calle
manotea el picaporte pero no se abre, deja la bolsa en el piso, pasa las llaves
una a una girando sobre la argolla hasta que da con la correcta. Mete la llave
y abre la puerta. Primero una y después la otra; la segunda llave la agregaron
después de que entraron ladrones en el departamento «H». Traba la puerta con un
pie mientras carga otra vez la bolsa. En ese corto tramo hasta el árbol donde
la dejará para los basureros, la lleva abrazada contra su pecho. Al abrazarla
se da cuenta de que la aguja de tejer perforó el plástico y saca su punta hacia
ella, como si la señalara. La mira pero no la toca. Gira la bolsa para que la
aguja de metal no le apunte.
Llega al árbol y apoya la bolsa
otra vez en el piso, junto a bolsas que otros dejaron antes. Con el pie
presiona la aguja para que se meta dentro, de donde no tuvo que salir. La aguja
entra hasta que se topa con algo y entonces ella ya no aprieta más, para que no
salga por el otro lado y termine siendo peor. Se queda mirando el orificio que
perforó la aguja esperando ver salir por él un líquido viscoso, pero el líquido
no sale. Si saliera y alguien le preguntara, ella diría que es de cualquiera de
las otras cosas que tiró dentro para llenar la bolsa. Pero del agujero no sale
nada.
Juega con las llaves mientras
espera al camión de la basura. Gira las llaves una a una por la argolla. Es de
noche, aunque todavía no terminó la tarde, el frío de julio le corta la cara.
Se frota los brazos para darse calor. Agita el llavero como si fuera un
sonajero. Ya está, ya se termina, quisiera entrar otra vez a su casa a ver cómo
está su hija, pero no puede dejar la bolsa ahí sola. Teme que alguien husmee en
su basura buscando algo que pudiera servirle. O un animal, atraído por el olor.
Ella sabe que los animales pueden oler cosas que nosotros no olemos; allá donde
vivía con su abuela había animales, perros, un burro, gallinas; en una época
hasta tuvieron un chancho. En la ciudad hay perros. Tiene frío, pero no puede
irse y dejar que uno de ellos ataque con voracidad la bolsa que acaba de sacar
para los basureros. En casa de su abuela había tres perros. Su abuela también
usó una aguja, pero no la bolsa de plástico sino uno de los dos baldes. Lo que
largó su hermana fue al balde de las gallinas. Ella vio a su abuela sacárselo a
su hermana, por eso sabe cómo hacer con su hija: clavar la aguja, esperar, los
gritos, los dolores de vientre, la sangre, y después juntar lo que salió en el
balde y tirarlo a las gallinas. Ella aprendió viendo a su abuela. Y así lo hizo
hoy, igual que como se acordaba.
Solo que esta vez resultará
mejor, porque ella ahora sabe qué tiene que hacer si su hija grita de dolor y
no deja de largar sangre, sabe dónde llevarla, a ella no se le va a morir. En
la ciudad es distinto, hay hospitales o salitas médicas cerca. Su abuela no
sabía qué hacer, no había lugar al que llevar a su hermana. Donde ellos vivían
no había nada, ni siquiera vecinos. No había manojos con llaves que abren y
cierran tantas puertas. No había bolsas de plástico ni gente que revolviera en
lo que dejaban los otros. Pero había gallinas que se comían la basura.
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