Los articuentos, de Juan José Millás, es un género de su invención que define como «crónicas del surrealismo cotidiano dosificadas en perlas».
Y con ellos llega el sobresalto, la
carcajada y el regusto placentero provocado por la irrupción de lo inaudito en
una realidad que conocemos bien… o eso pensábamos. Si el más exhaustivo de los
archivos gastronómicos tuviera un equivalente literario, se parecería a este
libro. Los articuentos resucitarán tu matrimonio, con ellos oirás el viento de
tu historia personal cuando vayas a buscar hielo durante una fiesta y, al ir a
dormir, mirarás de reojo tu ropa en el galán de noche, por si acaso…
¿Para qué sirve un articuento? Para reavivar
el lenguaje, para ensayar nuevas fórmulas entre la realidad y la ficción, para
renovar el ojo crítico, la mente abierta y la risa aparentemente fácil… Para
buscar la verdad y encontrarla. Pero, sobre todo, para hacerse adicto a ese
mundo paralelo que sólo el maestro Millás es capaz de vislumbrar.
Veamos, algunos de ellos:
Dios
En el campo suceden muchas cosas. Ahora mismo se ha detenido
sobre el teclado del ordenador un saltamontes que mira con un ojo lo que
escribo y con el otro me contempla a mí. Es evidente que no sabe lo que ve,
pero no importa porque no mira para él, sino para alguien lejano: para Dios.
Dios está ciego, de otro modo no se entiende que haya creado tantos ojos, y tan
diferentes, para controlar el universo. La suma de la mirada del saltamontes y
la mía arroja un resultado de superficies horadadas y cuerpos cavernosos por
cuyos túneles se arrastra Dios intentando entender su creación.
Le grito al saltamontes que se aparte, pero no me oye. Quizá
sea capaz de percibir el roce de una babosa sobre la hierba, pero no le llega
mi voz, como a mí no me llega el ruido de su mandíbula al masticar. Los dos
oímos para otro: para Dios, sin duda, que está sordo. Por eso ha llenado el
mundo de los insectos, mamíferos, aves y reptiles que graban toda clase de
sonidos y conversaciones para él. La suma de lo que recogen mis oídos y los del
saltamontes es la sinfonía con la que se desayuna Dios, mientras huele la
mañana con nuestro olfato.
El saltamontes ha recogido un resto orgánico del teclado del
ordenador —quizá una escama microscópica de la yema de mis dedos— y lo mastica
al tiempo que yo trago saliva. ¿Comeremos también para Dios?, me pregunto. Dios
no soporta no tener estómago, por eso ha llenado el universo de abdómenes
especializados en digerir para él. Dios carece de vista, tacto, oído, olfato,
gusto. Quizá no existe, así que para tapar esa carencia atroz ha llenado el
universo de anélidos, lamelibranquios, vertebrados, acéfalos, reptiles… Todo te
parece poco si no existes, y demasiado si un día, al asomarte a los ojos de un
insecto, comprendes que aunque es él el que te mira, es otro el que te ve.
¿Me vas a hacer daño?
Fui a sacarme sangre para un control de colesterol, y me
gustó. Me gustó todo: salir de casa a una hora extraña para mí, contemplar la
agitación de la gente que se dirigía al trabajo, sentir el estómago vacío, pues
me habían dicho que no desayunara. La chica de la recepción, en la clínica,
hablaba con alguien de la guardería donde hacía un rato había dejado a su hijo.
Le estaban diciendo que tenía fiebre, pero ella debió de escuchar que estaba
agonizando. Una madre angustiada por una nadería resulta un espectáculo conmovedor.
Le dije que no sería nada, un catarro, y añadí que la fiebre era una defensa.
No sé dónde escuché esto de que la fiebre es una defensa, pero lo repito
siempre que puedo. Además (esto no se lo dije) la fiebre purifica. Yo, al
menos, siempre vuelvo de esas situaciones más limpio, como si se me permitiera
estrenar una vez más mi cuerpo.
La enfermera encargada de sacar la sangre llegó enseguida.
Era un poco gordita y jovial. Me preguntó en qué brazo se me veían mejor las
venas y le dije que no lo sabía. No suelo buscarme las venas, francamente.
Recordé cuando en las tiendas me preguntan por mi talla. Nunca lo sé.
—No importa —dijo la enfermera—, probaré con el izquierdo y
si no la encontramos, vamos al derecho.
Aquello empezó a inquietarme. Era el primer paciente de la
mañana. De súbito, las cosas ya no me parecieron tan bien. A lo mejor lo del
niño de la recepcionista era grave.
—¿Me vas a hacer daño? —pregunté.
Me pareció curioso que me saliera un «¿me vas a hacer daño?»
que parecía referirse más al dolor moral que al físico, como si se lo
preguntara a una novia a punto de abandonarme en vez de a una enfermera. Ella
sonrió y me dijo que un poco de daño sí, pero un «poquito» nada más. Me gustó
su tono. Me gustó la idea de que me hiciera un «poquito de daño» y se
restableció el orden anterior. Lo del hijo de la recepcionista sería un
catarro.
La enfermera me puso una goma alrededor del brazo y dio un
par de golpecitos en el lugar donde pensaba pincharme. Apareció un bulto azul y
los dos sonreímos satisfechos. Por alguna razón, en vez de volver la cara,
decidí observar cómo penetraba la aguja en mi cuerpo. Me hizo un daño que me
gustó, pero lo más increíble es que sentí un placer inexplicable al ver salir
la sangre. Deseaba que no dejara nunca de salir. Pero duró muy poco. Ya está,
dijo ella y me dio un pedazo de algodón empapado en alcohol para que me lo
aplicara a la herida.
Abandoné la consulta en estado de trance y entré en una
cafetería para desayunar. Pedí un zumo de naranja, café con leche y una
ensaimada. Mientras daba cuenta de todo, fui atacado por una fantasía absurda.
Me imaginé tumbado en una especie de mostrador, desnudo, con el cuerpo lleno de
agujas huecas. La gente se acercaba a mí, accionaba un pequeño grifo y tomaba
una muestra de mi sangre. Yo sentía un placer 14 enorme cada vez que se
producía una de estas pérdidas. Esa tarde tenía sesión con mi psicoanalista. Le
conté la fantasía de la sangre y preguntó con qué lo relacionaba yo. Le dije lo
primero que se me vino a la cabeza: —La sangre es un trasunto de la tinta. De
hecho la gente introducía la muestra en un tubo que guardaba algún parecido con
el tubo de un bolígrafo.
—¿Y? —insistió ella.
—Tal vez con aquella tinta escribirían luego poemas
geniales.
—Pero es a usted al que le gustaría escribir un poema
genial.
—Sí, pero no me sale. Me di cuenta de que dije «no me sale»
como si el poema estuviera dentro y no encontrara yo la forma de echarlo fuera.
Mi psicoanalista calló. Yo también. Permanecimos unos minutos en silencio.
Finalmente, intervino ella.
—¿Y? —preguntó.
—No sé —dije yo—. La sangre es un poema. Fíjese en el cuerpo
de Cristo. Piense en Drácula…
A los pocos días, volví a recoger el resultado del análisis.
Una vez dentro del coche, abrí el sobre y lo leí despacio, como si fuera el
primer texto que leía en mi vida. Más aún: como si fuera el primer texto desde
la creación del universo. Juro que aquella nomenclatura de hematíes, glóbulos
blancos y plaquetas me pareció un poema genial, un poema que me hizo llorar y
que escondí al llegar a casa en un cajón. Luego abrí la guía telefónica, busqué
al azar un médico y pedí hora para hacerme otro análisis. Ya no soy capaz de
pensar en otra cosa.
Vesícula
(Articuento). Juan José Millás
Estaba intentando concentrarme en la escritura de un cuento
circular cuando sonó el teléfono y una mujer preguntó si me habían quitado hace
poco la vesícula. Dije que sí, claro, porque era la verdad. Entonces, la que
hablaba se identificó y supe que se trataba de una novia de mi juventud que
había devenido en patóloga. «Imagínate la gracia que me hizo cuando vi la
etiqueta con tu nombre adherida a la víscera —dijo —, las vueltas que da la
vida, ¿no? Habría pagado cualquier precio por tener tu corazón y años más tarde
me envían gratuitamente tu vesícula.» «¿Cómo te ha llegado?», pregunté. «Como
me llegan todas, en una especie de tartera refrigerada con una nota del
cirujano pidiéndome que la analice.»
Mientras hablaba, entre la niebla de mi memoria se iba
abriendo paso el rostro de la patóloga con veinte años menos de los que tendría
ahora. Nos habíamos hecho novios al poco de que muriera Franco y habíamos roto
después de que ganara las primeras elecciones Adolfo Suárez. A través de
nuestra descomposición sentimental se podría haber contado la miseria de
aquella época mucho mejor que con los recursos metodológicos de la historia. Y
para quien aspirara a un sobresaliente, allí estaba aquella vesícula con un
bulto cuyo diagnóstico dependía de mi pasado político. No era una situación
agradable; la patóloga respiraba venganza.
Me resistí a preguntar por mi tumor, pero ella me contestó
de todos modos. «No me gusta su aspecto —dijo—, me recuerda el de mi estado de
ánimo cuando rompimos.» «Esto no está nada bien —le imploré—, después de todo
parece que sobreviviste.» «No te imaginas en qué condiciones», respondió antes
de colgar. Por supuesto, no he recogido los análisis del mismo modo que no he
leído nada sobre estos veinte años: hay cosas que se notan en la cara.
Excelentes. Gracias por compartir.
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