Con las manos atadas
Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más
gordo nos tumbó en el piso, nos sentó espalda con espalda y, con una soga, nos
ató las manos, juntas, las de ella con las mías. Luego salió y cerró la puerta
con llave. Nos quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había
de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de
irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando
los libros contra el piso.
La escribana estaba muy asustada,
no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una
situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo
mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era
distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos.
Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba, terminaba
haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.
Del otro lado de la puerta se oyó
el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.
—¿Y eso? —dije.
—Están meando, Gutiérrez —me
contestó la escribana.
—Mientras no sea sobre el
protocolo…
—¡Me importa un carajo el
protocolo, Gutiérrez!
La escribana es mal hablada. Una
pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un
escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Aunque yo no tengo hijos me
lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran sobre el protocolo.
Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este
lugar. El tío de la escribana me lo enseñó.
El Doctor Azcona, el escribano.
Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio,
certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él
sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma, uno podía quedarse
tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé
qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los
bifes no entiende nada. El Doctor Azcona no tenía hijos. Aunque, en realidad, a
mí siempre me trató como a uno. Yo creo que fue para agradecerle lo que hizo
por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había
cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar
como tres o cuatro veces. Estoy convencido de que por esa carrera me terminé
separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me
dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, ella se sintió sola y se terminó
yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una
mujer. Además, siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de
separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano,
que era lo que yo realmente quería. El Doctor estaba orgulloso de mí. Siempre
me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro
de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo
adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen. pero
nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído
nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno.
Me acuerdo que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador
del poder por el que le dejaba todo a ella, fue como si me hubieran tirado un
balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro me equivoqué tres veces, tuve
que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el
libro.
«Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez», me
había dicho Mirta riéndose, mientras yo salivaba.
Se escuchó el golpe de la puerta
de entrada al cerrarse, y luego un silencio.
—Se fueron…
—¿A usted lo espera alguien,
Gutiérrez?
—No… yo soy solo… me separé hace un
tiempo.
—Entonces, si no hacemos algo,
hasta mañana no nos encuentra nadie.
Intentamos sacarnos la soga, pero
enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos,
más se ajustaba el nudo.
La escribana giró sus piernas
hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré por sobre mi hombro. Alcanzaba
a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de
decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía
que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo
complicado: «Gutiérrez, no me venga con problemas. Soluciónelo y cuando lo
tenga resuelto me viene a ver». Era evidente que ella no era escribana de raza.
Esa chica se metió en la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo
único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos
para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara
con el de la cartera.
—Yo no puedo creer que tenga que
pasar la noche acá…
—Por qué no se tranquiliza y
trata de descansar…
—¡Gutiérrez, ¿a usted le parece
que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las
baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome
todo el tiempo!
Se le fue la mano. A medida que
el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di
cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su
cabeza sobre mi hombro y la dejó caer hacia atrás.
—Apóyese tranquila, escribana,
que yo no tengo nada de sueño —le dije, pero no me oyó porque ya estaba
dormida.
Se movía, apenas, y al hacerlo
refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero
no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé para que ella calzara
mejor. Tenía puesto el perfume que usa siempre, aunque esta vez parecía mucho
más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero me mareaba
sentirlo tan cerca. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día
que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé
hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del
libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba
mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice.
Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.
—Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado
así podemos dormir mejor?
—Como usted diga, escribana.
Nos dejamos caer hacia su derecha
y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez
y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre mi cintura. Se
acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con
esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el
nudo mientras camino. Yo camino bastante, treinta cuadras por día. Le saqué el
zapato que le quedaba puesto y le froté la planta del pie. Pensé que podía
tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de
nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella.
Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo
permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos
con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó
la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la
llamaban a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola.
La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado
apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente,
sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos
hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que
la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de
ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años
y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del
baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro de mí
solo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara,
que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Entonces, cuando sentía
un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo
que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, aunque enseguida
se durmió otra vez. Yo también me dormí.
Cuando Mirta entró a la mañana
siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta
otra vez, pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una
fuerza que no solo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al
encargado del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La
escribana se quejó de sus brazos entumecidos, creo que yo también los tenía
entumecidos. Y de inmediato le pidió a Mirta que se comunicara con la policía
mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe de haber llamado a un
hombre, le pidió que viniera a buscarla. Yo la espiaba mientras juntaba papeles
orinados del piso. La escribana tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y
el maquillaje se le había corrido. Me quedé mirándola.
—¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué
no se va a dar una ducha y a descansar un poco?
Me puse colorado. Bajé la vista y
me encontré con mi pantalón manchado por una humedad espesa. Agarré la carpeta
de la «Sucesión Martín Cabrera» que estaba sobre el escritorio y la puse
delante de mí, a esa altura. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.
—Andá tranquilo, Jorge, que yo me
ocupo de todo —dijo Mirta—. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir
en pie.
La escribana se fue apenas le
avisaron que estaban esperándola abajo. Yo también; unos minutos después tomé
mi sobretodo y me fui.
El ascensor olía a ella.