El caballo blanco
Yasunari Kawabata*
Entre las hojas de roble se colaba el sol.
Al levantar la cara, Noguchi quedó encandilado. Parpadeó y miró otra
vez. La luz no le daba directamente en los ojos sino que quedaba atrapada entre
el denso follaje.
Para ser un roble de Japón, este árbol tenía el tronco demasiado grueso
y era demasiado alto. Otros robles se apiñaban alrededor. Las ramas bajas sin
podar, ocultaban el sol del poniente. Más allá del robledal, se hundía el sol
del verano.
A causa del follaje espesamente entrelazado, el sol no era visible. Era
la luz la que se filtraba entre las hojas. Noguchi estaba acostumbrado a verlo
de ese modo. En las regiones montañosas, el verde de las hojas era tan vivo
como el de un roble occidental. Al absorber la luz, las hojas del roble tomaban
un verde pálido y traslúcido, y salpicaban pequeñas olas de luz, cuando las
agitaba la brisa.
Esa noche, las hojas estaban en calma. La luz estaba inmóvil sobre el
follaje.
«¿Cómo?» Noguchi dijo la palabra en voz bien alta. Acababa de notar el
color crepuscular del cielo. No era el color de un cielo en el que el sol
estuviera a mitad de camino sobre el alto robledal. Era el tono de un cielo en
el que el sol ya se había ocultado. El tono plateado de las hojas de los robles
se debía a una nube blanca que reflejaba la luz del atardecer. A la izquierda
de la arboleda, las lejanas cadenas de las montañas se oscurecían con un
profundo y desvaído azul.
La luz plateada, que era captada por los árboles, repentinamente
desapareció. El verdor del espejo follaje lentamente se ennegreció. De lo más
alto de las copas, un caballo blanco se elevó y galopó por el cielo gris.
Pero Noguchi no estaba sorprendido. No era un sueño inusual para él.
«Cabalga otra vez, vestida de negro».
El vestido negro de la mujer montada en el caballo quedaba flotando
detrás de ella. Es decir, los pliegues que flotaban sobre la cola arqueada del
caballo eran parte del vestido, pero parecían separarse de él.
«¿Qué es?» Al pensar esto, la visión se borró. Pero el ritmo de las
patas del caballo se repetía en su corazón. Y si bien el caballo parecía lanzado
al galope como si participara de una carrera, había algo festivo en el ritmo de
su galope. Y las patas eran la única parte del caballo que estaba en
movimiento. Los cascos eran muy afilados y puntiagudos.
«Esa larga tela que quedaba detrás de ella, ¿qué era? ¿Era realmente una
tela?», con cierta inquietud Noguchi se hacía estas preguntas.
Cuando estaba en los últimos años de la escuela elemental, un día había
estado jugando con Taeko en el jardín donde el suave cerco de adelfas estaba en
plena floración. Juntos hicieron algunos dibujos. Dibujaron caballos, y Taeko
dibujó uno galopando por el cielo; Noguchi dibujó otro.
—Es el caballo que cocea en la montaña y hace brotar la primavera —dijo
Taeko.
—¿No debería tener alas? —preguntó Noguchi. El caballo que él había
dibujado era alado.
—No las necesita —respondió ella— porque tiene cascos muy aguzados.
—¿Quién es su jinete?
—Taeko. Yo lo cabalgo. Soy el jinete del caballo blanco y visto ropas de
color rosa.
—De modo que es Taeko la que cabalga en el caballo que cocea en la
montaña y que hace brotar la sagrada primavera..
—Así es. Tu caballo tiene alas, pero nadie lo monta.
—Mira ahora —Noguchi se apresuró a dibujar un muchacho sobre el caballo.
Taeko lo miró de soslayo.
Eso había sido todo. Noguchi se había casado con otra chica, había
tenido hijos, había envejecido, se había olvidado de esas cosas.
Se acordó súbitamente, en una noche de insomnio. Su hijo, que había sido
reprobado en sus exámenes de ingreso en la universidad, estudiaba todas las
noches hasta las dos o tres de la mañana. Noguchi, preocupado por él, no podía
conciliar el sueño. A medida que las noches de insomnio continuaban, Noguchi se
iba rebelando ante la soledad de la vida. El hijo tenía un próximo año, tenía deseos,
ni siquiera se acostaba de noche. Pero el padre se limitaba a permanecer
despierto en su cama. No lo hacía por su hijo. Estaba experimentando su propia
soledad. Una vez que la soledad lo atrapara, no lo dejaría ir. Echaría raíces
en lo más profundo de él.
Noguchi intentó diversos modos para conciliar el sueño. Trató de pensar
en suaves fantasías y recuerdos. Y una noche, inesperadamente, recordó la
pintura de Taeko del caballo blanco. No la recordaba con claridad. Pero no se
trataba de una pintura infantil, sino de la visión de un caballo blanco
galopando por el cielo lo que flotaba tras los párpados cerrados de Noguchi en
la oscuridad.
«¿Es Taeko la jinete? ¿Vestida de rosa?»
La figura del caballo blanco, galopando por el cielo, era clara. Pero ni
la forma ni el color del jinete que lo montaba eran nítidos. No parecía una
niña.
A medida que el corcel de la visión seguía galopando en el cielo vacío y
la velocidad se reducía, la visión se iba borrando, y Noguchi caía dormido.
A partir de esa noche, Noguchi se había valido de la visión del caballo
blanco como una invitación al sueño. Su insomnio se hizo frecuente, algo usual
cada vez que sufría o estaba ansioso.
Desde hace ya muchos años, Noguchi ha sido salvado del insomnio por la
visión del caballo blanco. El caballo blanco imaginario era intenso y estaba
vivo, pero la figura que lo montaba le parecía una mujer vestida de negro y no
una niña de rosa. La figura de esa mujer con vestido negro envejeció y se
debilitó, y fue volviéndose más misteriosa a medida que el tiempo pasaba.
Hoy es la primera vez que el sueño del caballo blanco le ha sucedido a Noguchi,
no estando acostado en su cama con los ojos cerrados sino sentado en una silla
y bien despierto. Es la primera vez también que algo semejante a una larga tela
negra flota detrás de la mujer. Y aunque queda suspendida con el viento, la
tela es pesada y gruesa.
«¿Qué era?»
Noguchi escudriña el cielo gris oscurecido donde la visión del caballo
blanco se ha desvanecido.
Hace cuarenta años que no ve a Taeko. Y no hay noticias de ella.
*Yasunari Kawabata. (Osaka, 1899-1972)
Premio Nobel de Literatura 1968
Huérfano a los tres años, insomne perpetuo, cineasta en su juventud,
lector voraz tanto de los clásicos como de las vanguardias europeas, fue un
solitario empedernido. Escribió más de doce mil páginas de novelas, cuentos y artículos,
y es uno de los escritores japoneses más populares dentro y fuera de su país.
Mantuvo una profunda amistad con el escritor Yukio Mishima, del que fue su
mentor y difusor. Entre sus obras, muchas de ellas marcadas por la soledad y el
erotismo, destacan La bailarina de Izu, El maestro de Go, Lo bello y lo triste,
Mil grullas y La casa de las bellas durmientes.
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