Seguimos aprovechando la generosidad del portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES (https://ciudadseva.com/texto/instrucciones-para-escribir-cuentos-o-novelas/) y repasemos los consejos prácticos que nos ofrece para mejorar nuestra narrativa.
Recorramos hoy los siguientes aparte 10, 11 y 12 de Pura Literatura:
10. Finales
Abiertos, y cerrados
En términos generales un cuento o una novela puede
tener dos tipos de finales: abierto o cerrado.
El
final cerrado es cuando la historia termina definitivamente.
El
final abierto es cuando algún elemento de la historia ha
quedado abierto a la imaginación.
Supongamos que se trata de una novela
ubicada en el siglo XVIII. Ayana, una africana joven y bella, es secuestrada en
su tierra por piratas ingleses y llevada a Estados Unidos como esclava.
Contamos los horrores de su travesía en el barco, el maltrato, la falta de
comida y agua, las violaciones, las enfermedades, el hacinamiento, etc. En
Estados Unidos la venden a una hacienda de algodón donde trabaja la tierra. El
espíritu de Ayana es rebelde y ella busca escapar. Varias veces intenta fugarse
y recibe castigos espantosos. Su espalda está cubierta de cicatrices debido a
las tantas veces que la han azotado con el látigo.
Finalmente, luego de 300 páginas de
sufrimientos, durante un intento de fuga Ayana es capturada y luego azotada
hasta la muerte por su amo, con el fin de darle un ejemplo a los demás
esclavos. La novela ha terminado definitivamente. Es un final cerrado.
¿Por qué? Porque para que exista un
cuento o una novela tiene que haber un conflicto. En el caso del final cerrado, el
conflicto ya no existe. Este es el caso de la mayoría de los cuentos
de hadas como “La Caperucita Roja”, “La Cenicienta”, “La bella durmiente” o “La
bella y la bestia”: el cuento (su conflicto particular) ha terminado.
Pero supongamos que el final de Ayana
ha sido otro. Luego de 300 páginas de sufrimientos, un joven pasa a caballo y
ve a Ayana trabajando la tierra. A pesar de sus tribulaciones, sigue bella. El
hombre (David) se enamora de Ayana y ofrece comprársela al amo. Al principio el
amo se resiste, porque de vez en cuando le gusta usar a Ayana para satisfacerse
sexualmente, pero David sigue subiendo el precio hasta que el amo ya no puede
resistir: vende a Ayana. El nuevo amo lleva a Ayana a su mansión y lo primero
que hace es regalarle la libertad a cambio de nada. Le dice que puede quedarse
en la casa y vivir como una dama hasta que se conozcan mejor. David le asigna
sirvientes a Ayana, le compra la mejor ropa, la coloca en una estupenda
habitación de la mansión. Poco a poco Ayana va bajando la guardia y descubre
que las intenciones de David son genuinas: la ama. Un día el joven le ofrece
matrimonio. Ayana le dice que agradece mucho todo lo que él ha hecho por ella,
pero le confiesa que está indecisa: no sabe si casarse con él o regresar a su
hogar en África. Suben a una colina. La tarde es fresca. Abrazados, miran el
atardecer. David le dice a Ayana que la ama, pero que ella es libre. Ser su
marido lo haría feliz, pero la decisión está en manos de ella. Si Ayana decide
regresar a África, él la llevará personalmente para garantizar su seguridad. Se
besan y termina la novela.
En este caso se trata de un final
abierto. ¿Por qué? Para empezar, no sabemos qué decisión tomará Ayana.
Basados en lo que conocemos de su carácter y sentimientos, podemos especular.
Por tanto, en cierta medida un
aspecto del conflicto ha quedado en el aire. Pero, aclaro, en realidad
la parte principal del conflicto -la esclavitud y el sufrimiento de Ayana- ha
quedado resuelto. Ya no es esclava ni sufre. En ese sentido, el conflicto ha
terminado. Por eso sentimos que realmente estamos ante el final de una novela,
que no es una novela incompleta. Pero la decisión definitiva de Ayana, que no se nos revela, hace que
el final quede abierto… a la interpretación o especulación.
En resumen: ambos finales son
igualmente válidos y agradables. La diferencia principal es que en el final
cerrado el conflicto ha quedado absolutamente resuelto. En el final abierto
queda una porción del conflicto abierto a la imaginación del lector.
Finales sorpresivos
Un final sorpresivo es aquel que termina de modo
inesperado. Mientras más inesperado el final, mayor es la sorpresa.
Algunas
personas piensan que todos los cuentos deben tener un final sorpresivo. No es
cierto. Hay muchísimos cuentos geniales que no tienen finales sorpresivos.
Las instrucciones para escribir un final
sorpresivo son sencillas: que sorprenda. Pero no es tan simple. Muchas veces
los escritores de poca experiencia cometen el error de crear un final
sorpresivo… pero defectuoso. El lector lo
lee, se sorprende, pero luego se siente defraudado o engañado. Esto puede
ocurrir por varias razones.
La
principal, tal vez, es que un
final sorpresivo no puede salir de la nada. Hay que “preparar” al lector para un final
sorpresivo. Si no ha habido absolutamente ninguna señal de ese posible final,
el lector se siente engañado. Y nunca es bueno engañar al lector.
Por eso
los buenos autores, cuando escriben un cuento con final sorpresivo, van
soltando pistas casi
invisibles durante la obra, de modo que no delaten el final. Pero, tras leer el
final y sorprenderse, el lector recuerda algunas cosas que leyó antes y se dice
“Ah, lo debí sospechar cuando hizo esto” o “Ah, por eso fue que dobló a la
izquierda en vez de doblar a la derecha”. Etcétera.
Hay muchos
cuentos importantes con finales sorpresivos. Uno de los más famosos es “El
collar“, de Guy de Maupassant.
Otros ejemplos son:
“El almohadón de plumas“, Horacio Quiroga
“El deán de Santiago“, Juan Manuel
“El golpe de gracia“,
Ambrose Bierce
“La
esperanza“, Villiers de L’Isle
Adam
“La
mujer“, Juan Bosch
“La
pata de mono“, W.W. Jacobs
“La ventana abierta“, Saki
“Partir es morir un poco“, Jacques Sternberg
En el caso
de estos cuentos con finales sorpresivos bien preparados, ocurren dos cosas.
Primero,
al llegar al final no nos sentimos engañados como lectores. Al contrario: nos
parece que esa sorpresa inesperada era el final lógico del cuento.
Segundo,
cuando hacemos una segunda lectura del cuento confirmamos que el lector no se
sacó el final de un sombrero, como un mago saca una paloma, sino que nos fue
dejando pistas por el camino.
Otro error grave, frecuente entre principiantes
que pretenden escribir finales sorpresivos, es utilizar el viejísimo truco de
“todo era un sueño”. Este es un recurso no solo viejísimo, sino un megacliché
muy gastado y desprestigiado.
La
situación es la siguiente: estamos leyendo un cuento fascinante. Y ahora el
protagonista está en un tremendo problema que parece irresoluble. Queremos ver
de qué manera ingeniosa el autor resuelve la situación. Está, digamos, de
espaldas a una pared, desarmado, con quince enemigos apuntándole con rifles.
¿Cómo se salvará? Pero de pronto el autor interrumpe la narración para anunciar
que el protagonista despertó. ¡Oh, todo era un sueño!
Este es un
recurso fácil, pésimo, que desprestigia al autor porque el lector se siente
engañado… y, como he dicho, nunca es bueno engañar al lector.
En resumen: un cuento no necesita un final
sorpresivo. Y los finales sorpresivos no deben estar traídos por los pelos; hay
que prepararlos bien para que sean efectivos.
11.La tercera opción
Tu cuento
o novela va muy bien, pero de pronto llegas a un momento crítico. Un policía,
por ejemplo, regresa a su casa antes de tiempo y descubre a su esposa en la
cama con otro hombre. El policía tiene un arma. Tal parece que solo hay dos
opciones: el policía dispara o no dispara. Un escritor del montón escogería una de las dos opciones…
y resuelto el texto. ¿Pero realmente deseas ser un escritor del montón?
Para lograr mayor originalidad, recomiendo no utilizar ninguna de las opciones evidentes, sino siempre buscar lo que llamo la “tercera opción”.
Nunca es fácil encontrarla. Si lo fuera, todo el mundo lo haría.
El cuento
“El caso del
bulevar Beaumarchais“, de Georges
Simenon, es un buen ejemplo de lo que llamo la “tercera opción”. ¿El asesino es
el marido o la hermana? Lean el cuento para que observen cómo un gran escritor
encontró la tercera opción:
12. Maniqueísmo
Para el cristianismo, al igual que
para otras religiones, solo hay un dios, quien es muy bueno. Buenísimo. En
cambio, el demonio no es un dios, es solo un diablo, y es un ser muy malo.
Malísimo.
En el siglo III nació una religión
conocida como “maniqueísmo”. Esta decía que no hay un dios sino dos: uno bueno
y otro malo. Ambos dioses tienen la misma “categoría” y eternamente luchan
entre sí.
Bueno, basta de historia. A algún
literato se le ocurrió usar esta religión para crear el término literario “maniqueísmo”, que consiste en
la literatura que solo tiene dos tipos de personajes: buenos y malos. No
tiene personajes intermedios. No existe el gris. Los personajes maniqueos son perfectamente buenos o
perfectamente malos.
El maniqueísmo literario en un defecto.
Ningún autor serio desea que sus obras sean maniqueas. Son las obras
comerciales las que normalmente se destacan por su maniqueísmo. En el cine
norteamericano, por ejemplo, los soldados estadounidenses siempre son
perfectamente buenos, respetuosos, valientes, honestos, amables… mientras que
los musulmanes (o chinos o rusos o cubanos, depende del enemigo de moda) son
perfectamente malos, irrespetuosos, cobardes, deshonestos y groseros. No hay
punto intermedio. No hay grises. Si por casualidad aparece en la película un
musulmán, chino, ruso o cubano que sea “bueno”, se deberá a que trabaja para el
lado norteamericano y ha traicionado a los suyos. O sea, es un Judas. Esto
ocurre también en novelas comerciales de acción, espionaje, vaqueros,
policíacas, etc. Es muy fácil identificar estas obras. Uno se pregunta quién es
el “bueno” y quién es el “villano”.
El
maniqueísmo literario es un defecto porque la gran literatura, por ser arte,
pretende reflejar la realidad humana. Y los seres humanos no son maniqueos. Nadie
es perfectamente bueno ni perfectamente malo. Nadie. Los seres
humanos nos movemos
siempre en un área gris intermedio. Y con estos matices grises es que trabaja
la literatura. Esta es nuestra materia prima.
La
literatura maniquea es artificial, no es auténtica.
Antes de dar por concluida tu obra
literaria, asegúrate de que tus personajes no sean maniqueos.
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