TODOS
LOS DÍAS SON DOMINGO
Cuando aún tenía el tiempo hipotecado al trabajo ¡bendito
trabajo!, esperaba el domingo con ansias. Luego, con mi jubilación, los fines
de semana se fueron pareciendo a cualquier martes o jueves, en especial cuando
mi marido se jubiló y los dos pudimos emplearlos a nuestras anchas de lunes a
domingo: salir a caminar, ir al campo o a una ciudad vecina, combinar cable-vía
y marcha para ir a Villa María a comer chorizos, a Chipre a comer obleas, hasta
viajar sin tener que solicitar permisos, pero, sobre todo, estudiar vocaciones
tardías. Y así, songo sorongo, sin darnos cuenta, pronto habíamos comprometido nuestras
horas con otras actividades. Entonces los domingos volvieron a ser importantes,
el descanso verdadero, enlazar Pegasos y Centauros en las nubes, imaginar
Pléyades en la noche, estarse en casa en compañía de un buen libro, buena
música y el tiempo sin prisas, que tanto aprecio….
Ahora nos han obligado a estar en casa, sin cruzar
siquiera la puerta. Debemos hacer maromas para recibir los artículos que nos
traen los domicilios: el dinero para pagarlos lo hago descender desde la
ventana (sexto piso) dentro de una canasta atada a una piola larga. Más tarde,
en cuanto el portero puede, me los hace subir por un empleado del edificio
ataviado como médico en cirugía, que los deja frente a mi puerta cerrada.
Recojo los paquetes, los lavo y/o desinfecto uno por uno, incluido su contenido
(hice una mezcla licuando sábila y alcohol isopropílico); me lavo las manos
para borrar las huellas del covid19 que pudo colarse a mi propia casa.
No podemos salir absolutamente a nada, a ninguna parte.
En lugar de sentirnos como presos (de quienes ahora me compadezco más), o de
aburrirnos, nos las ingeniamos para apreciar lo que tenemos. Con la empleada
también enclaustrada en su casa, me tocó retomar la gastronomía, cocino platos
que a mi marido y a mi hijo –a quien le cogió el aislamiento con nosotros– les
parecen exquisitos. Yo, en cambio, no como tanto, he perdido algunos gorditos.
Hemos corrido los muebles en el apartamento para hacer espacio y caminar todas
las mañanas: para darle matiz de juego, meto en mi bolsillo cien granos de maíz
pira y en cada vuelta echo uno en una coquita, hasta vaciarlos todos y así
contar cien vueltas en unos 30 minutos sin estar pendiente del reloj; de lo que
se podrá colegir el tamaño del caminadero. El maíz muda a crispetas, explota
con la tarde. Las reuniones virtuales reemplazaron los talleres presenciales y
es increíble como rinden. La hamaca en el balcón me recibe cariñosa todas las
tardes a leer, eso sí que me ha rendido… No me aburro, antes agradezco tener
cómo evitar contagiarnos. Lamento sí esta pandemia del Corona-virus por tanta
desgracia que ha traído y va a traer al mundo y, en particular, a los más
pobres y desvalidos, que me preocupan demasiado. Pero como no puedo ofrecer la
solución, aparte de aportes a alguna fundación, al menos hago agradable el
encierro, disfrutar de que todos los días sean domingo.
Nos creíamos indemnes. Hace dos meses leía a Angelika
Schorbsdorff relatando los tormentos que tuvo que vivir su madre Ilse en la
segunda guerra mundial, y yo pensaba, igual que otras veces con películas y
lecturas con testimonios de esa época atroz, en lo horrible que sería vivir
algo así, padecer una guerra. Me quedé varios días cavilando en ello que,
aunque uno lo viera tan lejano e improbable, podía suceder. Me estremecí. Fue
como una premonición. Justamente a las pocas semanas, y de un momento a otro
–como llegan las buenas o las malas noticias- se nos declaraba la guerra. ¡En
el ámbito mundial! La tierra entera estaba comprometida, no unos contra otros,
¡todos contra uno! Un virus. Un fantasma al que todo un planeta no puede
derrotar en las primeras batallas.
Dicen –lo creo- que es un desquite de la naturaleza a los
excesos que los humanos hemos estado acostumbrados a hacer sobre ella, como si
fuéramos los únicos seres, amos y señores del universo. Recordé a William
Ospina cuando cuenta, en América Mestiza, que “Humboldt percibió la armonía del
Cosmos y advirtió cuán molesto puede llegar a ser el hombre para el mundo”. El
iluminado científico y el ilustrado escritor nos han llamado la atención varias
veces… ahora tenemos que agacharles la cabeza y con la mayor humildad
repensarnos como habitantes de este planeta. La amenaza está viva y la moraleja
será el mandato a vivir en armonía con los demás seres de la Tierra, comenzando
por hacerlo con nuestros semejantes y con uno mismo. Porque si algo quedará de
positivo de esta pandemia será la necesidad de tomar consciencia sobre nuestros
actos, y el reacomodo de nuestros valores: saber lo que es verdaderamente
importante en la vida. Por ahora, sacar lo positivo de la situación y disfrutar
de tantos domingos.
Galu
A veces nos da por pensar que este encierro afectó de manera considerable la vida de quienes cumplimos horario de oficina. Este relato demuestra que la vida, con todas sus variedades, fue trastocada por un virus que nos tomó por sorpresa y que afectó espacios, tiempos y circunstancias... Pero ¿qué hace el ser humano frente a ello? Adaptarse parece la respuesta. Queda preguntarnos si luego de esto podremos retomar la vida de la misma manera en que la concebíamos.... si los paseos en cable vía serán lo mismo, si el chorizo en Villamaría podrá consumirse de la misma manera, o si, siemplemente, podremos caminar por el mundo como los dueños de algo que no nos pertenece. ... ¡Gracias por un espacio para la reflexión universal!
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