¿TO
CALLEJIAR OR NOT TO CALLEJIAR? THAT IS THE QUESTION, MR. WILLIAM
Lo confieso y no me ruborizo, durante la
pandemia he sido un indisciplinado total. “Ser colombiano es un honor que
cuesta”. Lo dijo Borges en uno de sus maravillosos relatos. Y ser
indisciplinado también.
A pesar de
las reconvenciones de mis allegados, de las recomendaciones de los medios de
comunicación y de las advertencias del gobierno, yo aprovechaba cualquiera
oportunidad para salir a la calle. Por
esos días, conjugar el verbo callejiar se convirtió en una delicia mayor a la
de conjugar el verbo fornicar.
Recuerdo los
ya lejanos años de mi niñez, mi abuela me decía: ”¿Este zumbambico por qué
carajos es tan callejero?. En la calle no hay nada bueno”. Pero la progenitora
de mi papá estaba equivocada de Pe a Pa. La calle, por aquellas calendas, era
como un “jardín de las delicias”: jugar un batallado picado de fútbol
callejero, tirarse falda abajo sobre una tabla encerada, colgarse de las
tracto-mulas de Cementos Caldas, desafiar al cura Esteban Arango montando en
bicicleta dentro del parque San José, ver a los campesinos bailar en las
cantinas de la galería, al son de los tarros y pisando cisco; gritar: “Cuclí,
cuclí. Al que lo vi, lo vi. El que está detrás de mí no vale. Salgoooo a
buscar”, correr de huida de “Aguacate”, “Ananías” y “Porrón” (los locos de
aquellos locos años), jugar canicas a los cinco hoyos, Vuelta a Colombia por
los bordes de los andenes… y tantas cosas más. Estos eran los placeres de la
calle que la convertían en un banquete digno de un sibarita.
Pero tenían
su precio: algunos alpargatazos de mi abuela o una tollina (término usado por
don Gabriel García Márquez equivalente a una cueriza sin compasión) por parte
de mi padre. Ser pelafustanillo es un honor que cuesta, don Jorge Luis.
Lo anterior
es una piñata para niños comparada con el horror que nos pintaban si salíamos a
la calle cuando empezó la pandemia. Un bombardeo estadístico al que nos
sometían cada sesenta minutos: cifras de muertos en cada país, número de
contagiados y muy pocos recuperados. A esto se le deben sumar los falsos
rumores y el temor por las economías colapsadas.
Mas sin
embargo, yo me armaba de valor y salía a la calle. Ya estaba familiarizado con
palabras como protocolos, prevenciones, distanciamientos, ventiladores mecánicos
y lavado de manos. También me armaba de mascarilla
y un atomizador de alcohol. Varias veces
rogué al Señor por el milagro: mi Dios, que se convierta en ron León Dormido.
No me escuchó, debía estar muy ocupado con el Virus Corona.
¡Qué delicia
de calle! Reinaba el silencio, nada de automotores y bocinas estridentes. Cero
motocicletas rugientes y nada de ciclistas imprudentes. Las aceras solitarias,
toditas ellas para mí. Un lujo en supuestos tiempos de normalidad. Caminar por
la avenida Santander era un placer, cuadras y más cuadras sin toparse un alma.
Andaba despacio, me deleitaba mirando las fachadas de las edificaciones y los
pisos de los locales comerciales tapizados de facturas por pagar. Qué pesar de
los propietarios, el recibimiento que les esperaba al reabrir los negocios. Al
llegar al parque de Los Fundadores veía al Cumanday con su fumarola, los
paramillos de Santa Rosa con una pincelada blanca y el morro de San Cancio con
su apariencia de pirámide oculta.
Ya en el
centro la paz se esfumaba, como el agua entre los dedos cuando cumplía el
ritual de lavarme las manos. Los vendedores y su pregón de mascarillas, guantes
de látex, alcohol y gel anti-bacterial. Ninguna cafetería abierta, abundaban
los vendedores de tinto en termo que es más peligroso que un abaleo en un
ascensor. Y lo más aterrador, las largas colas para las diligencias bancarias,
todas las personas con sus tapabocas y esa apariencia de derrota
anticipada. Trataba de hallar alegría en
las miradas y lo único que encontraba eran dudas y desconcierto. Hacía la
vuelta correspondiente y regresaba al lugar donde me refugio, por los lados del
templo de Cristo Rey. Mejor dicho, llevo
más de dos meses entre la vida y la muerte pues el apartamento queda entre el
Cementerio de San Esteban y el Hospital Universitario.
A lo único
que le tenía miedo era a un comparendo de la Policía, pagar casi un millón de
pesos y yo más quebrado que un cigarrillo en el bolsillo trasero. Me salvé, los señores agentes también tenían
miedo, mucho miedo, pero de mi apariencia y nunca perturbaron mi placidez
peatonal.
Una mañana
pasé por un taller de confecciones y la vi. Estaba en la vitrina como el
maniquí de la canción de Serrat: “arregladita como pa´ir de boda”. Tan hermosa
que fue amor a primera vista. Parecía
salida de las manos mágicas de Coco Chanel. No resistí la tentación y la
compré. Le pedí a la señora que me atendió el favor de arrojar a la basura mi
ya desgastado tapabocas y desde entonces salgo orgulloso a la calle con mi
nueva mascarilla. En un lado tiene el
escudo del glorioso Once Caldas y en el otro dice: “Mi equipo del alma”. Virus
Corona no mata pasión por el Blanco Blanco. Qué delicia, el equipo amado lleva más de sesenta
días sin perder.
Y recuerda:
“Si no te quieres contagiar, en la casa te debes quedar” y “Si en este negocio
quieres comprar, tapabocas debes usar”. Poesía pura en los tiempos del Virus
Corona.
JH
Ja.ja. cheveres los recuerdos con tu Abuela,y comparar la callejiada en esos tiempos, con la callejiada hoy dia en tiempos de pandemia.como cambio la vida!!!!
ResponderBorrarUna prosa siempre tan amena la de Jhon
ResponderBorrarUna prosa que en tiempos en los que la calle resulta tan ajena, nos recuerda que afuera está el mundo para ser aprehendido y que esa calle tan atractiva para muchos, nos ha enseñado más de lo que creemos. ¿Podremos volver a recorrerlas como antes? ¿Nos cercará el temor cuando nos decidamos, o nos permitan salir? ¡Preguntas que quedan de este tiempo inhóspito!
ResponderBorrar