Andate pa’la ciudá
Martha Lucía Londoño Carvajal*
[Taller Vecinas del Cuento, Manizales]
El despertador agitó mi sueño con su eco de músico amanecido. Los rayos
del sol entraban por las rendijas de la ventana y encandilaban con su luz. No
podía abrir bien los ojos. Me levanté tembloroso, tropecé con el cajón que
estaba junto a la cama. Quería salir del encierro, tirarme en la playa y
atisbar los veleros alejarse, pero era sábado y tenía que ir al ensayo con el
grupo. Tita decía que no desperdiciara mi talento animando las parrandas del
pueblo, no se daba cuenta de que ni ella ni yo podíamos vivir sin los pesos que
recibía en la taberna.
El dinero que pagaban era poco, debía repartirlo con mis compañeros
de grupo: Mireya y el Chichi. Los fines de semana la gente del pueblo bailaba
al son de nuestra música. Mireya cantaba y tocaba las maracas, el Chichi la
guitarra y yo el cajón peruano. Quería irme de Sapzurro, pero si la plata no
alcanzaba para mis gastos ni para los de Tita, mucho menos para viajar a la
capital.
Esa mañana apuré los tragos y me puse la pinta para salir. El
ensayo con el grupo era a las nueve de la mañana, por la tarde teníamos la presentación
en la taberna del viejo Helí. Apenas terminé de tomar el café que me sirvió
Tita, busqué el cajón para darle brillo y dejarlo listo. Ella me miró y,
alzando su voz, me dijo:
—Roque, te vaj a volvé un borrachín como tu padre.
—Ay, viejita, si nunca estoy jincho, solo bebo unos rones para darle
duro al cajón.
—Mandá ese cajón pa’ la mierda o te acabás las manos.
—¡Mamita, no diga eso! Mejor oiga cómo suena.
—Andate pa’la ciudá, a esos cachacos sí que les gusta tu sonsonete.
Aquí te morís de hambre.118
Agarré el
cajón y cerré la puerta. Dejé a Tita sola con su cantaleta. Caminé sin afán
hasta la cantina. Iba distraído. Escuché el golpe de las olas contra la roca y
me acordé del músico que llegó al pueblo con su cajón peruano. Era un
instrumento que no conocíamos en Sapzurro. El hombre era un bacán, me mostró el
hueco en la madera y me dijo que por esa boca salía el gemido de sus canciones.
Se sentó sobre el cajón y comenzó a dar toques y a palmotear en la madera. Mis
manos se movieron al ritmo del repique, se me aceleraron los latidos del
corazón.
Quedé tan obsesionado con el cajón que, una tarde, cuando Tita no
estaba, abrí un hueco redondo en el centro de la caja de madera. Ella la usaba
como banco. Me senté en la orilla, separé las piernas y comencé a darle golpes.
Ensayé sonidos con los movimientos de las manos: las deslizaba con toques
ligeros o manoteaba al ritmo de alguna canción que recordaba. Sentía palpitar
hasta las fibras de la madera. Encendía la radio y me pasaba horas probando, en
el cajón, los ritmos que escuchaba. Hacía ejercicios con los dedos y las
manos. Después de dar golpes y golpes, me uní a la banda del pueblo para animar
las parrandas de los sábados. Ahí viene Roque El Morocho, ya tenemos yuca
pa’ gozá, decían en la taberna y se burlaban de mi cajón.
Llegué al ensayo, mis compañeros del trío no estaban. El dueño
bajó a abrir la taberna. Ombe, Roque, me cogió la locha, dijo el viejo
Helí mientras se fumaba un puro. Acomodé el cajón debajo de la mesa y le pedí
un café. Comenzó a sonar la música en la rockola, las canciones me animaron a
fantasear con Mireya. Creí ver cuando nos presentábamos en un teatro de la
capital, ella con las maracas y yo con mi cajón. El público aplaudía y se ponía
de pie, reclamaba más y más música. El premio que nos merecemos. Imaginé a
Mireya feliz entre mis brazos. Así, sin darme cuenta, se pasó el tiempo
haciendo planes para viajar con ella. En ese momento, el viejo Helí silbó y
cambió la música. Sacudí la cabeza y abrí los ojos. No había nadie en las
mesas.
Alcancé a escuchar los tañidos de la campana en la Iglesia de
Cristo, eran las diez cuando llegó el Chichi con la guitarra. Más tarde entró
Mireya con un vestido rojo de boleros que relucía en su piel morocha. Ella
tenía una sonrisa que iluminaba la taberna, tocaba las maracas con tanta gracia
que el viejo Helí le daba todo lo que ella pedía. Nunca le cobraba.
Mireya y el Chichi acercaron las sillas, ordené otro café mientras
ellos se tomaban su jugo de borojó. Después ensayamos en la bodega 119
que estaba en
la parte de atrás de la taberna, allí sudamos interpretando canciones hasta que
el hambre nos acosó. Nos despedimos del viejo Helí y fuimos a buscar el
almuerzo. Mientras caminábamos por la playa, le conté a Mireya el sueño que
tuve antes del ensayo. Ella sonrió. Me dijo que ni creyera que iba a triunfar
con ese cajón en la capital porque la gente del interior no entiende nuestra
música.
En el almorzadero ocupamos la única mesa disponible. Pedimos
sancocho de pescado. Mientras nos servían la sopa, se acercó un señor y nos
preguntó si podía almorzar con nosotros. Le corrí una silla y se sentó a mi
lado. El hombre se llamaba Fernán, era gestor de eventos musicales. Entre
charla y charla, le conté que pensábamos viajar a Panamá a una gira musical,
pero ese día las nubes anunciaron tempestad y no pudimos salir de Sapzurro.
Entonces nos presentamos ante un grupo de turistas que estaba en la playa. Al
día siguiente fuimos a Capurganá, allí nadie se interesó por nuestra música.
Fernán llegó a Sapzurro en busca de pelaos del pueblo que tuvieran
talento para la música. Lo miré emocionado y le dije que mi sueño era ser
artista, por eso quería irme de Sapzurro, mi pueblo, un caserío olvidado en el
que no había donde estudiar ni escenarios para presentaciones artísticas. En
la capital tendría más oportunidades de triunfar. Fernán se ofreció para
llevarnos a Medellín, nos hizo una propuesta tentadora y luego nos dijo:
―Ni siquiera tienen que pensarlo, les aseguro que ganarán mucho
dinero.
―Yo me quedo en mi pueblo. No me voy con un cachaco por cualquier
peso.
―Nos dejás solos a Roque y a mí… No joda.
―Eche, si me vas a pegar no me regañés ―le dijo el Chichi a
Mireya. Él se levantó y salió sin despedirse. Ni siquiera probó el sancocho.
¡Triunfar en Medellín! No lo podía creer. Si el Chichi no quiere
ir, pues le digo a Mireya que se vaya conmigo. Le mostré a Fernán el cajón con
las cuerdas que le había puesto. Parecía tan sorprendido que toqué un vallenato
y le pedí a Mireya que me acompañara. El hombre se notaba emocionado. Nos dijo
que le gustaba el dúo y el entusiasmo que le poníamos a la música.
Mireya y yo llegamos a la taberna, el Chichi no apareció. Fernán
venía con nosotros, le hizo un guiño a Mireya y la abrazó. Ella arrugó la
frente. Después de un corto ensayo entramos al tablado. Los amantes 120
de la bebida
y las guarichas comenzaron a llenar el local con su alboroto. En la pista se
improvisaron las parejas, comenzó el foforro. Algunos hombres, desde sus
puestos, brindaban por las chicas que bailoteaban sobre las mesas. Gritos y
chillidos iban en aumento. Probé a calmar su euforia con redobles de
bullarengue urabaense.
Las mujeres se sentaron para escuchar la música. Mireya me miraba
cada vez que los hombres pedían canciones y ritmos en los que la guitarra
marcaba el compás. Hicimos ajustes para complacerlos. Las palmas de mis manos
se agrietaron con los repiques, mis articulaciones estaban tensas, sometidas a
los golpes. No podía detenerme. En puntillas, como si quisieran olvidar el
dolor, los dedos de la mano izquierda se me deslizaron una y otra vez mientras
la derecha golpeaba con fuerza la madera.
Un hilo de sangre se escurrió por el cajón hasta dejar su huella
en el piso. Mis dedos humedecidos se resistían a repicar, las manos perdieron
fuerza y el sonido de la madera se fue haciendo débil. Escuché rechiflas.
Olvidé el dolor y toqué con más fuerza, no me atormentaron las manos
ensangrentadas ni las manchas de la camisa. La madera atraía mi piel, mi cuerpo
vibraba. Seguí tocando sin parar. Una extraña sensación de venganza me
impulsaba a continuar. Tal vez, era mi rebeldía frente a los que se burlaban de
mi cajón. Quería demostrarles que con esa simple caja de madera podía
sobresalir como artista.
A la mañana siguiente, convencí a Mireya para que viajáramos con
el músico a Medellín. Aún no me recuperaba de las heridas en las manos y el
viaje estaba programado para el miércoles siguiente a la presentación en la
taberna. Tendría poco tiempo para curarme. El dolor no me dejaba dormir, le
pedí a Tita que me hiciera emplastos en las heridas. Ella agachó la cabeza
cuando le conté que me iba de Sapzurro. Se encerró en su pieza. Después me
buscó para darme un rollito de billetes, repitió una y otra vez: Roque,
andate pa’la ciudá.
El miércoles el despertador sonó a las cinco de la mañana. Alisté
mis cosas y las dejé junto a la puerta. Tita me esperaba en la cocina, tomé los
tragos que me preparó. Nos abrazamos sin decir nada. Salí en silencio, cerré la
puerta, no me atreví a mirar la casa, allí estaba Tita escondiendo su llanto. A
ella la cuidarían los vecinos. Caminé solo por la playa, las lágrimas de Tita
parecían ir metidas en la caja de madera.
Cuando llegué al almorzadero, encontré a Fernán tomándose un ron.
Pedí un café mientras llegaba Mireya. Otro ron para Fernán y ni 121
rastros de mi
amiga. Las mujeres siempre se hacen esperar. Acabé mi café y Mireya no llegó.
Nos vamos, dijo Fernán y se montó en la lancha, me recibió el cajón y la
maleta. Me remangué el pantalón para demorarme unos segundos con la ilusión de
ver a Mireya. Ya resignado a no verla, me senté en el cajón; atrás quedaba la
estela de espuma que se desvanecía en el mar.
Mientras navegábamos hacia Capurganá, pensaba en el momento de
subir al avión siguiendo los pasos de Fernán. Él me dejará sentar junto a la
ventanilla para ver mi pueblo desde arriba. Apretaré los párpados. Y es que
pasará mucho tiempo sin que vuelva a pisar descalzo la arena de la playa, no
escucharé el murmullo de las caracolas ni el sonido de las olas cuando rebotan
y juegan a esfumarse. El ruido del motor de la lancha me despertó.
Cuando llegamos al muelle, nos montamos en el único transporte que
había en Capurganá para ir al aeropuerto. El carretillero dijo que había
conocido a un músico con un cajón igual al mío. Me preguntó cómo diablos sonaba
esa cosa. El hombre arrió el caballo y se fue sin escuchar la música.
*Martha Lucía Londoño Carvajal
Arquitecta manizaleña, constructora de mitos, sueños, utopías. Proyecta la luz y la sombra de la imaginación con trazos de realidad.
Hace parte del taller Vecinas del Cuento, Manizales.
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