PERRO APALEADO
Beatriz Elena Santander Mejía*
Manizales,
Caldas
Taller
Vecinas del Cuento
Lo habían despachado del taller
de metalurgia donde trabajaba. El capataz, con una voz nerviosa que luchaba por
no perder el tono autoritario, dijo mientras un cigarrillo se consumía entre
sus dedos: se van los mayores de sesenta esta misma tarde, ya saben
quiénes son.
Su hermana
lo llamó después a pedirle que se cuidara del virus mortal, que el gobierno
ordenaba el confinamiento. Su voz chillona, casi histérica, molestó a Ramón.
Cuando intentó responderle, un hilo de hiel se enredó en su garganta como un
mal augurio. Ella, que nunca tuvo el menor gesto de cariño con él, parecía
activar un mecanismo de compasión secreto por su único hermano vivo. Le pidió,
casi le rogó, que no saliera a la calle, que los viejos tenían mayor riesgo de
contagio. Además, usted es muy vicioso. Él pensó en decirle
que ya no fumaba ni bebía, pero no se animó.
Por deudas
de juego, Ramón perdió casa y mujer, tres años antes, pero ella no lo sabía. Tranquila,
que me voy a cuidar. Ramón, tembloroso, colgó el teléfono sin entender
aún todo lo ocurrido aquel día.
Oscureció
temprano, como si el miedo colectivo precipitara los ritmos del día. En todas
partes la gente hablaba de la pandemia. Entró a una droguería a comprar un
tapabocas, se lo puso y sintió el primer miedo de muchos que lo acompañarían.
En el televisor de la farmacia, un noticiero mostraba imágenes de una ciudad
italiana donde miles de muertos eran llevados en camiones a tumbas colectivas.
Le aterró pensar que el fin del mundo era una realidad, y se alegró de
liberarse de las deudas.
Al día
siguiente, la dueña de la pensión advirtió a sus huéspedes que, en vista de la
situación de encierro obligatorio, exigía el pago adelantado de la
mensualidad. Los que tengan adónde ir es mejor que se vayan, aquí hay
mucha gente, dijo desafiante levantando la cabeza. Se hizo un silencio
profundo y de pronto una verdulera de rostro congestionado gritó: Si
tuviéramos adónde ir, no estaríamos aquí. Nadie más levantó la voz,
solo el noticiero lo hacía.
Usted sabe
que nos han mandado a todos a guardarnos, ¡y sin paga!, se animó airado Ramón. La
dueña de la pensión suspiró y agitó los brazos: Eso, Ramón, no es
problema mío, los que no estén al día, aquí no caben.
Protestas y
cuchicheos convertidos en una masa espesa de voces agrias.
Al día
siguiente, con el tapabocas puesto, Ramon decidió volver al trabajo. Encontró
el taller cerrado, aunque se escuchaban los motores de los soldadores y
esmeriles. Golpeó el portón, nadie atendió y se sentó a esperar la hora del
café. Al poco rato, empezaron a salir jóvenes con delantales de hule. Lo
saludaron con gestos y se sentaron junto a él a fumar.
Entró al
taller y buscó al capataz. Subió nervioso las angostas escalas en caracol. Lo
buscó en el mezanine. Vio la cabeza blanca de rostro curtido y frente
contraída. El hombre revisaba papeles recostado en su silla. Le lanzó una
mirada de soslayo: ¿Qué quiere, Osorio? Trabajar, respondió Ramón.
Usted es un anciano. Si todavía tengo gente aquí es porque hay trabajos
pendientes. ¿Y de qué voy a vivir? No tengo familia. Como si la
súplica le hubiera hecho reaccionar, el hombre dejó los papeles y levantó la
mirada por encima del hombro, mientras sacaba de su chaqueta una caja de
cigarrillos. Le ofreció uno. Ramón respondió con impaciencia Ya no fumo.
El capataz encendió el suyo y dio la primera bocanada, lo miró con
arrogancia. Mire, Osorio, el día que seamos monjitas de la caridad,
vuelva, por ahora no tengo nada más para decirle. Tiró el cigarrillo
al suelo y lo pisó con su bota de cuero. Se acercó a Ramón que se disponía a
bajar las escaleras, palmeó su espalda y agregó: Cuídese, hombre,
cuídese.
Ramón
caminó lentamente, sin rumbo, como si la meditación lo fuera a sacar de las
preocupaciones. Circulaban muy pocos carros, algunos vendedores ambulantes
desafiaban la orden de confinamiento. Le llamó la atención la larga fila de
gente de mirada ansiosa en la puerta de un supermercado. ¿Iba en serio lo de la
pandemia? Se indignó, los pobres como él no podían encerrarse hasta nueva orden
y decidió seguir buscando la forma de sobrevivir. Le pediría a la dueña de la
pensión que le fiara siquiera un mes, que le pagaría cuando todo se
normalizara, pero recordó que ella conocía su pasado.
A mediodía,
ya había caminado hasta las afueras de la ciudad. Divisó el río de aguas ocre y
una cuadrilla de hombres que sacaban material de su orilla y llenaban bolsas de
fique. Ramón preguntó, esperando otra negativa, si había trabajo. Uno de ellos
lo miró de arriba abajo, sorprendido de que un hombre tan esmirriado fuera
capaz de dedicarse a esa labor. Claro que sí, aquí el trabajo es a
destajo, se le paga por bulto. ¿Tiene experiencia? No. Los ojos
empequeñecidos de Ramón, por la luz intensa, solo veían sombras. Su cabeza casi
calva, nariz aguileña y grande, labios descarnados y una barba de tres días le
daban el aspecto de un perro apaleado. El hombre miró las manos fuertes y
callosas de Ramón y agregó: Si quiere empezar de una vez, coja esa pala
que no tiene dueño.
Ramón logró
que le dejaran dormir en la enramada donde guardaban los bultos. Se sintió
agradecido, encontró trabajo y casa, más de lo que esperaba. Cada día lograba
llenar dos sacos más de arena, y su exiguo ahorro le permitía soñar con comprar
una casa y así pedir a su mujer que regresara con él.
La mañana
del domingo se despertó tarde y se sintió muy cansado, le dolía la cabeza y
tenía tos. Se quedó echado sobre los costales que le servían de cama. Al
atardecer fue al río por un poco de agua para la sed que quemaba sus entrañas.
Se sintió sin aliento para ir hasta la ciudad. Como estaba muy caliente decidió
tirarse al río, la calentura la tenía en todo el cuerpo. Al día siguiente fue
incapaz de levantar la pala, la debilidad ganaba sus fuerzas.
Cuando los
areneros lo encontraron en ese estado, lo echaron de allí y le tiraron un
tapabocas al rostro. Se alejó arrastrando los pies. Pensó en ir al hospital, la
falta de aire ya comenzaba a molestarlo y creyó que no alcanzaría a llegar. El
miedo a la muerte lo consumía más que la fiebre, no quería morir sin devolverle
la casa a su mujer.
La ropa
húmeda y sucia parecía pesarle demasiado. Intentaba orientarse hacia el
hospital donde alguna vez fue operado del apéndice, después creyó que era mejor
volver a la pensión y entregarle a la dueña el dinero que llevaba encima, pero
desechó la idea con rabia.
La tos
salía de los pulmones agotados y le quitaba el poco aire que le quedaba.
Recordó la llamada de su hermana, y pensó que ella no era tan mala, que estaba
arrepentida de su abandono. Entró a una cafetería en busca de un teléfono y
sacó del bolsillo del pantalón la libretica donde tenía anotado su número. ¿Doris?
¿Sí, yo con quién? Con Ramón, su hermano. Es que estoy un poco enfermo… Ramón
no pudo decirle más. ¿Qué le pasa? Del otro lado se oía la voz
angustiada de la mujer. Necesito ir a su casa, es que no tengo adonde
ir. El silencio de la hermana se le clavó en su mente febril. Ella
dijo impaciente: ¿Su casa y su mujer? No la tengo sino a usted… ¿me
recibe mientras me recupero? Atinó él. Sí, claro, pero es que…
tengo que consultarlo con Jorge, él es muy fregado.
El tendero
lo amenazó con llamar a la policía si no se iba. Ramón lo miró sin expresión,
pero la rigidez de los músculos de las piernas solo le sirvió para caer
derrumbado sobre una silla. El delirio de la calentura lo sumió en la ilusión
de que volvía a su casa con una mujer que tenía un hábito blanco, pero carecía
de ojos. Diez minutos después recobró la conciencia, y mostró al tendero la
dirección de su hermana. Sus oídos fueron aturdidos por sirenas de ambulancias
lejanas que no lo auxiliaban.
Fue dejado
en la entrada de la casa de su hermana por el joven domiciliario de la tienda.
Intentó rasguñar la madera de la puerta mientras le salía un agónico Hermana,
hermanita. La fiebre y la falta de aire lo vencieron. Su cuerpo
flotaba sin dolor. El delirio, que no lo abandonaba desde hacía dos días, lo
llevó a una casita llena de jazmines, lo emborrachaban con su olor dulce, y su
esposa lo acariciaba mientras él soltaba un último aliento por su boca reseca.
Una penumbra azulina lo envolvía en un instante eterno entregándolo al anhelo
de volverla a tener entre sus brazos.
*Trabajadora social de la Universidad de Caldas. Es especialista en Derechos Humanos, y Magister en Educación de la Universidad Católica. Su trayectoria laboral la desempeñó en La Defensoría del Pueblo Regional Caldas y ICBF.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario