Desagravio
Mientras los aviones pasaban en formación y vuelo rasante
hacia el río, Fabricio recordó haber leído, hacía un momento, en la pizarra de
La Prensa, "Hoy, 16 de junio, desagravio a la bandera". Lo asombró la
coincidencia. El día de la reconciliación con su mujer se producía ese tumulto
en la Plaza de Mayo.
Elisa lo había abandonado hacía dos meses, pero Fabricio
estaba dispuesto a perdonar. Sólo esperaba de ella un gesto de ternura y de
arrepentimiento. Y también podía llamar desagravio a lo que estaba por suceder.
El cielo blanco, con los aviones al fondo, brillaba como una
tela mojada. Grupos de manifestantes llegaban en camiones por las calles
laterales. No había carteles, no había consignas, sólo la gente que se amontonaba.
Igual que ovejas, pensó Fabricio. Negras. Una manifestación de ovejas negras.
No le importaba la política, las desgracias eran siempre
privadas. Si la política es el arte de lo posible, solía decir, entonces toda
vida es política. Repitió esa frase, porque le daba cierto sentido personal a
los sucesos de los últimos tiempos.
Una bandera argentina había aparecido quemada en el atrio de
la catedral. El presidente Perón acusaba a los activistas de la Acción
Católica. Había rumores múltiples de inquietud militar, la Marina estaba en
estado de alerta y esos aviones Gloster Meteors podían ser de la Marina.
Fabricio tenía sus convicciones y sus propias hipótesis. Las cosas parecían
graves, pero no eran graves, sólo eran inconexas. Todos exhibían un horror deliberado
y se esmeraban por parecer más escandalizados que los demás, como si prender
fuego a un trapo celeste y blanco fuera una catástrofe de consecuencias
incalculables.
Veía todo eso extrañamente ligado a su vida. La misma lógica
insensata y destructiva que llenaba las calles había llevado a su mujer a
abandonarlo.
Esperaba encontrarla en el bar de la Recova, en los bajos
del edificio del conservatorio donde ella daba clases de violín.
Lo que más extrañaba era el sonido del violín de Elisa.
Formaba parte de su vida en común. Ella se levantaba temprano y antes de ir al
conservatorio practicaba sus lecciones. La música llegaba como una bendición
desde el fondo de la casa. Ahora, cuando Fabricio abría el negocio de óptica
que había heredado de su padre, el silencio le parecía tan desolado y vacío
como su propia vida.
A medida que avanzaba por la Avenida de Mayo veía crecer la
multitud. Unos hombres abrigados con bufandas pero con el pecho desnudo bajaban
una lata de querosén de un camión estacionado cerca del edificio del Cabildo.
Era una especie de tambor redondo y estaba vacío y un hombre alto de pelo
colorado con cara de ratón se lo ató a la cintura con una correa y empezó a
golpearlo y a gritar consignas contra los curas y los vendepatrias. Usaba un
guante de lana en la mano derecha y golpeaba la lata con un caño de plomo.
Fabricio cruzó entre ellos, con cara de simpatía, como si
también él fuera un peronista que iba a la plaza a gritar idioteces y a golpear
latas vacías.
No iban a amendrentarlo. Se sentía protegido. Desde hacía
meses andaba armado. Llevaba un revólver en la cintura, calzado en el cinto.
Había conseguido el permiso de un juez que era cliente de la óptica.
Muchas veces había imaginado que un hombre decidido y
desesperado —un suicida, un amante abandonado— podía ser capaz de hacer lo que
otros no podían hacer. Por ejemplo matar a Perón. Si alguien piensa matarse,
entonces puede hacer lo que quiera. Esa idea lo tranquilizaba.
A veces, en las noches de insomnio que sucedieron a la
decisión de Elisa, se veía esperando a Perón en un zaguán. Había visto el
dibujo de un atentado contra el zar en una vieja revista uruguaya. Se veía un
carruaje y un hombre parado en medio de la calle con el brazo izquierdo
extendido y un arma gatillada en la mano. La imagen volvía, como un recuerdo
personal. Perón bajaba sonriendo de un auto y Fabricio levantaba el brazo y lo
mataba de un tiro. Veía el horror en los ojos de Perón, atrás de su sonrisa
simpática. No podía sacarse esa idea de la cabeza. La sangre, la muchedumbre,
los gritos.
Estaba ya frente a la Plaza de Mayo. Cada vez más gente se
amontonaba confusamente en las calles laterales, donde los que bajaban de los
camiones se habían reunido y empezaban a gritar. Era igual a todos los días
pero a la vez era distinto y era extraño, como en un sueño. Los trolebuses y
los autos circulaban por las avenidas, los negocios estaban abiertos, los
transeúntes cruzaban indiferentes entre los manifestantes enardecidos.
Primero la queman y después le hacen desagravios, pensó Fabricio,
y buscó los aviones en el aire helado.
Tenía que llegar al Bajo, a Paseo Colón. Elisa salía del
conservatorio todos los días a la misma hora y se sentaba en el barcito de la
Recova a tomar un café con leche. La había vigilado semanas enteras. La conocía
bien.
¿La conocía bien? Lo había dejado, de un día para otro, sin
explicarle la razón, sin pedirle nada. Le dijo que había decidido vivir cada
día de su vida como si fuera el último. Qué quería decir eso, Fabricio no lo
entendía. Sólo entendía que había chocado contra una plancha de metal desde la
tarde en la que volvió a su casa y encontró a su mujer vestida para salir. Ya
tenía la valija preparada.
Los celos lo estaban volviendo loco. La veía con otros
hombres, oía voces, estaba alucinado. El esfuerzo de apartar a esa mujer de su
mente lo había reducido a un estado mental imposible de describir.
Desagravio, le gustaba esa palabra. Pero Elisa no sabía que
ése era el día elegido. No sabía que él iba a buscarla para llevarla de vuelta
a casa. Había preparado todo con tanto cuidado que no podía volver atrás ni
cambiar el plan y se imaginaba los hechos con precisión, la cena con champagne,
el dormitorio, la noche cuyo final era el perdón.
No había buscado un día especial. Sencillamente había
decidido que ése era el día y se había encontrado con ese tumulto en la Plaza.
Sólo temía que su mujer cambiara los hábitos ante la posibilidad de disturbios.
Pero la vio salir del café de la Recova, como había imaginado que la vería,
bella y elegante con el traje sastre que él le había ayudado a elegir.
Elisa estaba en la esquina. Parecía querer cruzar, alejarse
de la plaza, tomar el subte. Llevaba el pelo rubio, recogido con sencillez, y
se movía con elegancia y sensualidad. Fabricio se preguntó por qué se sentía
tan agitado al verla, no podía respirar, le latía el corazón. Lo deprimía que
la simple proximidad de Elisa destruyera de tal modo su valor. No era valor lo
que precisaba, sino habilidad para convencerla.
En ese momento los aviones se acercaron otra vez a la plaza
desde el fondo del río. La multitud se movió nerviosamente cuando los aviones
cruzaron a media altura y giraron para acercarse desde el fondo. Hubo gritos.
Corridas.
Fabricio comprendió que el azar estaba de su lado. Iba a
decirle que pasaba por ahí, sólo quería llevársela con él, alejarla del
peligro.
Cruzó entre la gente y caminó rápidamente hacia ella. Elisa
parecía mirarlo pero no lo vio, atenta a los extraños movimientos de los
aviones que sobrevolaban la plaza mientras la multitud se movía en círculos.
Fabricio ya estaba junto a ella. Era más bajo, macizo y
parecía feliz. Elisa tuvo un gesto de sorpresa y de contrariedad. Se dio vuelta
para escapar. Y la tomó del brazo.
—Soltame, ¿qué hacés? -dijo ella.
—Te vine a buscar.
—Pero no ves el lío que hay.
—Por eso, quiero que vengas conmigo.
—Estás loco. Yo con vos no quiero saber nada.
—No mientas —dijo Fabricio—. Todo va a ser igual que antes.
Yo ya te perdoné. Ella lo miró con una sonrisa rara.
—Pero qué decís, sonsito. Ni muerta vuelvo con vos. La vulgaridad
lo sorprendió. Le habló como si él fuera un chico.
Después ella se movió para irse. Fabricio la sostuvo fuerte
del brazo, por encima del codo. Sentía la tela áspera del traje de tweed. Y
entonces, en ese momento, los aviones empezaron a bombardear la plaza. Caían en
picada y volvían a levantar y caían otra vez hacia la ciudad, rozando la Casa
de Gobierno, ametrallando las calles.
Una explosión extraña, sorda, se oyó en el borde de la
Recova y el trole se quebró al recibir la bomba. La gente caía una sobre otra;
se los veía por la ventanilla moverse y agitarse, lejanos, como suspendidos en
el aire sucio. Los asientos vacíos arrancados. Una mujer abría y cerraba los
brazos, gritaba, en silencio, del otro lado del vidrio.
Todo sucedió en un instante. Elisa retrocedió, Fabricio no
la soltó. La gente corría, el ruido era intermitente. Estaban sobre Paseo
Colón, a resguardo. La arrastró hacia la Recova. El humo y los escombros
ensombrecían el cielo. De golpe empezaron a sonar las sirenas de alarma. Recién
en ese momento Fabricio supo lo que había venido a hacer.
—Tranquila —dijo, y sacó el arma. Ella lo miró, sorprendida.
—No —dijo. Y se
santiguó.
Se oyó un ruido seco, como el de una rama que se parte. El
estruendo se perdió en los sonidos de la ciudad en llamas.
Había humo en las calles, escombros, autos incendiados.
Elisa estaba tirada sobre la vereda. Tenía los ojos abiertos y en los ojos
persistía una expresión de asombro y de ironía. Fabricio la empujó con el pie y
se guardó el revólver en la cintura.
—El subte no debe funcionar —dijo.
Ricardo Piglia
*Ricardo
Emilio Piglia Renzi (1941- 2017) conocido como Ricardo Piglia, fue un escritor,
crítico literario y guionista argentino.
En
los años sesenta, estudió Historia en la Universidad Nacional de La
Plata, ciudad donde vivió hasta 1965. Después de ello trabajó durante una
década en editoriales de Buenos Aires.
Escribió sobre su propia escritura (que está
ligada a la crítica). Por quince de años fue profesor universidades como
Harvard y Princeton. En diciembre de 2011 regresó a Buenos Aires y comenzó a
escribir, con elementos autobiográficos, la novela El camino de Ida, que
publicó en 2013. Falleció el 6 de enero de 2017, a los 75 años de edad.
**
“Desagravio”,
cuento escrito por Ricardo Piglia, está dedicado a José Sazbón, intelectual
nacido en La Plata en 1937, que se interesó por difundir el pensamiento
marxista. Murió el 16 de septiembre de 2008 en Buenos Aires.
En el cuento el narrador omnisciente le presenta al lector un suceso que se
lleva a cabo en un día, pero el discurso del cuento es más extenso. Son dos
meses que entran en la narración gracias a que el personaje principal tiene un
recuerdo. Es decir, el primer tiempo con el que se enfrenta el lector,
específicamente el primer párrafo da paso al segundo: el pasado cercano,
analepsis. Parámetro de tiempo que va desde el día en que la esposa de este
personaje lo dejó hasta aquél donde inicia el relato: 16 de junio; el día del
desagravio. El relato tiene una estructura completamente circular, pues casi al
final de éste el narrador dice: Recién en ese momento Fabricio
supo lo que había venido a hacer. Ese momento se refiere al que
se menciona en la primera línea del cuento, Mientras los aviones pasaban en
formación y vuelo rasante hacia el río. En los dos casos, el instante
al que se alude es el detonante de los sucesos que se conectan.
Existe un paralelismo entre ellos, uno ocurre de manera global, ayuda a comprender
el contexto sociopolítico, es decir: la masacre de la plaza de mayo, la
venganza o reprimenda hacia aquellos que habían agravado a la bandera de
Argentina, y el suceso principal: el darle muerte a su esposa por el agravio de
abandonarlo. Sin embargo, esta conexión es incidental, pues el personaje no es
partidario de la política, ni siquiera está interesado en ésta. Pero desarrolla
la siguiente reflexión: si la política es el arte de lo
posible, entonces toda vida es política, de ese modo obtiene la justificación
perfecta para su actuar. Que, posteriormente, se ve en crecimiento gracias a
una idea recurrente producto del bombardeo informativo y de la tensión en el
país, el subconsciente del hombre trasladado a la realidad, en donde él: Veía el horror en los ojos de
Perón, atrás de su sonrisa simpática, después de matarlo de un
tiro. Ese destello de fatalismo es el motivo extraordinario que alienta al
personaje. Pues aquí el hombre se encuentra cerca del delirio, lo siguiente en
el cuento no es más que la materialización de la conexión entre la imagen amada
de la esposa y del líder político: éste al morir tiene una sonrisa simpática;
ella, cuando fue abordada por él, lo miró con una sonrisa rara. Y al morir
dice el narrador: tenía una expresión de asombro y de ironía.
Redacción:
Ariana Zacarías
Colaboradora de la Revista: Fatum: El Andar De Las Letras
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