El
abuelo Martín
Claudia
Piñeiro
Pasa a buscar
a su hijo a las nueve en punto, como cada sábado. Así lo acordó con Marina
cuando se separaron. El niño se le abraza a las piernas en cuanto su madre abre
la puerta. Casi sin más palabras que un saludo, ella le da su mochila. Hernán
le pide una campera. «No creo que haga falta», dice ella, pero él insiste. No
le aclara que llevará a Nicolás fuera de la ciudad, a la casa del abuelo
Martín, donde la temperatura siempre es menor en unos grados.
Para qué,
ella empezaría con sus recomendaciones: que los caballos pueden patear al chico,
que el estanque es peligroso, que no vaya a treparse a ningún árbol. Las mismas
recomendaciones que daba cuando estaban casados y que hicieron que Hernán
dejara de ir. Ahora que es tarde, se arrepiente. La muerte del abuelo Martín,
tres meses atrás, canceló cualquier posibilidad de reparación.
Es un día de
sol y la ruta está vacía. Hernán pone uno de los cedés
preferidos de
Nicolás, pero antes de salir de la ciudad su hijo ya está dormido.
Siendo así,
él prefiere el silencio y dedicarse a pensar en lo que tiene que
hacer, su
madre le encargó ocuparse de la venta de la casa. A él no le cayó
bien el
encargo; bastante tiene con sus cosas, pero era el candidato natural para la
tarea y no pudo negarse. No solo había sido el preferido de su abuelo, sino que
además es arquitecto. Qué mejor que un arquitecto para poner a punto una casa
que se quiere vender. En la familia se dice que Hernán es arquitecto por el
abuelo Martín. Mientras sus hermanos y primos andaban a caballo o se metían en
el estanque, él lo acompañaba en las múltiples tareas que le demandaba la casa.
El abuelo tenía una empresa constructora y aunque no estudió arquitectura era
como si lo hubiera hecho. Incluso mejor, muchas tareas las realizaba con sus
propias manos: levantar una pared, pintar un ambiente, reparar los techos. Por
el cariño que le tiene y si no fuera tan desastroso el estado de sus finanzas
después del divorcio, lejos de venderla, Hernán se quedaría con esa casa.
Pasa la
tranquera y se alegra de que su madre se haya ocupado al menos
de deshacerse
de los animales. Para él queda, además de las reparaciones,
contactar una
inmobiliaria, fijar un precio de venta, mandar a hacer una limpieza profunda.
Sin embargo, Hernán tiene muy claro qué será lo primero: tirar la pared que su
abuelo levantó en medio del living, una pared sin sentido arquitectónico
que divide el ambiente en dos e interrumpe el paso. Levantada para tapar un
dolor o fijarlo para siempre. Porque en medio de esa pared, frente al sillón
preferido de su abuelo, cuelga el retrato de Carmiña Núñez, su abuela, a quien
Hernán apenas conoció. Muchas tardes, cuando bajaba el sol, vio a su abuelo
sentarse con un vaso de whisky frente a esa pared y admirar el retrato.
Una mujer morena, bonita, luciendo un vestido de encaje blanco que tal vez haya
sido el que llevó puesto el día de su casamiento. Pasaban los años y el abuelo
Martín parecía seguir enamorado de ella, aferrado al recuerdo de su mujer
muerta. O eso creía Hernán, hasta que un día se lo comentó a su madre. Ella
puso mala cara: «De esa mujer yo no hablo». Entonces se dio cuenta de que casi
nadie en la familia mencionaba a su abuela, solo el abuelo Martín que, cuando
insinuaban algún enojo, decía: «Todos hablan, pero nadie sabe». Muchos años
después se enteró por una prima de que su abuela no estaba muerta sino que se
había ido con otro hombre. Nadie supo más de ella, si formó otra familia en
alguna parte del mundo, ni siquiera si seguía viva o no. Nadie volvió a
mencionarla, excepto el abuelo. Para él ella seguía inmaculada, en su vestido
de encaje con el que la contempló tantas tardes, frente a la pared que Hernán
se dispone a tirar.
A poco de
llegar, Nicolás ya se mueve en el lugar como si viviera allí.
«¿Me querés
ayudar?», le dice Hernán cuando pasa junto a él con las
herramientas.
«No», contesta el niño y se sube a la hamaca que cuelga de un árbol. Él se ríe,
le gusta que Nicolás haga lo que tenga ganas. Entra a la casa, deja las
herramientas junto a la pared y descuelga el retrato. Lo deja a un costado, ya
verá cómo deshacerse de él más tarde. Toma cincel y martillo y empieza a
golpear. Se pregunta si Marina, a pesar de haberlo negado, lo habrá dejado por
otro, como hizo su abuela. El cincel se clava con facilidad, la pared es hueca.
No le sorprende, no debía sostener nada, apenas un cuadro.
Apoya el
cincel y golpea otra vez, los ladrillos casi se le desarman en la
mano. Y una
vez más. Hasta que el cincel se engancha y queda atrapado.
Hernán tira y
la herramienta sale con un pedazo de encaje blanco, sucio,
envejecido.
Siente un mareo, como si el aire se hubiera enviciado con algo
más que el
polvillo, le cuesta respirar. Se detiene un instante a la espera de no sabe
qué. Sus ojos clavados en ese muro a medio demoler. Y de repente, como si ahora
sí lo supiera, rompe la pared con los puños, la desarma, va haciendo a un lado
los pedazos, hasta que aparece el vestido de su abuela y su esqueleto sostenido
por la tela que impidió que se convirtiera en un manojo de huesos. Se le nubla
la vista. Busca luz mirando a través de la ventana.
Nicolás acaba
de saltar de la hamaca y viene hacia la casa.
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