Continuemos aprovechando la generosidad del portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES (https://ciudadseva.com/texto/instrucciones-para-escribir-cuentos-o-novelas/) y repasemos los consejos prácticos que nos ofrece para mejorar nuestra narrativa.
Recorramos hoy los siguientes apartes de Pura Literatura:
16. Mundo ficticio
Cuando escribimos
un cuento o una novela estamos creando un mundo ficticio. Queremos que el lector entre a nuestro mundo ficticio y lo acepte como real.
Como resultado, el lector podrá reír, llorar, asustarse, alegrarse, indignarse,
etc. El lector reacciona
de esta manera porque
acepta nuestra ficción como una “realidad”.
El atrapado lector
se sumerge por completo en la buena ficción y la disfruta. Acompaña al Quijote durante sus aventuras, sus triunfos
y sus dolores. Asimismo, siente tristeza cuando mueren Úrsula Iguarán o madame
Bovary.
El lector no ha perdido el contacto con su realidad.
Aunque esté plenamente dentro de tu mundo ficticio, si de pronto siente un
temblor de tierra soltará el libro de inmediato y buscará la manera de ponerse
a salvo. Una vez terminada la crisis, volverá a sumergirse en el mundo ficticio
que has creado.
Esta, en pocas palabras, es la teoría.
Ahora bien: el mayor reto de una buena obra literaria, y de un buen escritor,
es sostener un impecable mundo ficticio a través de toda la
obra literaria. El
desafío es crear ese mundo ficticio y luego no lastimarlo ni destruirlo. El
menor defecto desbarata la ilusión del mundo ficticio y expulsa al lector a
trompadas. Luego, es difícil recuperar al lector. Si el lector abandona
el libro por una causa externa (temblor de tierra, sueño, trabajo, hambre)
felizmente vuelve a tu libro. Pero si abandona el libro debido a un defecto de
la narración, perderá los deseos de seguir leyendo.
Algunos errores
pueden ser graves. Por ejemplo, el narrador
dice que el personaje viajó desde México a Buenos Aires en avión. Unas cuantas
páginas después, dice que llegó en barco. El lector percibe esta inconsistencia
casi como un puñetazo en la cara y se pregunta si estabas borracho cuando
escribiste la obra… el lector pierde la ilusión del mundo ficticio en que
estaba sumergido.
Otros errores
pueden parecer menores, pero en realidad no hay errores insignificantes. Basta
un error ortográfico, como la falta de un acento, para absolutamente
desintegrar tu mundo ficticio. El lector se distrae, se sale de tu mundo
literario, le mira las costuras a tu obra literaria y se pregunta si el autor
sabe redactar o si es un ignorante. Los lectores no perdonan.
Un ejemplo es el siguiente:
Cuando yo llegue a la casa de mi madre y me senté a
comer, de pronto descubrí lo cansado que estaba.
El lector, con razón, piensa que se trata de una acción
futura (“cuando yo llegue”), pero luego descubre que evidentemente no se le
colocó el acento a
“llegué”, porque el resto de la oración indica que se está hablando en pasado:
“senté”, “descubrí”, “estaba”. Este tipo de error inquieta al lector y lo llena de desconfianza ante
el texto.
Veamos un caso más extremo:
Yo se la clave.
Yo sé la clave.
Yo se la clavé.
La misma oración, tres opciones. ¿Cuál es la verdadera?
Igual de
importante son las comas. Una sencilla coma cambia por completo el sentido de
la oración. Por ejemplo:
Vamos a comer niños.
Vamos a comer, niños.
El cine
nos sirve para un último ejemplo tan claro como visual. Supongamos que estamos
viendo una película histórica, ubicada durante la conquista de América en el
siglo XVI. Estamos muy sumergidos en la acción. Tememos por la vida de la
protagonista porque están a punto de matarla. Nos sudan las manos. Sentimos
estrés. Pero de pronto un micrófono grande entra a la pantalla y se queda unos
segundos encima de la cabeza de la actriz. ¿Qué nos ocurre? Sorpresa, enojo,
risa burlona, disgusto, indignación… De pronto ya no nos sentimos dentro de ese
maravilloso mundo ficticio que tanto nos gustaba. Se ha arruinado. Ahora es
solamente una película mala.
Tu cuento o novela
deben estar perfectos. Tu objetivo es crear un mundo ficticio verosímil.
Cualquier error bastará para desmantelar el mundo ficticio que tanto trabajo te
ha dado crear… y te dejará sin lectores.
No basta, por
tanto, con escribir una buena obra literaria. También es fundamental no cometer
errores.
17. Pomposidad, verbosidad
Alguien podría escribir:
La espigada homo sapiens del género
femíneo deglutió con alborozo la guayaba rosácea y esferoidal.
A este defecto se le conoce como pomposidad, verbosidad,
afectación, verborrea, ampulosidad, barroquismo y de muchas maneras más.
El problema es evidente. La literatura tiende a buscar la
naturalidad. Además, es bueno que el lector comprenda lo que está leyendo.
Por eso aconsejo siempre buscar la manera más
directa de decir lo que queremos decir. El mismo mensaje de arriba puede
redactarse de maneras más agradables. Una de ellas sería:
La mujer alta se comió la guayaba con
placer.
Recomiendo evitar la pomposidad. Pero, por supuesto, en el arte siempre hay excepciones. Y pueden ser muchas.
Por un lado, puede que el escritor pretenda crear
su propio lenguaje barroco. Sabe lo que hace y lo que escribe. No son
disparates producto del descuido o la pedantería, sino manejos o juegos
artísticos con el lenguaje. Varios autores han hecho esto y supongo que lo
seguirán haciendo.
Otra
excepción podría ser un personaje nuestro. Ya sea en primera
persona o en diálogo, resulta que un personaje de nuestro cuento o novela habla
de manera pomposa y le encanta expeler verborrea. Si el personaje es así, no podemos corregirlo. Hay que
dejar que se exprese según su naturaleza. Pero en este caso el autor tendrá el
difícil desafío de escribir verborrea divertida; de lo contrario, el lector
aborrecido tirará el libro contra la pared.
Supongo que hay otras excepciones que
en este momento no me vienen a la mente. Lo importante es lo siguiente: a menos
de que se trate de un manejo consciente del lenguaje, lo ideal (sobre todo en
el caso de un principiante) es buscar una escritura natural y clara… y evitar
tanto la pedantería como la pomposidad vacua.
En vez de obligar a nuestro personaje
a gritar: “¡Advertencia apremiante: una flama candente e ígnea se disemina de
forma díscola e indómita por nuestro dilecto y vetusto domicilio!”, es mucho
mejor que grite: “¡Fuego!”
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