PÉRDIDAS
El sol brillando en lo alto, y la noticia de que hace un mes no se reportan
casos positivos para coronavirus, me animan a tomar la decisión de salir de mi
casa. Han pasado seis meses desde el día en que el gobierno ordenó
confinamiento por el virus. Hace tres meses que las personas mayores tenemos
permiso para salir. Yo, sin embargo, demasiado temerosa de la enfermedad y
sobre todo de la muerte, decidí que declarar la apertura social no era igual al
final biológico del virus, y no saldría hasta que esto último sucediera.
Mi puerta, en este tiempo, se ha abierto solo para recoger los domicilios
de las compras virtuales o telefónicas. Monté un mundo entero en el interior de
mi casa: el caminador eléctrico y algunas pesas se han convertido en gimnasio, el
televisor, un sofá y la conexión a internet en sala de cine, algunas materas
con plantas que riego todos los días en jardín, mi ventana en el contacto
lejano con la naturaleza, la pantalla del computador en aula de clase y sitio
de encuentro con los que amo. El afán por la supervivencia sacrificado al disfrute
de una vida real.
Abro mi closet, dudo qué ponerme, —ayer me habría limitado a escoger entre dos
o tres vestimentas cómodas— decido lo más fácil, un bluyín y una camisa blanca,
preguntándome si aún estará a la moda. Me
recojo el pelo, ahora largo, en una media cola y me maquillo suavemente. Se me
hace extraño coger una cartera, hace mucho que no la necesito.
No sé definir la sensación que me embarga cuando atravieso la puerta de mi
casa, una mezcla entre temor, extrañeza y felicidad, cual si fuera a subir en una
montaña rusa. Todos mis sentidos, guardados por tanto tiempo, se despliegan, como
una flor que brota. Siento que me abraza la calidez de los tenues rayos del sol
sobre la piel, mientras lleno con bocanadas de aire fresco mis pulmones.
Me atrevo a pisar la calle, reconozco la rugosidad del pavimento bajo mis
pies. Camino. Dos cuadras más arriba de mi casa me detengo en el parque, los
árboles de eucalipto me atraen con un olor que me parece nuevo, el prado con su
verdor me llama a sentarme. Con pena de parecer ridícula, me agacho para
rozarlo con mis manos y palpar su humedad. Observo una pareja que se besa
libremente y unos niños que juegan con su perro. Es el goce de vida que se me
aparece en todo su esplendor. Llego a la avenida principal y el mundo irrumpe
ante mí. Escucho el mismo ruido antiguo
de los carros y los vendedores. Sin embargo, muchas cosas han cambiado. El
hueco que había que saltar en medio de la calle, lo han tapado. Un aviso de
alquiler sella la puerta de un viejo restaurante, pero, en su mayoría, los
almacenes están abiertos. Algunos, diferentes a los de antes. La hermosa tienda
de decoración frente a cuya vitrina me gustaba detenerme ya no existe, ahora venden
allí tecnología sin mayor atractivo. Los locales de ropa exhiben blusas y
pantalones amplios, con diseños evocando una naturaleza selvática. —Definitivamente
mi closet requiere una renovación—.
—¡Lina! —escucho que me nombran a unos pasos de distancia. Es Elsa; nunca
la llamé durante el confinamiento. Tuve
que controlar el impulso de detenerla con las manos cuando observé que se lanzaba
hacia mí para saludarme con un abrazo. Le di un beso en la mejilla. Mi primer
contacto real con una persona.
—Hola, que alegría de verte— Me parece un poco más vieja. Supongo que
pensara igual de mí.
—Sí, tenemos mucho para desatrasarnos. Vamos a tomar un café. Abrieron uno
nuevo allí en la esquina, —¿te acuerdas? — donde quedaba “El Sosiego”.
Me dejo llevar. Extrañaba sentarme despreocupadamente para ser atendida por
alguien; pedimos un café para cada una. Ella habla sin parar. Yo la observo,
notando la gran diferencia entre tener una pantalla a una persona tangible frente
a mis ojos. Fascinada, sigo sus gesticulaciones, los movimientos de su cuerpo.
Debo estar más atenta, ponerle cuidado a lo que dice, reflexiono. Entonces, como
si no fuera poco lo que dejamos de vivir y de sentir, le escucho una expresión
funesta: “nuestras pérdidas del coronavirus”, antes de despacharse con una
lista de las personas que murieron durante este tiempo.
—… y Tomás Cáceres. No sé si fue por coronavirus, fue muy repentino, y como
no se hacían velorios ni ceremonias de entierro, vinimos a saber muchos días
después.
Me quedo muda. ¡Tomás! mi Tomás, el hombre que más he amado. Hace mucho que
murió en mi vida, pero otra cosa es saber que su muerte es cierta, saber que,
aunque sea por un azar lejano, la posibilidad de encontrarlo en una calle
cualquiera ya no existe. El sentido de la frase de Borges: Ya somos el
olvido que seremos, se me hizo tan claro que el sol que había abierto mi
puerta se escondió y quise regresar a mi casa para llorarlo por postrera vez.
Mariae, junio de 2020