Rififí
para novios
Berto
Valnez sujetaba a su enorme lobo siberiano de una trailla: unacadena de acero.
El lobo se llamaba «Stalingrado». Era prácticamente una bestia feroz, aunque
estuviera clasificado como perro. Conocía sólo a Berto y a un par más de
personas de la fábrica. A todos los demás estaba siempre dispuesto a
destrozarlos si Berto no lo sujetara.
Eran las seis de la mañana, pero todavía estaba
oscuro. Aún debía dar cuatro vueltas. Luego, a las siete, llegaría
el guardián de día y lo relevaría. Con paciencia, aunque cansado, reanudó
su monótono viaje. El gran establecimiento farmacéutico estaba compuesto de dos
grandes edificios, uno de cuatro pisos, con los laboratorios y las oficinas, y
otro, extendido horizontalmente, de una serie de naves, unidas unas a otras,
con toda la maquinaria para la fabricación y envase de los productos.
Además
de Berto Valnez, había otro guardián, sin perro, Lorio Aspasis, un viejo débil
que hablaba un torinés cerradísimo, tanto que al propio Berto le costaba
mucho comprenderlo. Se alternaban la vigilancia; una vez Lorio inspeccionaba
las naves mientras Berto atendía a las oficinas, y luego a la inversa. Había
entre las dos construcciones cerca de unos treinta relojes de control. Una
vuelta entera al edificio requería por lo menos veinte minutos, y con
«Stalingrado» que tiraba desesperadamente de la cadena como si arrastrase un
trineo con seis personas, el paseo era todavía más fatigoso.
A las seis y cuarto, Berto estaba en el cuarto piso
de la construcción de las oficinas. Marcó en el reloj de control del
piso y se dirigió inmediatamente a la puerta blindada del número 10. Esta
puerta daba a la habitación más celosamente reservada del establecimiento, la emme di, el almacén de drogas. Aunque no se veía cable alguno o
ingenio cualquiera —era una puerta absolutamente igual que las demás—, bastaba
tocar el tirador, o intentar forzar la puerta lo más mínimo para que se pusiera
en acción la señal de alarma, directamente también en la comisaría, y en cuatro
minutos comparecía íntegro el comando antidroga de la policía.
Todas estas precauciones se habían tomado porque en el interior del
almacén había una caja fuerte con mayores riquezas que las que pudiese guardar
el más rico joyero de Turín. Había kilos de morfina y sus derivados, opio puro
y opiáceos, anfetamínicos de gran potencia y también alucinógenos de diverso
tipo, entre ellos el LSD. Algunos de estos alucinógenos se vendían en el
mercado negro hasta cien mil liras el gramo. En comparación con ellos el oro se
convertía en un metal para pobres.
En la pared vecina a la puerta del emme estaban encendidas tres luces, lastres azules.
Esto quería decir que todo iba bien. La primera luz indicaba que el grupo
electrógeno, en el interior del almacén, no había sido tocado. En efecto, los
ladrones podrían cortar los hilos de la corriente que suministraba energía
a todo el establecimiento, de manera que impidiesen el funcionamiento de la señal
de la alarma, pero esto no podía suceder porque el grupo electrógeno proporcionaría
energía autónoma, aunque se cortaran todos los cables. La segunda luz indicaba
que el sistema de alarma encerrado en la caja fuerte funcionaba con
regularidad. También estaba provisto de un reloj con un rollo de papel que se
detenía instantáneamente apenas alguien intentaba forzar la caja. La tercera
luz era el super control, o la prueba del nueve: si el generador se averiaba o
la alarma de la caja no funcionaba bien, la lámpara azul cambiaba el color por
el rojo. Todo estaba en orden: esto es lo que vio Berto al controlar las tres
lámparas de suave luz azul. Mientras tanto «Stalingrado» tiraba de la traílla,
gruñía y resoplaba porque quería salir afuera.
Berto descendió al entresuelo y se encontró con
Lorio en el patio. Había terminado la inspección de las naves y se disponía a
relevarlo para visitar la construcción de las oficinas. Fumaron un cigarrillo
al aire frío que los desveló un poco.
—Me gustaría saber cómo te las arreglarás cuando tengas que pasar la
noche de bodas, si sigues siendo guardián de noche —dijo Lorio—. Era la acostumbrada
broma que dedicaba a su compañero cuando supo que Berto se casaba. —Podrías
pedirle al jefe de personal que la noche de bodas te deje traer aquí a tu
mujer, a la oficina del director en la que hay un diván de casi tres plazas.
Así, un rato haces la guardia con «Stalingrado» y otro rato haces de
marido.
—Basta
ya. Era siempre la misma broma. Lo odiaba. Por lo demás, había días que lo odiaba
todo y a todos, incluso a Evelina. A las siete menos diez llegó el vigilante de
tumo y Berto se fue a su casa a dormir. Vivía con su madre. No durmió nada, ni
siquiera un minuto. A la una se levantó. Su madre le había preparado las fetuccini con el tocino, pero él no comió nada.
—¿No
te encuentras bien?
—Estoy
muy bien. Sólo un poco nervioso. Esperó hasta las dos. A las
dos, puntualísima, llegó Evelina.
Era
domingo, y el domingo él y Evelina iban a ver su casa. Era una construcción muy
grande, que no tenía nada de grupo cuartel, ni siquiera a doscientos metros de
la casa de la madre de él. En torno había un gran prado vallado, con algunos
arbolillos, con columpios, de todas clases y otros artilugios para que jueguen
los niños. Parecía una construcción para ricos y estaban orgullosos de ella.
Él, desde hacía algún tiempo sentía ansiedad y angustia.
Atravesaron el jardín en aquel nublado día de
diciembre. Entraron en el ascensor —aquella casa tenía incluso ascensor— y
subieron hasta el cuarto piso, avanzaron por el corredor hasta la cuarta puerta
en la que ya figuraba la tarjeta con el apellido de él: Valnez. Tenían las
llaves, señal de propiedad, porque aquel piso era suyo, lo habían
comprado, a plazos, pero comprado.
Entraron y cerraron la puerta. El piso estaba
completamente vacío. Del techo colgaban los cables de la luz, pero sin bombilla
ni portalámparas. No había mueble alguno en ninguna de las tres habitaciones,
ni siquiera una silla. Los cristales tenían pintada aún la gran S dibujada con
el yeso de los estucadores que habían dejado listas ya las habitaciones.
Recorrieron en silencio su casa, y sus pasos resonaban en el vacío. Comprobaron
si en la cocina había agua caliente. La había. Estaba encendido asimismo el termosifón.
También en el cuarto de baño examinaron los grifos del agua. Todo funcionaba
bien. Luego se dirigieron a la habitación que sería su alcoba. Estaban al aire
los hilos para colocar las lámparas que irían sobre las mesillas de noche. Se sentaron
en el suelo, en el lugar donde colocarían el lecho. Cada domingo hacían lo
mismo.
—¿Por
qué no hablas? —le preguntó
ella. —Ah, si quieres que hable, hablaré en seguida. —Berto encendió uncigarrillo—.
No tengo una lira. He estado revolviendo cielo y tierra durante dos días. La
Caja de Préstamos no me da una lira porque dice que no ofrezco garantías, y
además añaden que tengo un oficio peligroso, de vigilante nocturno. Los
ladrones pueden matarme y luego les será difícil a ellos reembolsarse el
préstamo reclamando a los herederos. En el banco casi me echaron a puntapiés.
Ya me han concedido demasiado con la garantía de un piso tan pequeño y si no
pago las próximas letras se quedarán con él. En la fábrica he pedido un
préstamo, pero el administrador me lo ha negado. No hay nada que hacer,
Evelina. Si nos casamos tendremos que dormir en el suelo, sin luz. Mi madre no
te quiere en su casa porque te odia puesto que te llevas a su único hijo varón,
y no puedo dormir contigo en el convento de las paulinas, porque las hermanas
no lo querrían. Ella le tomó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Dijo
pensativa y apasionada:
—Nos
bastaría un colchón, un colchón y una bombilla. El viernes, cuando cobre, yo
lo compraré.
—Sí,
realmente, bastaría un colchón —replicó Berto
amargamente—. Un colchón, una bombilla y acaso también una silla. Yo diría
que también una mesa. Acaso, no obstante, podamos ahorrarnos la mesa y sea
posible comer en el suelo, pero, por lo menos, necesitamos los cubiertos y los
platos. La sopa, por ejemplo, no podemos tomarla con las manos… —Se encogió de hombros—.
Evelina, es inútil hacerse ilusiones: tendremos que aplazar las amonestaciones.
No podremos casarnos dentro de una semana. Tal vez ni siquiera dentro de un
mes. Hemos gastado todos nuestros ahorros para comprar en parte esta casa
porque todavía tenemos que pagar seis millones, y me gustaría ver dónde los
encontramos. De manera que el resultado es que ya no tenemos dinero y que esta
casa no es todavía nuestra y a saber si nunca lo será.
Evelina lo besó para hacerlo callar. Ella
esperaba, esperaba siempre, acaso en un milagro.
El café cerca de la empresa, donde solía pasar
media hora antes de reanudar el servicio, porque a las nueve acompañaba a
Evelina a las beatas paulinas y él hasta las diez no tenía nada que hacer.
Las acostumbradas caras, el dueño detrás de la caja, nervioso porque el local
estaba vacío, el joven camarero que hojeaba una revista sólo para hombres y
así, de vez en cuando, le venía un tic en el ojo derecho, los dos acostumbrados
mocosos que jugaban al millón con el cigarrillo en los labios y un ojo
cerrado para evitar el humo que les subía a la cara. Luego Giovanni, llamado
Hijo de Mamá, que estaba sentado a una mesa con una jarra de cerveza, y con los
naipes se ejercitaba en hacer trampas, porque no era tipo para hacer
solitarios. Y fue el Hijo de Mamá quien se levantó llevando en las manos la
baraja yla jarra de cerveza y fue a sentarse a su mesa.
—Hola,
Berto. ¿Qué tal te va?
—Muy bien —repuso Berto, moviendo la cucharilla en la vacía taza decafé.
—Estoy
contento —continuó Hijo de Mamá, socarrón—. Me ha dicho un pajarito
que para casarte no te iría mal un millón.
—¿Por
qué? ¿Tienes la intención de dármelo?
—Precisamente.
Mira esto. —Comenzó a colocar los naipes sobre la mesa —. Tú trabajas en
una empresa farmacéutica, a pocos centenares de metros de aquí. Estas cuatro
cartas, una después de otra, son los cuatro pisos del edificio de las oficinas.
He sabido por casualidad que en el cuarto piso hay una habitación especial. Se
llama emme di, almacén de drogas.
Como verás, estoy bien informado. Luego he sabido también que en esa habitación
hay una caja fuerte que no contiene oro ni brillantes, sino algo mejor:
drogas.
—¿Y qué? —preguntó
Berto entornando los ojos y acomodándose mejor contra el
respaldo de la silla.
—Admitamos
entonces que alguien quiera entrar en esta estancia emme di diez y se llevase lo que hay en
la caja. La cosa es muy difícil, ¿no crees? Hay un guardián con un lobo
siberiano que da miedo sólo verlo, y, por si fuera poco, otro guardián, los dos
armados y dispuestos a disparar. Pero admitamos que este alguien pueda
neutralizar a los vigilantes y llegar ante la puerta diez. Todavía no ha
pensado nada. Apenas toca el tirador de la puerta o trata de trabajar ésta,
suenan todos los timbres y a los pocos minutos comparece la policía. Es inútil
cortar los cables de la corriente, porque las señales de alarmade la
puerta diez están conectadas con un grupo electrógeno autónomo que hay en esa
habitación. Ese alguien sólo tiene un medio.
Berto
seguía mirando su taza de café vacía. Sentía curiosidad por saber qué medio era
ese.
—Tú
sabes que cerca de la puerta diez está la boca de
la manguera contraincendios. Esta boca ha sido excavada en la pared que da
a la habitación emme di, de manera que el muro,
en ese lugar, resulta de un espesor mínimo y con pocos golpes se puede
abrir un buen agujero. A través de este agujero se hace pasar a un chico flaco
que entra en la habitación diez y apaga el grupo electrógeno. Abrir luego la
puerta es cosa de juego. Y abrir después la caja es sólo cuestión de
nitroglicerina y ese alguien, con sus amigos, se lleva todos los hermosos
polvitos y frasquitos que hay en la caja.
Berto
no dijo nada, pero Hijo de Mamá continuó tranquilamente:
—Claro está que ese alguien no conseguirá nada si no tiene la ayuda deuno
de los vigilantes, por ejemplo, el que lleva el perro. Ese alguien podría, por
ejemplo, dar al vigilante una botella con cloroformo y un poco de algodón. A la
hora convenida, el vigilante pone el algodón con cloroformo en las narices del
perro, y así durante media hora no hay temor de que ladre. Luego ese alguien
entra con sus amigos, inmovilizan al otro vigilante, siempre con el cloroformo,
sube al cuarto piso, y trabajo hecho.
Berto
dejó sobre la mesa las cincuenta liras para pagar el café.
—¿Tienes
algo más que decir? —preguntó a Hijo de Mamá.
—Sí, ¿ves este sobre? —Sacó del bolsillo un sobre bien repleto—. En
realidad, no está muy hinchado, pero en él hay medio millón, cincuenta billetes
de diez mil —y con discreción, para que los clientes del café no lo viesen, se
lo mostró—. Son un buen adelanto para amueblar el piso de unos novios. Pero
esto es nada. Apenas hayamos dado el golpe, te daré otro millón y medio.
Piénsalo. Mañana volveré por aquí.
A las dos de la madrugada del día convenido,
«Stalingrado», después de haber gruñido ligeramente bajo el algodón empapado en
cloroformo, se arrodilló primero en tierra como un toro moribundo y luego se
dejó caer de lado. Berto tenía en el bolsillo el sobre con el medio millón,
arrastró al animal a un oscuro rincón del patio y fue luego a abrir la puerta de
entrada. Inmediatamente entraron Hijo de Mamá y otras dos personas, una de las cuales
era un chiquillo que no tendría más de doce años. El mayor, con el algodón
empapado en cloroformo, se dirigió a las naves, saltó sobre Lorio, el otro
guardián, y lo durmió antes de que pudiese emitir el más pequeño gemido.
Luego Berto lo condujo al cuarto piso. Hijo de Mamá
y los demás llevaron a cabo el plan establecido. Abrieron fácilmente un hueco
en el lugar de la pared donde se hallaba la bomba contra incendios y el
chiquillo penetró en la habitación diez. En aquel preciso momento Hijo de Mamá
saltó sobre Berto y le aplicó el algodón con cloroformo. A pesar de un intento
de reacción, Berto no pudo hacer nada y cayó fulminado por el sueño. Sonriendo,
Hijo de Mamá le quitó del bolsillo el sobre con el medio millón. Siguió el
rififí. El chiquillo desconectó el grupo electrógeno.
—Hecho
—dijo a sus compañeros que estaban afuera.
Berto, cuando se despertó, se encontró en el diván
de tres plazas del despacho del director. Vio a su lado a un agente de policía.
Además, la habitación estaba llena de policías, y también el director que le
sonreía al ver que se despertaba. Había asimismo un hombre que le tomaba el
pulso: debía de ser el médico.
—¿Los
han detenido? —preguntó Berto al agente.
—A
todos.
—¿Cómo
está «Stalingrado»?
—Muy
bien —repuso
Lorio que aún tenía en los ojos un poco del sueño
del cloroformo.
—Tenemos
también las quinientas mil liras que le dieron. Se
las quitaron apenas se quedó dormido.
—He de darle
las gracias, señor Valnez —dijo el director acercándose—.
Ha hecho usted que se capturase a la peor banda de la zona.
«Bueno
—pensó Berto—. Gracias por las gracias».
Al día siguiente era domingo. Él y Evelina
entraron en su casa. Controlaron el agua, abrieron un poco las ventanas, pero
las cerraron pronto porque hacía frío y fueron a sentarse en el suelo, en la
habitación destinada a alcoba. Él encendió un cigarrillo.
—Mira
esto —dijo. Sacó del bolsillo una cartulina doblada en dos.
—¿Qué
es? —preguntó Evelina.
—Una tarjeta de compras
para los grandes almacenes, garantizada por la empresa.
Podemos gastar hasta medio millón… Pagaré en pequeños plazos.
De pronto ella vio en las estancias vacías
germinar, como flores, medio millón en muebles: el lecho, la mesa, las sillas,
un hermoso armario y las lámparas y los visillos de las ventanas. Pero
comprendió también que no olvidaría nunca la dulzura de aquellas horas
transcurridas sentada en el suelo, al lado de él.
Berto
le puso una mano en la rodilla y sacudió la cabeza.
—¡Qué estúpidos! —dijo—. ¿Cómo no pensaron que yo avisaría a la
policía? ¿Cómo pudieron creer que yo les ayudaría?