Seguimos aprovechando la generosidad del portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES (https://ciudadseva.com/texto/instrucciones-para-escribir-cuentos-o-novelas/) y repasemos los consejos prácticos que nos ofrece para mejorar nuestra narrativa.
Recorramos hoy el siguiente aparte (7 ) de Pura Literatura:
7.Diálogos
Consideraciones
técnicas
Los diálogos normalmente se marcan con rayas.
Tamaño
de las rayas:
Hay varios tamaños de rayas. En general, yo diría que básicamente están la corta, la mediana y la grande.
¿Cuál raya
debe usarse para los diálogos de los cuentos o novelas? No importa. Usa la que
prefieras. Cuando se trata de tus manuscritos, realmente da igual.
Cuando
llega el momento de publicar el libro, cada editorial ya tiene su estilo y
preferencias. Usarán para tu libro la raya que utilizan para todos sus libros.
En mis
textos (en mi computadora) prefiero poner la raya mediana, ni muy larga ni muy
corta, simplemente por razones estéticas. La larga me parece que desperdicia
mucho espacio y la corta me parece demasiado corta. Pero, repito, es solo para
uso personal, en mi computadora, porque la editorial, como ya dije, usa la raya
que sus artistas gráficos prefieren.
Cuando un texto se va a publicar en Internet, como en el
caso de Ciudad Seva, el problema es que las rayas largas y medianas a veces
no salen bien; el lector solo ve basurilla digital (un montón de signos locos),
en vez de la raya. Por eso, cuando es una publicación puramente digital, como
el caso de los cuentos de Ciudad Seva, lo preferible es usar la raya pequeña,
que es la que está en el teclado (normalmente a la derecha del 0). Esta raya
pequeña es la más confiable porque nunca se distorsiona.
Por otra parte, el diálogo se compone de dos partes: el diálogo mismo y
las acotaciones. Una acotación es una nota que explica la acción, el
pensamiento, el espacio circundante, la apariencia física o el estado emocional
de los personajes. Veamos el siguiente ejemplo:
-¿Ya compraste el auto?
-Ayer.
-¿Y te gusta?
-¿Realmente te importa?
Al leer lo anterior, nos parece que la persona que
pregunta “¿Y te gusta”? lo hace de manera normal, por curiosidad. Y luego
nos da la impresión de que la otra persona le contesta en un tono impertinente
o malcriado al preguntar: “¿Realmente te importa?” Sin embargo, las acotaciones pueden cambiar
por completo el sentido de un diálogo. Veamos ahora:
-¿Ya compraste el auto?
-Ayer.
-¿Y te gusta? -pregunta Ester, altanera.
-¿Realmente te importa? -contesta José, temeroso.
En los primeros dos párrafos no hay acotaciones. Solo
diálogo. Los párrafos tercero y cuarto incluyen acotaciones que modifican
radicalmente la lectura. Ahora nos enteramos de que Ester está enojada y de que
José tiene una actitud temerosa.
Decir “¿Realmente te importa?” en tono altanero o
temeroso obviamente no es lo mismo. Y muchas veces la acotación es la única manera de comunicar
esta diferencia.
Es decisión del
autor incluir o no incluir acotaciones en sus diálogos.
Bien, ya conocemos los aspectos técnicos de las rayas y
las acotaciones. Así que pasemos a los criterios literarios que rigen la creación de diálogos.
Usar oraciones
cortas, directas, al grano
Los poemas épicos (La ilíada, El mío Cid, etc.) se destacan por los larguísimos monólogos de sus
personajes. Durante varias páginas hablan y hablan de manera incansable,
solemne y pomposa. Asimismo ocurre con el teatro del Siglo de Oro español, en
que personajes como Segismundo, de La vida
es sueño, de pronto declaman
larguísimos monólogos reflexivos.
El diálogo moderno
es diferente porque busca la naturalidad. En la vida real normalmente hablamos
en frases cortas, al grano y con elipsis. Y
así deben ser los diálogos de tu narración. Por supuesto que hay excepciones.
De vez en cuando hay personajes que hablan y hablan y hablan. Pero si deseas utilizar a un
personaje que hable mucho debes estar seguro de que su diálogo tenga algún
elemento (cómico, original, sorprendente, morboso, reflexivo, filosófico, etc.)
que realmente fascine al lector. O que su largo parlamento contenga información esencial
para la obra. De lo contrario, será insufriblemente aburrido.
No basta solamente con que las oraciones sean cortas. Si
no se manejan bien, el diálogo con frases cortas también puede resultar
aburrido.
Véase el siguiente diálogo que para un lector del siglo
XXI el ejemplo es una tortura insufrible. Seguramente le darán ganas de tirar
el libro contra la pared.
-Hola.
-Hola.
-¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tú?
-No me quejo.
-Ah, me alegro.
-¿Quieres un café?
-No quiero ser una molestia.
-No es molestia.
-Pues bien, gracias.
-¿Con leche?
-Sí, gracias.
-¿Y azúcar?
-Sí, también. Gracias.
-¿Azúcar blanca o morena?
-Cualquiera. Me da igual.
-¿Cuántas cucharaditas?
-Solamente dos, gracias.
-¿Y qué te trae por acá?
Claro, en cierta medida reproduce fielmente
conversaciones de la vida real. Con frecuencia hablamos en esta forma. Pero crear diálogo no es
cuestión de reproducir el habla diaria. En ese caso cualquier persona
podría escribir diálogo porque le bastaría con grabar una conversación al azar
y luego ponerla por escrito. Pero
los escritores no somos grabadoras. El arte del diálogo consiste en crear un balance; es
decir, un diálogo que suene natural, pero que ha sido trabajado literariamente
para mantener la tensión narrativa y no aburrir.
Una versión más efectiva del diálogo
anterior sería algo así:
-Ah, Pedro, ¡tanto tiempo! ¿Te tomas un café?
-Sí, claro, con gusto.
-¿Y qué te trae por acá?
Con estas tres intervenciones (en vez de las 19
anteriores) basta para que el personaje pueda empezar a contestar “qué lo trae”
a la casa de su amigo.
Elipsis
Al dialogar utilizamos la elipsis. Veamos un ejemplo
pésimo:
Un hombre pasa por la carretera en su automóvil.
Ve a una mujer de pie, al lado de un carro. El hombre detiene su auto y nota
que el de la mujer tiene una llanta vacía:
-Hola, señorita, buenos días.
-Buenos días.
-¿Tiene una goma vacía?
-Sí, caballero.
-Ah, pues con mucho gusto voy a ayudarla.
Estacionaré mi auto al otro lado de la carretera.
-Gracias, señor.
El hombre estaciona el carro y camina hasta la
mujer:
-¿Tiene usted gato, señorita?
-No sé si tengo gato. Es que no sé nada sobre
autos. Lo siento mucho.
-No hay problema, señorita, entonces por favor
abra el baúl.
-Como no, caballero.
En este ejemplo sobran palabras. En realidad, parece un
diálogo de telenovelas, donde todo se dice y se redice de forma ampulosa. Pero
pensemos en la vida real, porque el diálogo debe ser natural. En ese caso, tal vez sería algo
así:
Un hombre pasa por la carretera en su automóvil.
Ve a una mujer de pie, al lado de un carro. El hombre detiene su auto y nota
que el de la mujer tiene una llanta vacía:
-Hola, ¿tienes gato?
-Perdona, es que no sé nada sobre carros.
-Un momento.
El hombre estaciona el carro y camina hasta la
mujer:
-Por favor, abre el baúl para ver si tienes gato.
-Sí, claro, muchas gracias.
Ahora el diálogo suena más natural porque va al grano y
utiliza la elipsis.
La elipsis es la
omisión voluntaria de un segmento de nuestra oración que el lector (u oyente)
puede inferir. Los siguientes son ejemplos
clásicos (y obvios) de elipsis verbales:
-Dime con quién andas…
-Más vale pájaro en mano…
-Al buen entendedor…
Cuando omitimos el resto de una de estas frases, el
lector comprende lo que queremos decir. Sabe que terminan con “y te diré quién
eres”, “que cien volando” o “con pocas palabras bastan”. Por eso, en nuestra
cultura, a menos que estemos hablando con niños, basta con decir: “Ahora estás
sin dinero. Debiste coger los diez mil pesos cuando te los ofrecieron. Más vale
pájaro en mano…”
Al dialogar,
usamos la elipsis continuamente. De hecho,
desde el momento en que nos saludamos usamos la elipsis. Un saludo muy común es
“¿Qué tal?” ¿Qué significa “qué tal”? En realidad no significa nada, es una
oración incompleta. El saludo correcto y completo sería “¿Qué tal estás hoy?” o
“¿Qué tal te encuentras hoy?” Pero hubo un momento en que la segunda mitad de
la oración dejó de hacer falta. A todo el mundo le bastaba con escuchar “¿Qué
tal?” para saber lo que se le preguntaba. Y “¿Qué tal?” se convirtió en una
elipsis. Algo similar ocurrió con la palabra “adiós”. Al principio, al
despedirnos, decíamos “Te encomiendo a Dios”. Y pasaron los siglos. Y llegó el
momento en que algún escritor, lingüista o vago comprendió que bastaba con
“adiós” para que el receptor comprendiera el mensaje.
Ahora que sabemos lo que es la elipsis, es fundamental
utilizarla en el diálogo. Al hablar usamos la elipsis porque apoyamos nuestras
palabras con gestos faciales, movimientos con las manos o corporales… y hasta
con silencios.
Si estoy con un amigo en una calle con muchos
restaurantes, y escojo al fin dónde quiero comer, es probable que le diga:
-Vamos.
Y que luego indique con una mano o con la mirada el
restaurante al que quiero ir. No es necesario que diga:
-Ah, Miguel, luego de estar aquí parados cinco
minutos, he optado por comer en el Restaurante Las Delicias, ese que tenemos al
otro lado de la calle, ligeramente a la derecha, como a treinta metros de
distancia, con la fachada verde y las puertas blancas.
Un diálogo como el anterior nos indica, de inmediato, que
el autor es un principiante… o un escritor con poco talento.
Voz propia
Cada personaje
debe tener voz propia; o sea, hablar de un modo particular. Idealmente, en nuestra novela o cuento debería llegar
el momento en que el
lector sepa quién habla sin que el narrador tenga que decirlo. Esto se logra
por el nivel cultural del personaje, su vocabulario, sus muletillas, su sentido
del humor, su sintaxis o cualquier otro elemento que lo destaque. En la
novela Don Quijote, de Cervantes, llega un momento, bastante temprano en la
obra, en que al leer un diálogo sabemos de inmediato si habla don Quijote o
Sancho Panza.
Es importante esta diferencia porque todo lector,
consciente o inconscientemente, sabe que una abuelita de 80 años de edad no
habla como su nieta de 15. Es
un defecto que todos los personajes hablen iguales. Los
escritores principiantes frecuentemente cometen el error de poner a todos los
personajes a hablar de la misma manera, con el mismo sentido de humor, la misma
sensibilidad, los mismos comentarios irónicos, el mismo arrojo, el mismo
sarcasmo, etc. Con
frecuencia la forma de hablar de los personajes es la misma del autor. Este es
un enorme defecto.
Lenguaje fonético
No recomiendo el uso del lenguaje fonético (“abogao” en
vez de “abogado”). Es irritante y difícil de leer. Además, no es auténtico. Por
lo general se usa el
lenguaje fonético para representar el habla de campesinos, personajes urbanos
pobres, criminales, etc. Pero ¿son ellos los únicos que se saltan letras
o sílabas al hablar? Nadie, en ningún país, pronuncia absolutamente todas las
letras cuando habla. A veces, incluso, pronuncian las letras de manera
diferente. Muchos españoles pronuncian la D final como Z. Dicen que viven en
“Madriz” o que han dicho toda la “verdaz”. Y los puertorriqueños tendemos a
pronunciar algunas R como L, de modo que decimos “puelto” o “comel”.
Si realmente queremos
reproducir de manera fonética el habla de un personaje, tendríamos que hacerlo
con todos los personajes de nuestro libro,
desde el más pobre hasta el más rico, desde el menos educado hasta el
catedrático más prestigioso. Por
eso no tiene sentido hacerlo, salvo en excepciones. En la literatura siempre
hay excepciones.
Regionalismos
Sobre 20 países hablan español en el mundo, somos unos
500 millones de hispanohablantes. Si escribes con los regionalismos de tu país, los lectores de los otros
no te entenderán. Hoy día quedan muchas obras clásicas que se
escribieron originalmente con regionalismos. Ahora se leen en las escuelas o
universidades solo porque son lectura obligada. Pocos lectores van a una
librería a comprar estas obras por placer. Durante una época estuvieron de
moda, pero ahora es normal que las ediciones de estos libros incluyan glosarios
en la parte de atrás para poder comprender el texto. En mi experiencia, a pocas personas les gusta leer
libros con glosarios. Por eso no creo que sea buena idea escribir con regionalismos. Si
consideras indispensable utilizar algunas palabras para ambientar tu texto, vale, pero en ese caso no
abuses. Haz como Juan Rulfo, que usa pocos regionalismos para “sazonar”
sus textos, pero los utiliza de manera que un lector no mexicano, por el
contexto, puede deducir el significado (sin utilizar un glosario). Asimismo,
ocurre con Gabriel García Márquez. Es puramente colombiano, nadie lo duda, sin
embargo, cualquier persona
que conozca la lengua española comprende sus libros sin problemas. Esa es la
clave.
Como en casi todo lo relacionado con la literatura, hay
excepciones. Grandes escritores argentinos, como Julio Cortázar y Jorge Luis
Borges, escribieron en el lunfardo argentino que ya se conoce ampliamente en el
entorno hispanohablante. De todos modos, no es difícil, para quien lo lee por
primera vez, comprender que “vos” significa “tú” y que algunas palabras, como
el imperativo, se acentúan de forma diferente.
¿Quién habla?
Es fundamental
escribir el diálogo con claridad, de modo que el lector sepa, en cada instante,
quién habla. Hay autores que no desean
utilizar acotaciones; como resultado, hay momentos en que el lector se pierde,
no sabe quién habla. Esta es una situación que se debe evitar. Cuando hablan
solo dos personas quizás no sean tan importantes las acotaciones. Si uno de los
personajes es femenino (Juana) y el otro masculino (Gabriel), es bastante
sencillo dejar claro quién habla. Por ejemplo:
-Estoy enfurecida.
-¿Qué ocurre?
-Mario se cree que soy estúpida.
-¿Qué te hizo?
-Gastó todo el dinero sin decirme nada.
-Comprendo. Yo me pondría furioso.
En el ejemplo de arriba, de inmediato sabemos que es
Juana la que comienza la conversación con Gabriel, porque dice “enfurecida”.
Siempre podemos saber quién habla porque solo uno de ellos usa el femenino.
Pero si son dos mujeres o dos hombres los que conversan, ya no se puede
utilizar este recurso. Tal vez usaríamos los nombres. Supongamos que hablan
Juana y Emilia:
-Estoy enfurecida, Emilia.
-¿Qué ocurre?
-Mario se cree que soy estúpida.
-Pero ¿qué te hizo, Juana?
-Se gastó todo el dinero, sin decirme nada.
-Te comprendo. Yo me pondría furiosa.
Además del género y el nombre, podemos usar muchos otros
recursos para indicar quién habla, como el nivel cultural, vocabulario,
muletillas, sentido del humor o la sintaxis particular del personaje.
El asunto se complica bastante cuando hablan más de dos
personajes. Puede prestarse a mucha confusión si no está claro, en todo
momento, quién habla cuando se trata, digamos, de un grupo de seis personas en
una mesa. En estos casos es
fundamental tomar pasos para garantizar que el lector no se pierda. Será
casi inevitable usar acotaciones para constantemente indicar “dijo Emilia”,
“exclamó Gabriel”, “se quejó Juana”, etc. Si no se usan acotaciones, de alguna manera el autor debe
asegurarse de que los lectores sepan qué está pasando. De lo contrario, el
diálogo será un caos.
Información para
el lector
Al escribir diálogo nos proponemos reproducir la forma
natural en que las personas conversan entre sí. Veamos el siguiente ejemplo:
En un centro comercial se encuentran una chica y
un cuarentón:
-Hola, doctor Rivera, profesor mío de Historia en
la Universidad Acme, ¿cómo está usted?
-Qué tal, Flavia González, discípula mía y amiga de
Gladys, estoy bien, gracias. ¿Y tú?
-Bien. Como toda chica de 19 años, ando buscando
una tienda para comprar ropa porque esta blusa roja que llevo puesta ya no me
gusta.
-Ah, me ocurre igual con esta corbata azul de
puntos blancos que llevo puesta, y que en realidad ya está vieja.
En este ejemplo he exagerado un error común entre los
escritores principiantes. El error se llama “información para el lector”. Los
personajes dialogan de manera artificial porque el narrador, de manera poco
hábil, ha querido ofrecerle al lector información sobre los personajes. Esta no
es la manera de hacerlo. Ningún estudiante va a saludar a un profesor e
indicarle qué clase toma con él ni dónde. Ambos lo saben, a menos que el
profesor tenga miles de estudiantes, trabaje en varias universidades o esté
senil.
Cuando las
personas dialogan, no se dicen cosas que ambos saben. No dicen “Hola, te saludo aquí en San Juan”, porque
ambos ya saben que están en San Juan. Asimismo, el profesor no va a contestar
con nombre y apellido. El autor de este ejemplo quiso que el lector supiera que
Rivera es profesor de Historia en la Universidad Acme y que la estudiante se
llama Flavia González. Pero lo hizo de manera torpe. Luego, la muchacha dice su
edad y describe el color de su blusa. El profesor no es ciego. Puede ver que la
blusa es roja y que ella la lleva puesta. Y la muchacha tampoco es ciega. No
hay que decirle el color y diseño de la corbata. Basta con mostrarla. Toda esta
información es un disparate y destruye el diálogo, que queda como un mero
ejercicio de aficionado. Lo básico de este diálogo es lo siguiente:
En un centro comercial se encuentran una chica y un cuarentón:
-Hola, doctor Rivera.
-Qué tal, Flavia, ¿cómo estás?
-Bien. Buscando una blusa nueva porque esta ya no me gusta.
-Ah, me ocurre igual con mi corbata. Ya está vieja.
Si el autor considera indispensable comunicarle al
lector, en este momento del cuento o la novela, la información del primer
ejemplo, deberá buscar otra manera de hacerlo. Puede integrar la información en
el diálogo, pero de manera natural. O puede dar la información en la breve
introducción. O puede decirla por medio de acotaciones. Puede usar todos estos
recursos o una combinación de ellos. Por ejemplo:
En un centro comercial se encuentran Miguel Rivera, cuarentón, y
la joven Flavia González.
-Hola, doctor Rivera.
-Qué tal, Flavia, ¿cómo estás? -le responde el profesor a su
estudiante de Historia de la Universidad Acme.
-Bien. Buscando una blusa nueva porque esta ya no me gusta.
-Ah, me ocurre igual con mi corbata -el profesor agarra su
corbata azul de puntos blancos-. Ya está vieja. Pero esa blusa roja te queda
bien. Mi hija de 19 años tiene una similar y me parece linda.
-Yo conozco a Gladys. Somos amigas. ¿Ella no se lo ha dicho?
Habría miles de maneras de comunicar esta información. En
el ejemplo anterior solo ofrezco una. Tras una breve introducción para ubicar
al lector, por medio de un diálogo natural y de acotaciones concisas
comunicamos la misma información que se intentó transmitir de manera torpe en
el primer ejemplo.
Consejo final
Además de leer explicaciones teóricas, como esta que has
leído ahora, obviamente la manera más sencilla de aprender a escribir diálogo
es por medio de la lectura de cuentos y novelas con diálogos magistrales. Yo
añadiría que también es bueno leer teatro, el cual consiste casi 100% de
diálogo. Y no solo el teatro moderno es efectivo para aprender buen diálogo.
Hay obras clásicas, como El avaro, de Molière, que sorprenden por la modernidad de sus
diálogos ágiles y eficaces.
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