Llevamos
siglos hablando de literatura, como humanidad, y unos cuantos años como
conversadores que disfrutan las letras y el leer. Y es posible entender -si nos
asomamos a este pasado- que el progreso, el sistema, los imperios y gobiernos
no son precisamente actores estimulantes de su surgimiento y difusores de las
diversas formas de escritura, que han motivado la expresión de seres humanos
conectados con el espíritu de sus tiempos.
Ni
siquiera el lenguaje. El lenguaje, esa adenda artificial que tiene que ingeniarse
la forma de crearse en nuestro sistema nervioso y asentarse en las quimeras
genéticas para colarse en el ser de cada uno de nosotros. El hombre (como
especie) se inventa el lenguaje como una forma de resistencia frente a lo real,
transformándolo además a través de sus poéticas y poiéticas.
Expresamos
resistencia entonces en el decir, en el hablar. Nos legitimamos, validamos y
diferenciamos a través de lo que hacemos con el lenguaje, la forma en que lo
concebimos como una virtud propia que encuentra lugar en algún resquicio y que
desde allí se vuelve eco de nosotros mismos.
Expresarse
es manifestarse. Es aparecer, ser visible; explotar y regarse, detonar y amplificarse.
Por supuesto, las expresiones son muchas veces incómodas porque nos sacan de
las cómodas estancias de lo absoluto y lo dogmático. Porque nos desequilibran,
nos desbalancean, rompen el equilibrio simulado de la confianza siempre posible
del presente.
Este
mundo que hasta ahora dibujo y describo, no es necesariamente uno donde
personajes como Kafka, como Poe, como Lispector, como Pessoa, como Atwood, como
Cioran debieran haberse leído. O existido, o notarse.
La
literatura casi siempre ha habitado los márgenes, los extramuros y los parajes
oscuros. Herman Hesse era depresivo y uraño, al igual que Virginia Woolf o
Sylvia Plath. Encontraron en sus rumbos destinitos fatales” como alguna vez los
describió Andrés Caicedo. Seres distintos, juzgados, señalados, vilipendiados
que, sin embargo, nos han dejado hondas huella de una estética que remueve el
alma.
No debimos escuchar la voz de
Jane Austen, de Elisa Mújica, de Katherine Mansfield, porque en sus tiempos no
era “normal” que las mujeres escribieran, ni fueran publicadas o mucho menos
leídas. No estaba bien visto, eran brujas raras que se dedicaban a cosas que no
les correspondían o no les habían indicado.
Son
entonces, casi siempre, en el mejor de los sentidos, anormales. Personas que se
salen del esquema y se meten en donde no han sido llamadas, a decir lo que no
se les ha pedido. Han construido palabras, versos, relatos, en contra de lo que
se les permitía: revolucionarias, rebeldes incómodas que legítimamente buscan
los ojos ávidos de lectores como nosotros.
La
literatura, en este proyecto de mundo que habitamos y construimos no debería
existir. Y el lenguaje, en algunos momentos, en sutil juego, ha servido para
tratar de ponernos en los absolutos y los dogmas, en los significados
inmutables y los paradigmas.
La
violencia es, muchas veces, el agotamiento de la expresión, pero a veces
encuentra también en la escritura una forma de comprenderse. La Vorágine, que
expresa los conflictos de indígenas y campesinos en la región cauchera,
Cóndores no entierran todos los días, que nos habla del sicariato y los
impactos del Bogotazo. El Olvido que seremos nos cuenta la historia del padre
asesinado, pero también de las luchas y las reivindicaciones de la protesta.
El
Cristo de espaldas (1952) y Siervo sin tierra (1954) de Eduardo Caballero
Calderón, El día del odio (1951) de José Osorio Lizarazo, La Hojarasca (1955),
El coronel no tiene quien le escriba (1958) y La mala hora (1962) de Gabriel
García Márquez, el día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo y La Casa Grande
(1962) de Álvaro Cepeda Samudio, para citar otras destacables.
La
violencia es una expresión desesperada, desaforada, que no reconoce, que no
tiene lenguaje. Cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el
arte, la estética. Cuando se acaba con otro, se acaba con un proyecto de mundo,
que bien podría ser una historia por leer.
La
literatura, el arte en general, nace del inconformismo, de la diferencia. La
diferencia es muchas veces una amenaza. Es en la poesía, en la palabra, en el
canto, donde lo humano, nace. Donde se revela un mundo que busca nuevos
relatos, que nos muestra alternativas distintas a los poderes que a veces
dominan con historias ocultas bajo la cama, en el armario, en el pasillo
oscuro, en la escalera sin iluminación.
La
palabra entonces no debe empequeñecer el alma sino potenciarla. Las palabras
reducidas son estereotipos, clichés, señalamientos que nos achican el mundo y
nos dejan a la intemperie de las balas.
Nos
invito entonces a mirarnos en potencia de creación, en voz altiva, en relato
rebelde, en profunda resistencia desde nuestras frases: nos invito a que el
alma vibre y se encuentre en su fuerza y nos permita imaginar mundos distintos,
donde el silencio no nos termine matando.
Misael Peralta
Sesión
de mayo 5 de 2021, Club de lectura, Banco de la República Manizales
Misael me gustó mucho tu artículo. Gracias a Galu por su publicación.
ResponderBorrar"... cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el arte,v
Misael me gustó mucho tu artículo. Gracias a Galu por su publicación.
ResponderBorrar"... cuando se acaba con la vida del otro, se anula el lenguaje, el arte,v
...el arte, la estética. Cuando se acaba con otro, se acaba con un proyecto de mundo, qué bien podría ser una historia por leer."
ResponderBorrarY sí que me gusta cuando convoca a usar el lenguaje expresando ". Nos invito a mirarnos en potencia de creación,..." ya que la palabra potencia el alma, no la empequeñece.
ResponderBorrarSí, mucha razón tienes en tu interpretación. Gracias poeta querida. Un abrazo
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