Una absurda constelación
Era navidad, el vehículo pasó rápido por la calzada, no hubo tiempo de verlo, tampoco importaba, solo sentimos el ruido de su motor seguido de la aparición de una paloma que se nos venía encima intentando escapar del atropello. Atrás, en medio de los carros que seguían pasando, quedó un remolino de plumas blancas y grises, algunas, los plumones, se fueron levantando y comenzaron a viajar ayudados por pequeños remolinos de viento, las más pesadas quedaron sobre el pavimento y fueron pisadas por las llantas de otros carros.
La paloma alcanzó a alzar vuelo a pesar de la pérdida de sus plumas rectrices, se elevó con esfuerzo hasta la cornisa del edificio más próximo. Supongo que habrá sobrevivido así mutilada; desde el saliente al que llegó habrá recuperado el aliento y olvidado el susto; unas horas después al tener hambre habrá regresado a la misma calle para recoger algún trozo de comida arrojado por un transeúnte.
Unos meses antes, un domingo en la mañana, vi a un mendigo en el parque Caldas, en medio de niños que intentaban patear balones y arrastrar carritos de juguete. Decenas de vendedores y transeúntes pasaban por el sitio o daban vueltas con sus ventas. En medio de aquel bullicio era imposible la más mínima concentración, ni siquiera los feligreses que asistían a misa desde el atrio de la iglesia estaban concentrados –tal vez ellos menos aún–. El único hombre abstraído era el mendigo, parecía estar en otra dimensión, imperturbable miraba a las palomas que picoteaban entre las piernas de todos. Incluso reclamó airado a una mujer que se interpuso entre él y los pájaros, ella lo miró aterrada y se hizo a un lado. Unos minutos después el hombre abrió una bolsa de plástico y de ella fue sacando con su mano una especie de sopa espesa, amarilla y viscosa que extendió con cuidado sobre la acera. Siete palomas se acercaron de inmediato y la gente, con asco, les dejó un espacio que nadie más tenía en el parque. Luego se sentó junto a ellas y se dedicó a mirarlas comer. Cada tanto sacaba de la bolsa más sopa y la esparcía sobre la acera. La meticulosidad con que cumplía la tarea era equiparable al nivel de concentración que mantenía. Las palomas se le acercaban sin temor y él les hablaba en un susurro inaudible. Cuando terminó de alimentarlas se levantó y llevó los restos hasta el contenedor de basuras. Las palomas volaron dejando espacio a los niños que volvían a pasar arrastrando sus carritos, el hombre se perdió entre la gente. ¿Y si fuera Nikola Tesla –Gregor–, el célebre genio, protagonista deRelámpagos, la novela del francés Jean Echenoz? No cabe duda, debe serlo, no importa la aparente diferencia de tiempo y espacio, es el mismo personaje, ya me ha pasado antes con otros. Tesla tiene por estos seres salvajes, lúbricos, parásitos, leprosos del aire, una devoción misteriosa y especial, establece con ellos una relación de igual a igual, tal como si ellas, y nadie más, fueran su prójimo. Sabe él que algo aproxima además a las palomas al misterio de cualquier ciudad, una mezcla de lucidez y cochambre, de divinidad y asquerosa podredumbre. Una ciudad se parece, y Nikola lo sabe, a sus palomas, a “su mirada sorda, su absurdo picoteo, su occipucio descerebrado, su vergonzosa indecisión, su sexualidad desoladora”. Sí, la literatura y la vida son una sola cosa; vibran en la misma frecuencia.
Unos días después, Susana me envió al whatsapp una foto, tomada rápido, en una acera de Bogotá, acompañada de tres palabras: “un buen encuadre”, se trataba del cuerpo de una paloma estripada, solo colores: azul, blanco, gris, rojo, un rojo tiñendo ciertas plumas, el rosado de las patas. Un poema del argentino Eric Schierloh, que estaba leyendo justo cuando anunció el teléfono la llegada del mensaje, dice: “Una paloma muerta/ explotada en medio de la calle/ una paloma que abandonó el nido/ pisada por cientos de miles de toneladas/ de caucho del Brasil, de los automóviles/ cuyos modernos sistemas de posicionamiento global/ no detectan los pájaros muertos/ aplastados & explotados en medio de la calle/ rodeados de sus propias tripas como adornos navideños…” De nuevo la literatura anticipándose, o tal vez solo uniendo puntos aparentemente dispersos de la existencia, que al final seguro parecen, apenas, una absurda constelación que solo ve alguien crédulo y confiado.
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