El brujo postergado
Jorge Luís Borges
En Santiago había un deán
que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don Illán
de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la
casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada. Éste lo
recibió con bondad y le dijo que postergar el motivo de su visita hasta después
de comer. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho
su venida. Después de comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le
rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don Illán le dijo que adivinaba que era
deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía ser olvidado luego
por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y que
estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que
las artes mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por
la mano, lo llevó a una pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de
fierro. Antes le dijo a la sirvienta que tuviese perdices para la cena, pero
que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron la argolla entre
los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al
deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre
ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una biblioteca y luego una
especie de gabinete con instrumentos mágicos.
Revisaron los
libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para el deán,
escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo
y que, si quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho
estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro por tener que
interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al obispo.
A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el
deán, en las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban
eligiendo sucesor y que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él.
Decían también que no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que
lo eligieran en su ausencia.
A los diez
días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies
y besaron sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas
cosas se dirigió con mucha alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al
Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego le pidió
el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que
había reservado el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado
favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para
Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió
el obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando
en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le
recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El arzobispo le
hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío, hermano de su
padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para
Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para
Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años
recibió el arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de
cardenal, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán
supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El
cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su propio tío,
hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen
juntos para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para
Roma los tres, donde los recibieron con honores y misas y procesiones. A los
cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal fue elegido para el papado por
todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le
recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa
lo amenazó con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que
un brujo y que en Toledo había sido profesor de artes mágicas. El miserable don
Illán dijo que iba a volver a España y le pidió algo para comer durante el
camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se
había remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
–Pues tendré
que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don
Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en
la celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y
tan avergonzado de su ingratitud que no atinaba a disculparse.
Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las perdices y
lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran
cortesía.
(Del Libro de Patronio del
infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas
y las cuarenta noches)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario