OTREDAD
Tan propia, tan lejana, tan irreal y tan cierta.
Extraña pero frecuente.
Siempre inquietante, siempre vigente.
Presente en la literatura, en nuestra humanidad.
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al
norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer
propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si
lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez
para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún
durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato
pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado
en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había
un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos
trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La
milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde
anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la
vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los
sicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel
momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera
preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme
incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de
silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de
Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la
memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego
vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de
Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra
—fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la
iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama
Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la
ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos
pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con
la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas
que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de
serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de
plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de
libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con
grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en
latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa
Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la
dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una
biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre
las costumbres sexuales de los pueblos balcánicos. No he olvidado tampoco un
atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si
yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es
del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada
uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar,
tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño,
como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y
respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un
aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al
cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo
que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi
pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco
perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y
Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del
corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano
derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con
impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la
misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: “Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por
una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos.
A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe.
Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que
por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero
sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido
y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros
de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o
éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra
guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular;
Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler,
la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y
seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y
cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las
cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la
superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que
pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera
reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo
elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido
padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una
oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los
demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una
blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que
nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que
se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había
recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los
personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen
de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta
sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que
preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos.
También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos
antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría
la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la
espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente
se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas
fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en
la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su
libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no
es más que una abstracción.
Solo los individuos existen, si es que existe
alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego.
Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los
hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir
quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que
están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra
situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos,
fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o
descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades
íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los
hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le
expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya
olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también
era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin
convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de
olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había
cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le
contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra
lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para
ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no
estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo
recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L’hydre—univers tordant son
corps écaillé d’astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz
baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir
una línea como esa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo
recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche
ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la
deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un
anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz
de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra
conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que
no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No
podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era
el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar
mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino
era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge.
Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al
despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta
noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y
que hará mucho bien… ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores.
Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes
americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con
avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil
novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de
banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo
milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán
quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las
referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de
plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen
vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces,
deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese
mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj,
que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su
interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi
por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te
preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento
atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día
siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he
contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero
el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé
con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente.
Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
Jorge Luis Borges
El libro de arena, 1975
El Horla
Guy de Maupassant
8
de mayo
¡Qué
hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi
casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro
esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces
profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y
murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se
come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la
forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y
del aire mismo.
Adoro
la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del
camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho
Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.
A
lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus
numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha
de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de
las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto
de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente
o disminuya.
¡Qué
hermosa mañana!
A
eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados
por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su
chimenea un humo espeso.
Después,
pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del
cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y
reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al
contemplarlo.
11
de mayo
Tengo
algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.
¿De
dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en
desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire
invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa
proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y
ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la
costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez
una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el
alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las
cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede
saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente,
lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene
efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros
órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.
¡Cuán
profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros
mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni
lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella
ni los de una gota de agua… con nuestros oídos que nos engañan, trasformando
las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten
milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen
surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza… con
nuestro olfato, más débil que el del perro… con nuestro sentido del gusto, que
apenas puede distinguir la edad de un vino.
¡Cuántas
cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que
realizaran para nosotros otros milagros!
16
de mayo
Decididamente,
estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una
fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el
alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que
me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se
aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido
que germina en la carne y en la sangre.
18
de mayo
Acabo
de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso
acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma
alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.
25
de mayo
¡No
siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la
noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una
terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no
comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un
extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e
irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la
habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos;
tengo miedo… ¿de qué?… Hasta ahora nunca sentía temor por nada… abro mis
armarios, miro debajo de la cama; escucho… escucho… ¿qué?… ¿Acaso puede
sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una
ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y
delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre
de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el
sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón
late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio
del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como
si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a
ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza,
me cierra los ojos y me aniquila.
Duermo
durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se
apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo… lo comprendo y
lo sé… y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre
la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos
aprieta y aprieta… con todas sus fuerzas para estrangularme.
Trato
de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los
sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos
esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y
me asfixia, ¡pero no puedo!
Y
de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía.
Estoy solo.
Después
de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente
hasta el amanecer.
2
de junio
Mi
estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me
producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía
cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio me
pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas,
vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé
por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos
filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso,
casi negro, entre el cielo y yo.
De
pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso.
Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin
razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que
alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los
talones.
Me
volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el
recto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se
extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y
atemorizante.
Cerré
los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a
punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que
sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño!
Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había
llevado al centro del bosque.
3
de junio
He
pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje
breve sin duda me tranquilizará.
2
de julio
Regreso
restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no
conocía.
¡Qué
hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde!
La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico,
situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración.
Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos
costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa
inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño,
sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y
en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado
que lleva en su cima un fantástico monumento.
Al
amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a
medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía.
Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima
se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir
por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica
construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos
de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por
frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un
encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por
intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la
noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos
y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.
Cuando
llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:
—¡Qué
bien se debe estar aquí, padre!
—Es
un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras
mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una
coraza de acero.
El
monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas,
muchas leyendas.
Una
de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se
oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de
voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos
de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los
pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos
mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo
pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y
delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con
rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar:
discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con
todas sus fuerzas.
—¿Cree
usted en eso? —pregunté al monje.
—No
sé —me contestó.
Yo
proseguí:
—Si
existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos
desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?
—¿Acaso
vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por
ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento,
que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta
montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra
ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha
visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.
Ante
este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o
tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con
mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.
3
de julio
Dormí
mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo
mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:
—¿Qué
tiene, Jean?
—Ya
no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor
parece que padezco una especie de hechizo.
Los
demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.
4
de julio
Decididamente,
las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche
sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi
vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó
saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme.
Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.
5
de julio
¿He
perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando
pienso en ello pierdo la cabeza!
Había
cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí
medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.
Me
acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir
cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense
ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un
cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede
respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.
Después
de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia
la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso,
pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al
principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que
tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me
incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme
delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la
mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban.
¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino
yo? Entonces… yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa
que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser
extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo
cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.
¡Ah!
¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la
emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de
razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y
así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.
6
de julio
Pierdo
la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!
10
de julio
Acabo
de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin
embargo…
El
6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y
fresas. Han bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado
el vino, ni el pan ni las fresas.
El
7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.
El
8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.
Por
último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo
especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de
atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y
me acosté.
Un
sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz
despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí
hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e
inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡Se habían bebido toda
el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!…
Partiré
inmediatamente hacia París.
12
de julio
París.
Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi
enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido
una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se
llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han
bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de
paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en
el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este
autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad
resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a
nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos
durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé
muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud,
pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues
creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra
razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho
incomprensible.
En
lugar de concluir con estas simples palabras: “Yo no comprendo porque no puedo
explicarme las causas”, nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y
poderes sobrenaturales.
14
de julio
Fiesta
de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me
divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse
contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de
imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice:
“Diviértete”. Y se divierte. Se le dice: “Ve a combatir con tu vecino”. Y va a
combatir. Se le dice: “Vota por el emperador”. Y vota por el emperador.
Después: “Vota por la República”. Y vota por la República.
Los
que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se
atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser
necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables,
tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son
ilusorios.
16
de julio
Ayer
he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora
Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí
allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se
dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos
extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y
sugestión.
Nos
refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios
ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me
parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.
—Estamos
a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza
—decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en
la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las
estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a
escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus
sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos
sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia
permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos
invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias
populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los
gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios,
pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las
invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la
mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de
Voltaire: “Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre
también ha procedido así con él”.
“Pero
desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos
otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace
cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados.”
Mi
prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
—¿Quiere
que la hipnotice, señora?
—Sí;
me parece bien.
Ella
se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó
la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta.
Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y
parecía jadear.
Al
cabo de diez minutos dormía.
—Póngase
detrás de ella —me dijo el médico.
Obedecí
su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al
tiempo que le decía: “Esto es un espejo; ¿qué ve en él?”
—Veo
a mi primo —respondió.
—¿Qué
hace?
—Se
atusa el bigote.
—¿Y
ahora ?
—Saca
una fotografía del bolsillo.
—¿Quién
aparece en la fotografía?
—Él,
mi primo.
¡Era
cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.
—¿Cómo
aparece en ese retrato?
—Se
halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de
cartulina lo que hubiera visto en un espejo.
Las
damas decían espantadas: “¡Basta! ¡Basta, por favor!”
Pero
el médico ordenó: “Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su
primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos
que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje”.
Luego la despertó.
Mientras
regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre
la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la
infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería
en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la
tarjeta?
Los
prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.
No
bien regresé, me acosté.
Pero
a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:
—La
señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.
Me
vestí de prisa y la hice pasar.
Sentóse
muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:
—Querido
primo, tengo que pedirle un gran favor.
—¿De
qué se trata, prima?
—Me
cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco
mil francos.
—Pero
cómo, ¿tan luego usted?
—Sí,
yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.
Me
quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella
y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa
preparada de antemano y representada a la perfección.
Pero
todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de
angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que
apenas podía reprimir el llanto.
Sabía
que era muy rica y le dije:
—¿Cómo
es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está
segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?
Vaciló
durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:
—Sí…
sí… estoy segura.
—¿Le
ha escrito?
Vaciló
otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía.
Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente,
se decidió a mentir.
—Sí,
me escribió.
—¿Cuándo?
Ayer no me dijo nada.
—Recibí
su carta esta mañana.
—¿Puede
enseñármela?
—No,
no… contenía cosas íntimas… demasiado personales… y la he… la he quemado.
—Así
que su marido tiene deudas.
Vaciló
una vez más y luego murmuró:
—No
lo sé.
Bruscamente
le dije:
—Pero
en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.
Dio
una especie de grito de desesperación:
—¡Ay!
¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos…
Exaltada,
unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba
murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible
que había recibido.
—¡Ay!
Le suplico… si supiera cómo sufro… los necesito para hoy. Sentí piedad por
ella.
—Los
tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.
—¡Oh!
¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !
—¿Recuerda
lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.
—Sí.
—¿Recuerda
que el doctor Parent la hipnotizó?
—
Sí..
—Pues
bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y
en este momento usted obedece a su sugestión.
Reflexionó
durante algunos instantes y luego respondió:
—Pero
es mi esposo quien me los pide.
Durante
una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del
doctor Parent. Me dijo:
—¿Se
ha convencido ahora?
—Sí,
no hay más remedio que creer.
—Vamos
a ver a su prima.
Cuando
llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el
pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que
la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.
Cuando
se durmió, el doctor Parent le dijo:
—¡Su
esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que
ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no
comprenderá.
Luego
le despertó. Entonces saqué mi billetera.
—Aquí
tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .
Se
mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de
refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y
poco faltó para que se enojase.
.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Acabo
de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.
19
de julio
Muchas
personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué
pensar. El sabio dijo: “Quizá”.
21
de julio
Cené
en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo
depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la
Grenouillère sería el colmo del desatino… pero ¿no es así en la cima del monte
Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea.
Regresaré a casa la semana próxima.
30
de julio
Ayer
he regresado a casa. Todo está bien.
2
de agosto
No
hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.
4
de agosto
Hay
problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los
armarios por la noche. El sirviente acusa a la cocinera y ésta a la lavandera
quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo
dirá.
6
de agosto
Esta
vez no estoy loco. Lo he visto… ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda… ¡lo he
visto! Aún siento frío hasta en las uñas… el miedo me penetra hasta la médula…
¡Lo he visto!…
A
las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el
sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.
Me
detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que
tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que
el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible:
¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se
elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una
boca, y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como
una pavorosa mancha a tres pasos de mí.
Azorado,
me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido.
Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona
razonable tenga semejantes alucinaciones .
Pero,
¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el
tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas
que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en
efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las
noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y
agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por
consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros
sentidos, y que habita en mi casa como yo…
7
de agosto
Dormí
tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.
Me
pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la
costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido
hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido
algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas
de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y
profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la
locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano
siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se
llama “demencia”.
Ciertamente,
estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi
estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que
razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan
de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría
provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de
las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las
fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras
duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa
vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles
teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la
memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se
ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede
sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar
la irrealidad de ciertas alucinaciones.
Pensaba
en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua,
sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por
las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las
hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.
Sin
embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una
fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que
trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos
oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos
una agravación del mal.
Regresé
entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia,
una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e
inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.
8
de agosto
Pasé
una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me
espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible,
pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y
constante mediante fenómenos sobrenaturales.
Sin
embargo he podido dormir.
9
de agosto
Nada
ha sucedido. pero tengo miedo.
10
de agosto
Nada:
¿qué sucederá mañana?
11
de agosto
Nada,
siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que
dominan mi mente; me voy.
12
de agosto, 10 de la noche
Durante
todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese
acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no
he podido. ¿Por qué?
13
de agosto
Cuando
nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar.
Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan;
los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el
agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco
de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir
mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo
obedezco.
14
de agosto
¡Estoy
perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos,
mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un
espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero
salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en
el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para
sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi
sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.
De
pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y
comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso
un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad!
¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!
15
de agosto
Evidentemente,
así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos.
Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un
alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser
invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza
sobrenatural?
Por
consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se
hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se
manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi
casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero
no puedo.
16
de agosto
Hoy
pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente
abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él
se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué
alegría poder decirle a un hombre que obedece: “¡Vamos a Ruán!”
Hice
detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran
tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del
mundo antiguo y moderno.
Después,
cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: “¡A la estación!” y grité
—no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los
transeúntes: “A casa”, y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él
me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.
17
de agosto
¡Ah!
¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí
hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en
teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres
invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él.
Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se
parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar,
presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en
el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio
de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas
misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada,
me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento
con la apacible brisa de la noche.
Era
una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No
había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con
estremecedores destellos.
¿Quién
vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas,
existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más
poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez
cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la
tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los
pueblos más débiles.
Somos
tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que
gira disuelto en una gota de agua.
Pensando
en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.
Pero
después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento,
despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada,
pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado
abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna
corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro
minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos que una nueva página se levantaba y
caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío,
aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado
en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela
contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo!
Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera
huido… la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se
cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad,
tomando con ambas manos los batientes.
Había
escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!
Entonces,
mañana… pasado mañana o cualquiera de estos… podré tenerlo bajo mis puños y
aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a
sus amos?
18
de agosto
He
pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos,
cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta
que llegue el momento…
19
de agosto
¡Ya
sé… ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico:
“Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura,
comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en
la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes
despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos,
creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles
aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas
mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin
apetecerles aparentemente ningún otro alimento.
“El
profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha
partido para el Estado de San Pablo a fin de estudiar sobre el terreno el
origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al
Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes
pobladores.”
¡Ah!
¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas
remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y
alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su
raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa.
¡Oh, Dios mío!
Ahora
ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.
Ha
venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel
que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las
noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de
los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de
gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras
concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con
mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han
descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo
pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad
misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo,
sugestión… ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este
terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado
el… el… ¿cómo se llama?… el… parece que me gritara su nombre y no lo oyese… el…
sí… grita… Escucho… ¿cómo?… repite… el… Horla… He oído… el Horla… es él… ¡el
Horla… ha llegado!…
¡Ah!
El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha
devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la
flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros
hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y
su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!
No
obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica… yo también
quiero… yo podría hacer lo mismo… pero primero hay que conocerlo, tocarlo y
verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas
cosas que los nuestros… Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que
me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte
Saint-Michel: “¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe,
por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el
viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y
levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja
contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo
ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!”
Y
yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera
distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si
un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que
penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo
demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el
hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.
¡Un
ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a
ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los
seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más
perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y
torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados
como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal,
nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las
enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con
dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra
grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y
poderoso.
Existen
muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría
aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas
apariciones de las diversas especies?
¿Por
qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas
especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen
regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el
fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro,
esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán
cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable!
¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con
torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante
es el camello!
Se
podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería
tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y
movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo… va de estrella a estrella,
refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo… Y
los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados…
¿Qué
es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras.
Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!
19
de agosto
Lo
mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con
gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy
cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!… Entonces
tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas,
mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y
despedazarlo.
Yo
acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.
Había
encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese
posible distinguirlo con esa luz.
Frente
a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la
izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante
largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que
todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme
de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.
Como
dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De
pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de
que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas,
girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien… se veía como si
fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!… ¡Estaba vacío, claro,
profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a
él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos
extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un
movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez,
con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto
miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese
envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me
parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que
paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un
eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una
especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.
Por
último, pude distinguirme completamente como todos los días.
¡Lo
había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.
20
de agosto
¿Cómo
podré matarlo si está fuera de mi alcance?
¿Envenenándolo?
Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no
tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No… no… decididamente no.
Pero entonces… ¿qué haré entonces?
21
de agosto
He
llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las
que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para
evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por
un cobarde, pero no importa…
10
de septiembre
Ruán,
Hotel Continental. Ha sucedido… ha sucedido… pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me
ha trastornado.
Ayer,
después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo
abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso,
sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté
lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no
sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas
pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo
hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces
hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.
De
pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y
que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me
acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar
retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba
seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente
solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la
planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de
mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles,
todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos
vueltas de llave, la puerta de entrada.
Me
escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me
pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio;
no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de
nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.
Miraba
mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había
extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de
las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran
llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared
blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas
y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico!
Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a
amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la
planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un
grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y
desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había
olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se
agitaban!…
Despavorido,
eché a correr hacia el pueblo gritando: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!”
Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.
La
casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que
iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi
prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!
De
pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas
ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas
hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno…
¿Muerto?
¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por
los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?
¿Y
si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y
Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de
Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y
la destrucción prematura?
¿La
destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después
del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a
cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel
que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado,
al llegar al límite de su vida.
No…
no… no hay duda, no hay duda… no ha muerto. . . Entonces, tendré que
suicidarme…
“Le Horla”,
Gil Blas, 1886