El hambre, como Dios,
es la única muchacha ubicua
de la ciudad.
En la plaza nos la topamos,
nos encontramos con ella en
las esquinas,
sentimos su mirada en los
recovecos de los oscuros callejones
y en los elegantes bulevares
camina oronda a nuestro lado.
Todos los habitantes de las
urbes
parecen estar en una eterna
batalla contra el hambre.
En los parques se come,
los puestos de viandas
callejeros parecen arsenales proveyendo municiones para la contienda,
en los bares se pica,
en las bibliotecas los
bocados llegan clandestinos a la boca
y hasta la gula, hambriento
pecado capital, aparece en las iglesias.
Pero estas son apenas
escaramuzas contra un hambre que no es real.
No luchan contra el hambre
que agosta los músculos,
la que apergamina la piel y
la resquebraja,
la que quita el brillo del
cabello
y llena de nubes las miradas.
Esas hambres pequeñas no
conocen a su hermana mayor: la hambruna.
La que llega con la guerra,
la compañera de catástrofes
y la precursora del
apocalipsis.
Hay muchos hambrientos en la
ciudad
y son muy fáciles para
encontrarlos.
Parecen ubicuos.
Andan, a toda hora,
perseguidos por otras hambres más peligrosas.
El hambre del dinero,
el hambre del poder,
el hambre del sexo,
el hambre de la fama.
Estas hambres son más
mortales
que las que acechan en
Somalia,
más letales que las que
frecuentan en India,
más contundentes que las que
azotan en La Guajira
y más pervertidas que el
hambre de la hambruna.
Y eso es ya mucho decir.
John Hoyos.
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