Úrsula K Leguin
(Berkeley, California, octubre 21 de 1929 – Portland, Oregon enero 22 de 2018).
Del capítulo “El escritor y el personaje”:
(...) Si utilizo a las personas de una historia
principalmente para satisfacer las necesidades de la imagen que tengo de mí
misma, de mi amor propio o mi odio, de mis necesidades, de mis opiniones, esas
personas no pueden ser ellas mismas ni alcanzar la verdad.
(...)
Como escritora he de ser consciente de que soy mis
personajes, pero ellos no son yo. Yo soy ellos, y soy responsable de ellos.
Pero ellos son solo ellos mismos; no pueden hacerse cargo de mi persona, ni de
mis ideas políticas ni éticas, ni de mi editor, ni de mis ingresos. Son
encarnaciones de mi experiencia y de mi imaginación que participan de una vida
imaginaria que no es mi vida, aunque mi vida sirva para iluminarla. Puede que
sienta apasionadamente los avatares de un personaje que personifica mi
experiencia y mis emociones, pero he de tener cuidado de no confundirme con ese
personaje.
(...)
Un escritor tiene que aprender a ser transparente en la
historia. El ego es opaco. Llena el espacio de la historia, oculta la
honestidad, oscurece la comprensión y hace que el lenguaje suene falso.
Del capítulo "Cuerpo viejo que no escribe”:
(...) De joven, me daba cuenta de que tenía una historia
susceptible de contarse cuando hallaba en mi mente y cuerpo una persona
imaginaria en la que podía encarnarme, con la que podía identificarme poderosa,
profunda y físicamente. El fenómeno se parecía tanto a un enamoramiento que a
lo mejor lo era.
(...) Encarnar a alguien o identificarme con él me sigue
pareciendo más intenso cuando el personaje en cuestión es un hombre: cuando el
cuerpo no es en absoluto el mío. Hay una excitación inherente en ese salto de
género y probablemente por ello se parece a un enamoramiento.
(...) Tener un cuerpo es encarnar a alguien. La encarnación
es la clave.
(...) Cuando trabajo en una historia que luego no cuaja, me
pongo a inventar personas.
(...) Pero en cuanto establezco una conexión interior con el
personaje, lo conozco en cuerpo y alma, tengo a la persona, soy esa persona.
Tener a la persona (y con la persona, misteriosamente, llega el nombre) es
tener la historia. Luego puedo empezar a escribir la historia directamente,
confiando en que la persona sabe adónde va, qué pasará, de qué va todo.
Así que mi búsqueda de una historia, cuando me impaciento,
no consiste tanto en buscar un tema o nexo o resonancia o espacio tiempo
(aunque todo eso forma parte del proceso o lo hará en su debido momento) cuanto
en esperar un encuentro con un desconocido. Paseo por un paisaje mental en
busca de alguien, un Anciano Marinero o una señorita Bates, que empezarán (casi
con toda seguridad no cuando lo desee yo, ni cuando los invite a entrar, ni
cuando anhele su presencia, sino en el momento más inconveniente e imposible) a
contarme sus historias y no me soltarán hasta que no termine de hacerlo.
(...) Ahora muchos escritores llaman "bloqueo" a cualquier período de silencio. ¿No sería mejor considerarlo una limpieza? ¿Una manera de seguir adelante hasta que uno llegue ahí adonde necesita estar?
Si quiero escribir y no tengo nada que escribir, me siento en efecto bloqueada, o más bien atragantada: llena de energía, pero sin nada en qué emplearla, con pleno conocimiento de mi oficio, pero sin saber qué uso darle. Es frustrante, agotador, exasperante. Pero si lleno el silencio con un ruido continuo, escribiendo lo que sea con tal de escribir algo, forzando la voluntad para inventar situaciones de historias, puedo bloquearme aún más. Es mejor quedarse quieta y esperar y escuchar el silencio. Es mejor hacer alguna clase de labor que obligue al cuerpo a seguir un ritmo, sin ocupar la mente con palabras. Llamo a esa espera tratar de oír la voz. Siempre ha sido eso, una voz. Lo fue en "Hernes", en todo el proceso de escritura, cuando esperaba y esperaba, Y entonces la voz de una de las mujeres venía y hablaba a través de mí. Pero es algo más que una voz. Es un saber del cuerpo. El cuerpo es la historia; la voz la cuenta.
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