En el auto
Voy con Maríbel. Avanzamos
en la ruta hacia el pueblo. Ella va al volante, es la dueña del carro y de la
idea de salir de la casa de campo donde pasamos este fin de semana. Es la dueña
de la embarazosa misión, yo el acólito. Le he insistido que deje así las cosas,
que no necesitamos su divorcio para estar juntos.
Sus
brazos reposan en el timón. Sus manos lo rodean con firmeza. Observo las uñas
largas pintadas de lila, color que va con su carácter caprichoso. En la
izquierda lleva el reloj que le regaló su ex. En la derecha, tres pulseras de
plata con dijes grandes, un sonajero que se activa cuando hace los cambios.
Lleva el motor más revolucionado de lo que debiera. Le sugiero pasar a cuarta. La
que maneja es ella, no yo, me alega. Respiro, tomo un sorbo de tranquilina.
Miro
sus muslos voluptuosos, acogen el algodón de su corta falda; piernas largas,
suavizadas con crema bronceadora; movimientos de acuerdo a las demandas de la
máquina. Mi mano se inserta entre los muslos de Mari, mis dedos se doblan,
cóncava la mano acaricia la carne suave. Ella, un tanto ingenua, un tanto
alerta, espera la próxima maniobra, la dirección que puedan seguir mis dedos.
No agrego más movimientos, es mi estrategia: hacer que lo desee. Sé que soy un
galán para ella, no en vano me he cuidado estos músculos.
Guaduales
y ficus a la vera exhiben colores alegres al día, sombras sobre el pavimento en
las curvas de la carretera. El río, allá abajo, se muestra fresco. Las ventanas
delanteras del auto están abiertas, el aire se introduce agradablemente, nivela
la temperatura. El pelo suelto de Mari responde al viento, el escote de su bata
lo recibe; yo lo noto, me siento un poco celoso, quiero meterme allí, con la
misma facilidad que lo hace el viento. Mis dedos se unen al extremo de sus
muslos y comienzan a acercarse al punto de fragilidad. Me vas a hacer
chocar… exclama sin contundencia. Retiro la mano. Respondo a su mirada coqueta
con un guiño.
Llegamos
al pueblo. Parquea en el ala derecha de la plaza central frente al edificio con
enchape de cerámica marfil y ventanas de vidrios opalizados. Es una construcción moderna que sobresale en
la cuadra llena de casonas antiguas. Quiero acompañarla e intento bajarme, pero
me detiene. Me pide esperarla, me asegura que no se demorará. Le insisto: no
deberías ir sola. Me tranquiliza con una seguridad que disuade. Pienso que
tiene razón, que mi presencia viciaría el resultado. La posibilidad de que la
deje sin apartamento nos complicaría las cosas, ella vive feliz en él, y yo
tendría que trabajar muy duro para ofrecerle uno. Además, no sé si el hombre
con tanto que la quiere se interpondrá entre nosotros
Me
acomodo en la silla dispuesto a esperar, busco cómo pasar el tiempo. Bajo todas
las ventanillas, inspecciono el interior del carro, miro el tablero, abro la
guantera, los documentos están allí guardados cuidadosamente. Un sobre me
atrae, aunque me intriga, no lo abro. Saco el manual y leo las propiedades que
describen el modelo de su auto. Un 2019, mecánico, de alta gama. Cierro.
Enciendo el radio, lo sintonizo en la emisora cultural, con la suerte de que se
escucha Mozart, si no estoy mal es el concierto número uno. Sí, el locutor lo
confirma. Me gustan los violines. Cierro los ojos, con la cabeza reclinada me
relajo con la música, pero no me dura el relax. Vuelvo a pensar qué estará
pasando arriba, esa oficina es un secreto para mí. A mi alrededor pasan los
habitantes del pueblo, me observan con curiosidad.
Una
riña en el andén de enfrente me llama la atención. Dos mujeres se tiran del
pelo, se gritan, se insultan. La gente las rodea. Me tapa la escena. Me
incorporo, elevo la cabeza. Debo salir y recostarme sobre la puerta para lograr
palco. La de la blusa roja está furiosa, reclama a la otra, más joven, de
pantalón granate y top blanco, el meterse con su marido. La segunda grita: ¿Quién
la manda a ser tan alegona y, además de gorda, descuidada!? El chaleco de
la señora aludida da fe de los adjetivos lanzados al aire: no alcanza a
cubrirle los bananos que se vomitan sobre la cintura ausente. (Mari tiene
algunos bananos, pero no es descuidada, ni alegona ―donde hay carne hay fiesta―,
cavilo). El público aúpa a las improvisadas actrices del teatro callejero. Yo
me divierto con el espectáculo sabiendo que no pasará a mayores. La Policía
disuelve el tumulto. Las mujeres se separan, pero los insultos continúan y
siguen la trayectoria de sus pasos, cada vez más alejados de mí. Vuelvo a
entrar a mi celda pasajera.
Miro
el reloj. Han pasado cuarenta minutos, ¿cuántos más faltarán para que Mari
vuelva? ¿Qué le habrá dicho el tipo?, ¿que la quiere y no la olvida? Saco el
sobre de la guantera, me gana la intriga, lo abro. Es una fotografía de los
dos, ella y el ex, quisiera quemarla, me inquieta que la conserve. Estiro las
piernas, corro la silla y reclino el espaldar. ¡Cómo no traje el libro, con lo
bueno que está! Miro al cielo, las araucarias con el color aceituna de sus
ramas gruesas que lo tocan en perspectiva. Me concentro en el universo de las
garzas que quieren invadir el parque y no son bienvenidas, por más blancas que
sean, por más derecho que tengan. Como tantos desplazados. Vendedores
ambulantes pululan en la calle, se han aumentado con la migración venezolana,
como si fueran pocos los que ya había. ¡Y yo aquí irritado por una sencilla
espera!
La
situación comienza a exasperarme, no me queda ni un solo ápice de interés en
seguir esperando. ¿Qué estará pasando arriba en esa oficina? Si Mari no logra
traer el documento firmado, va a estar de mal genio; no voy a atormentarla con te
lo dije, y empeorar su frustración, pero ella no acepta mis consejos. No
logrará su fantasioso objetivo, al hombre no le conviene, él va a esperar el
máximo tiempo que la ley le otorga para continuar con el estado conyugal
vigente, la hará rogarle, quiere verla sometida a su poder y, mientras su
familia lo secunde, la tendrá a su merced.
Cuando
estoy resuelto a dejar el auto y entrar en el edificio, veo salir a Maribel.
Aparece con una sonrisa en sus labios, que no sé interpretar como de victoria o
de consolación. Un par de canarios se posa en el capó. La reciben con la
simpatía que yo no puedo exprimirle a mi irritación.
Voy
conduciendo de regreso. El malgenio no me deja armar frases, solo gestos de
traducción sencilla, tipo: sí, no, no sabe, no responde. Poco a poco, su
entusiasmo me contagia. A mi camisa se va adhiriendo el aroma a spray de
lavanda, tengo la sensación de ver las flores moradas que vuelan hacia ella y
rebotan a mi piel. Entonces mis músculos comienzan a aflojarse y aprecio como
un tesoro la actitud amable de ella, la nueva Mari con aire de libertad. En
especial cuando saca el sobre de la guantera y, en un ademán de ritual ante mi
vista, vuelve trizas la foto. Su pasado con el otro se hace confeti y vuela con
el viento tras la ventana.
La
tarde que muere trae una banda de cigarras que ríen. Tomo un desvío, detengo la
marcha. La pasión nos inunda en un espacio cerrado de alta gama.
Galu
Galu, como me alegra que obtuvieras ese premio.
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