Este cuento de Nélida Piñón, lo copio del libro "Ficciones desde Brasil".
Ave de paraíso
Nélida Piñón
Una vez por semana visitaba a la mujer. Para
exaltarse, lo decía conmovido. Ella lo creía, y lo recibía con pastel de
chocolate, licor de peras y frutas recogidas en la huerta. Los vecinos
comentaban aquellos extraños encuentros, pero ella lo quería cada vez más. Él,
adivinando su vida fácil, le pedía disculpas con los ojos, como diciendo, de
qué otro modo debo amarte. Comía el pastel y rehusaba lo demás. Aunque la mujer
insistiera. Es por ceremonia, pensaba ella escondiéndose en su sombra. Una vez
le preparó una cena sorpresa. La comida olía muy bien, las esencias acababan de
llegar de la China. Brillaban los cubiertos y los adornos comprados
especialmente para el día de la fiesta, cuando él abriría los ojos, encantado.
El hombre observó todo con aprobación. Siempre la había juzgado sensible a la
armonía a la gracia. Una confianza que sintió desde el mismo instante en que se
conocieron: en el tranvía, advirtiendo que había olvidado el dinero del pasaje,
ella miró a su alrededor sin decidirse a pedir auxilio. Él pagó y le dijo, casi
en un susurro, yo también necesito ayuda, ella sonrió y él le tomó la mano,
ella accedió con timidez, y cuando la dejó a salvo frente a su puerta le
prometió volver al día siguiente. -No insistas, no quiero cenar. Con naturalidad,
parecía un pez inspeccionando el mar. Ella lloró, pensando, entre tantos
hombres Dios me destinó el más difícil. Fue el único instante de
desfallecimiento de su amor. Al otro día recibió rosas, y la tarjeta tan sólo
decía: amor. Ella rió arrepentida, condenando su incontinencia. No debía
haberlo sometido a semejante prueba, que él rehusó heroicamente. En la
siguiente visita la amó con fervor de apátrida, y repetía en voz baja su
nombre. Una vez desapareció tres meses, sin cartas, telegramas ni llamadas telefónicas.
Ella pensó, voy a morir. En torno de la misma mesa, el mantel pintado de rojo,
que había preparado durante un largo sábado, la cama de sábanas blancas, que
ella lavaba personalmente, evitando el exceso de anilina, la casa, en fin, que
él dejó de frecuentar sin dar aviso. Recorría las calles y a cada suspiro
agregaba: -Qué es de la mujer sin la historia de su amor. Había cursado el
bachillerato en su ciudad natal. No quiso ser profesora. Desde pequeña soñaba
con casarse. Su única ambición. Temía al hijo ajeno sustrayéndole una fuerza
que los de su propia carne merecían. La madre protestó, necesitaban dinero. El
padre había perdido el empleo, la edad le pesaba. Terminó en el mostrador de la
farmacia de su padrino, y la madre, cosiendo por encargo. A ella le
correspondía encargarse de los oficios de la casa, ya que se negaba a ejercer
el magisterio. Fue entonces cuando descubrió los encantos de la cocina. Pero la
receta del pastel vino más tarde: Norma apareció, muy elegante, con su vestido
amarillo, pidiéndole ayuda para coser una falda plisada, modelo que había visto
en el puesto de revistas de la esquina. Aunque pensaba que Norma era frívola,
siempre insistiendo en que la acompañara a los bailes donde se pescaba novio
con facilidad, nunca la censuró. Conoció entonces a la otra, amiga lejana de
Norma. Compañeras en el curso de dactilografía, las dos ansiaban trabajar en
una firma americana. Después viajarían a Estados Unidos, pasearían por la
Quinta Avenida. Norma soñaba en conquistar un oficial americano. Lamentando que
ya no nos visitaran , como en la época de la guerra. La otra oía, casi al final
le preguntó: -¿No quieres venir? Se refería a la entrevista en la firma
americana. Negó con la cabeza. Le dio vergüenza explicar que quería casarse.
Era más fácil, y su corazón se lo pedía. -Ya lo sé, a ti sólo se te pueden
ofrecer recetas de pastel chocolate, dijo la otra, molesta. A esto sí accedió,
entusiasmada. Exigiendo una receta escrita. Y que la otra telefoneara a la
madre, para que confirmara los ingredientes que en ese momento le dictaba la
memoria. En casa, por lo estricto de los gastos, no pudo prepararla. Pero se
consolaba: en cuanto ame a alguien lo sorprenderé con mis postres. Acarició
siempre la esperanza de que los pasteles chocolate fueran la sobremesa del
marido. Los dulces sólo servían para consentir al amado. Tanta simplicidad
conmovía a Norma. Años más tarde, cuando se separaron y fue perdiendo los
amigos, su destino era renunciar al mundo para conservar el amor. Antes de
alejarse para siempre, Norma le dijo, poniéndole la mano en el hombro: -Esto
tenía que pasarte. Quiso aún explicar, decirle que se engañaba. Pero Norma se
marchó sin mirar atrás, caminando con decisión. Cuando él volvió meses después,
le trajo regalos, besó largamente su cabello, que según afirmaba, olía a cielo,
le hizo ver la importancia del viaje, no se arrepentía de haberse ido por el
placer del regreso. A ella le pareció gentil su explicación. Corrió a la
cocina, antes de que él la llevara a la alcoba. Valiéndose de dosis exactas
trató de lograr la perfección. No admitía el amor sin que el pastel estuviera
esperándolos, especialmente los días de fiesta. Él rió, encantado de aquel
capricho, no se sentía con derecho a protestar. También él respetaba su
libertad. Dejó que terminara. Ella volvió al fin, como diciéndole estoy lista
para tu difícil ausencia. Siempre era discreta en las cosas del amor, y él
apreciaba su recato. Repudiaría un proceder atrevido, que mancharía para
siempre la ilusión de poseerla como si aún fuese la primera vez. Intuyéndolo,
ella escondía la cabeza en la almohada, velando sus dulces lágrimas. Él
gritaba, como un vasallo del rey Arturo: ¡Las mujeres son gratas¡ ¡Las mujeres
son gratas¡ Ella interpretaba el sentido de sus palabras. Secaba sus lágrimas,
entregándose con pudor. Jamás rehusaba tales escenas. A veces se repetían a la
semana siguiente. Él fingía no advertir que ese encanto amenazaba con agotarse.
Hacía cuanto podía para renovarlo. Por eso la amó tanto durante aquellos años.
Su fantasía se apoyaba también en las sorpresas. En ocasiones adoptaba
disfraces, barbas y bigotes falsos, pelucas. Llegaba sin prisa, dando tiempo a
la sospecha de los vecinos, y no para que pensaran que ella lo engañaba, sino
porque le divertía crear esas ilusiones. Obediente, ella se exaltaba. Aunque
sufriera su ausencia. Su amor en días difíciles se inquietaba de tal modo que
consultaba el calendario con la esperanza de que fuera día de pastel de
chocolate, cuando sin duda él vendría. Hasta el fin del año, el calendario
registraba todos los días de su visita. Ella jamás le sugirió un cambio de
fecha, o una mayor asiduidad. Respetaba aquel sistema. En los comienzos de mes,
sin embargo, él llegaba más temprano, trayendo el dinero para los gastos de la
casa, y cualquier excedente que le hiciera falta. Lo depositaba sobre la
frutera, aunque hubiera en ella bananas, peras, manzanas que ella adoraba,
imaginándose entre la nieve. No sabía explicarlo, pero comiendo manzanas se
sentía elegante, de guantes pécari importados, hablando francés y con un
pañuelo de seda en la cabeza. Dejaba allí el dinero hasta que él partía.
Después, lo ponía junto al misal. Los dos se sometían a los ritos. Un día le
dijo: -Vamos a salir ya mismo, porque nunca hemos ido al cine, y como quiero ir
al cine contigo antes de morir, es hora de que cumplamos mi deseo. Ella lo
abrazó llorando de alegría: ¡Eres mío, cómo eres mío! Fueron y no se
divirtieron, él tildó de obscenos los episodios de amor. Ella no estuvo de
acuerdo, pero su felicidad no la impulsaba a la insistencia. Comieron helado
mientras él seguía protestando. Ella se manchó el vestido, y entonces él rió,
le gustaban sus curiosas intuiciones, su modo de errar en las cosas pequeñas.
La madre la visitaba dos o tres veces al año. Todavía cosía por encargo.
Discretamente, preguntaba por él. Temía irritarla. Nunca había comprendido
aquel casamiento. Él se había opuesto a que usara vestido de novia, alegando
que el traje nupcial sólo debía ser visto por el esposo. Pero después de la
ceremonia, ya a solas en el cuarto, le obsequió un vestido blanco, con velo y
guirnaldas. Esa primera noche ella surgió ataviada a la medida de sus sueños, y
él cerró los ojos y los abrió de nuevo para ver si ella estaba aún a su lado,
la mujer que amaba, y conmovido habló del modo que ella comprendía: -Estás
hermosa, sólo faltaría que el sacerdote nos casara de nuevo, y cuando en medio
de la noche conocieron sus cuerpos, él le pidió que reposara, porque era él
quien debía colgar en el armario el vestido de novia comprado para ella, con
ninguna otra mujer podría haber obrado de esa manera, y ella nunca lo olvidó.
Así pues, cuando la madre la visitaba, la hija le preguntaba por el padre, cómo
iban las cosas, sin invitarla nunca a quedarse, aunque vivía lejos, viajaba
horas en tren para regresar a su casa. En aquellas breves visitas, la hija de
nada se quejaba. Parecía encantada con su situación. La madre nunca había visto
una mujer más feliz. A veces sentía deseos de preguntar: -A qué horas llega él.
O prolongar la visita para verlo cuando viniera a cenar. Pero, a partir de las
cuatro, la hija empezaba a ponerse inquieta, se levantaba a cada rato
pretextando naderías, fingía ocupaciones, él solía demorarse, le aseguraba
ansiosa. A la hora de la despedida, la madre siempre repetía: -Bonita vuestra
casa. A la semana siguiente, adivinando, él preguntaba: ¿Y tu madre, nunca
volvió? Ella ponía una cara triste, abrazada a él susurraba: -Sólo te tengo a
ti en el mundo. Él la besaba, y como pidiendo disculpas, decía: -Vuelvo el
próximo miércoles, ¿estás contenta? Ella sonreía, el rostro brillante, los
cabellos como a él le gustaban. Ya con algunos hilos blancos. Hilos que él
respetaba, pensando: Ella es pura, es pura. Un día no resistió, llegó
disfrazado, en una última tentativa de confundir a los vecinos. Traía en las
manos sendas maletas. Ella sufrió en silencio la perspectiva de una larga
ausencia. Lo ayudó como si estuviera cansado, la vida era dura para él. Le
trajo agua helada, lamentando no tener una fuente en el solar, de tenerla la
adornaría con piedras, tal vez pondría una imagen. El hombre bebió, se quitó el
disfraz que nunca había recibido de ella censura alguna. Y asumiendo una
fingida independencia habló en voz alta, para que ella escuchara. Terminó el
tiempo de prueba. Esta vez vine para quedarme. La mujer lo miró, escondiendo su
profunda alegría, y corrió después a la cocina. Nadie la superaba en los
pasteles de chocolate.
Nélida Piñón (Brasil, 1937)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario