El retrato oval
“The Oval Portrait”
Broadway Journal, 1845
Edgar Allan Poe
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las
horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del
candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el
sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el
libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz
de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las
columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi
envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato
de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos.
¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos
permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar.
Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme
de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una
contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo
el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer
rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de
que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la
realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba
sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama,
en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar
de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus
radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de
fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello
estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No
podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la
cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo
de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante.
Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio
me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví
el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la
causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el
número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y
singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en
mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado,
estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de
rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo,
amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que
la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el
amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del
deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante
largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se
filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba
su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un
hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que
no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba
la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para
él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que
disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y
trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba,
la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban
el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable
del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al
fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la
torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba
su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el
rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el
lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando
muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa
muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de
la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a
extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó
en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después,
estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz
terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se volvió
bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!”
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