Y ahora, este cuento de suspenso que -contrario al anterior de Guy de Maupassant- trata sobre una desaparición
La casa de Adela
(Del libro “Las cosas que perdimos en el fuego”. Por Mariana
Enríquez)
Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece
su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el
muñón en el hombro, las botitas de gamuza—, regresa de noche, en sueños. Los
sueños con Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi
hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos
amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con
nuestros padres.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio,
mimada en su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús,
tan diferente que parecía un castillo, y sus habitantes, los señores, y
nosotros, los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines
raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes
importados, que le traía su papá de Estados Unidos. Y porque organizaba las
mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco
después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la
siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector
y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del
barrio todavía tenía televisores blanco y negro.
Pero, sobre todo, nos hicimos amigos de ella, mi hermano y yo,
porque Adela tenía un solo brazo. O a lo mejor sería más preciso decir que le
faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el
hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un
retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que
había nacido así, que era un defecto congénito. Muchos otros chicos le tenían
miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho
incompleto; decían que la iban a contratar en un circo, que seguro estaba su
foto en los libros de medicina.
A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo
ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la
repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara
o sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta
humillarlo, hasta dejarlo al borde de las lágrimas.
Nuestra madre decía que Adela tenía un carácter único, era
valiente y fuerte, un ejemplo, una dulzura, qué bien la criaron, qué buenos
padres, insistía. Pero Adela decía que sus padres mentían. Sobre el brazo. No
nací así, contaba. Y qué pasó, le preguntábamos. Y entonces ella contaba su
versión. Sus versiones, mejor dicho. A veces contaba que la había atacado su
perro, un dóberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco, les
suele pasar a los dóberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo
demasiado chico para el tamaño del cerebro; por eso les dolía siempre la cabeza
y se enloquecían de dolor, se les trastornaba el cerebro apretado contra los
huesos. Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba: el
dolor, los gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando
el pasto, mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un
tiro; excelente puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía
cargaba con Adela bebé entre los dientes.
Mi hermano no creía en esta versión.
—A ver, ¿y la cicatriz dónde está?
Ella se molestaba.
—Se curó rebién. No se ve.
—Imposible. Siempre se ven.
—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más
arriba de la mordida. .
—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle,
como ejemplo.
—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la
mejor clínica de Capital.
—Bla bla bla —le decía mi hermano, y la hacía llorar. Era el
único que la enfurecía. Y, sin embargo, nunca se peleaban del todo. Él
disfrutaba con sus mentiras. A ella le gustaba el desafío. Y yo solamente
escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela hasta que mi hermano y
Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo para siempre.
No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso
para verlas. Mi mamá decía que era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma
edad, insistía yo. Problema de sus papás si la dejan: ya te dije que no, decía
mi mamá, y era imposible discutir con ella.
—¿Y por qué a Pablo lo dejás?
—Porque es más grande que vos.
—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme
dormida.
Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela,
llenos de compasión, me contaran las películas. Y cuando terminaban de contarme
las películas, contaban más historias. No puedo olvidarme de esas tardes:
cuando Adela contaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos oscuros, el
parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban burlonas.
Yo las veía cuando Adela se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No
se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él era capaz de ocultar mejor
que nosotras.
Él supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta que
solamente quedó de él ese costillar a la vista, ese cráneo destrozado y, sobre
todo, ese brazo izquierdo en medio de las vías, tan separado de su cuerpo y del
tren que no parecía producto del accidente —del suicidio, le sigo diciendo
accidente a su suicidio—; parecía que alguien lo había llevado hasta el medio
de los rieles para exponerlo, como un saludo, un mensaje.
La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran
resúmenes de películas y cuáles eran inventos de Adela o Pablo. Desde que
entramos en la casa, nunca pude ver una película de terror: veinte años después
conservo la fobia y, si veo una escena por casualidad o por error en la televisión,
esa noche tomo pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a
Adela sentada en el sofá, con los ojos quietos y sin su brazo, mientras mi
hermano la miraba con adoración. No recuerdo, es cierto, muchas de las
historias: apenas una sobre un perro poseído por el demonio —Adela tenía
debilidad por las historias de animales—, otra sobre un hombre que había
descuartizado a su mujer y había ocultado sus miembros en una heladera y esos
miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco
y cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y
vengadora mató al asesino apretándole el cuello —Adela tenía debilidad,
también, por las historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el
fantasma de un niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el
invitado terrorífico que nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.
Me gustaban especialmente las historias sobre la casa
abandonada. Incluso sé cuándo comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una
tarde, después de la escuela, mi hermano y yo la acompañamos hasta el
supermercado. Ella apuró el paso cuando pasamos frente a la casa abandonada que
estaba a media cuadra del negocio. Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué
corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa de mi madre, de lo joven que era esa
tarde de verano, del olor a champú de limón de su pelo y de la carcajada de
chicle de menta.
—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como
una madre.
—Por qué —dijo Pablo.
—Por nada, porque está abandonada.
—¿Y?
—No hagas caso, hijo.
—¡Decime, dale!
—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón,
cualquier cosa.
Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía mucho más
para decir. La casa había estado abandonada desde antes de que mis padres
llegaran al barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que, apenas meses
antes, se habían muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron
juntos?, quiso saber Pablo. Qué morboso estás, hijo, te voy a prohibir las
películas. No, se murieron uno atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de
viejitos, cuando uno se muere, el otro se apaga enseguida. Y, desde entonces,
los hijos se están peleando por la sucesión. Qué es la sucesión, quise saber
yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando para ver quién se queda
con la casa. Pero es una casa bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá lo retó por
usar una mala palabra.
—¿Qué mala palabra?
—Sabés perfectamente: no voy a repetir.
—«Chota» no es una mala palabra.
—Pablo, por favor.
—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
—Qué sé yo, hijo, querrán el terreno. Es un problema de la
familia.
—Para mí que tiene fantasmas.
—¡A vos te están haciendo mal las películas!
Yo creí que le iban a prohibir seguir viendo películas, pero mi
mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al día siguiente, mi hermano le contó a
Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una casa embrujada tan cerca, en el
barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad. Vamos a verla, dijo ella.
Los tres salimos corriendo. Bajamos a los gritos las escaleras de madera del
chalet, muy hermosas (tenían de un lado ventanas con vidrios de colores,
verdes, amarillos y rojos, y estaban alfombradas). Adela corría más lento que
nosotros y un poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa
tarde llevaba un vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando
corría, el bretel del lado izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo
acomodaba sin pensar, como si se sacara de la cara un mechón de pelo.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero, si se le
prestaba atención, había detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas,
cerradas completamente, con ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que
algo saliera? La puerta, de hierro, estaba pintada de marrón oscuro; parece
sangre seca, dijo Adela.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió.
Tenía los dientes amarillos. Eso sí me daba asco, no su brazo, o su falta de
brazo. No se lavaba los dientes, creo; y, además, era muy pálida y la piel
traslúcida hacía resaltar ese color enfermizo, como en los rostros de las
geishas. Entró en el jardín, muy pequeño, de la casa. Se paró en el pasillo que
llevaba a la puerta, se dio vuelta y dijo:
—¿Se dieron cuenta?
No esperó nuestra respuesta.
—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
Mi hermano la siguió, entró en el jardín y, como si tuviera
miedo, también se quedó en el pasillo de baldosas que iba de la vereda a la
puerta de entrada.
—Es verdad —dijo—. Los pastos tendrían que estar altísimos.
Mirá, Clara, vení.
Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así
por lo que pasó después: estoy segura de lo que sentí entonces, en ese preciso
momento. Hacía frío en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado. Era
amarillo y corto: ni un yuyo verde. Ni una planta. En ese jardín había una
sequía infernal y al mismo tiempo era invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como
un mosquito ronco, como un mosquito gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no
quería que mi hermano y Adela se burlaran de mí, pero tenía ganas de escapar
hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle sí, tenés razón, esa casa es mala y no
se esconden ladrones, se esconde un bicho que tiembla, se esconde algo que no
tiene que salir.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa.
Preguntaban en el barrio sobre la casa. Preguntaban al quiosquero y en el club;
a don Justo, que esperaba el atardecer sentado en la puerta de su casa, a los
gallegos del bazar y a la verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero
varios coincidieron en que la rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín
reseco les daba escalofríos, tristeza, a veces miedo, sobre todo miedo de
noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o lituanos, muy amables,
muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por la herencia. Otros
que no visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se enfermaron. Nadie los
había visto. Nunca. Los hijos, si existían, eran un misterio.
—Alguien tuvo que tapiar las ventanas —le dijo mi hermano a don
Justo.
—Vos sabés que sí. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo
hicieron los hijos.
—A lo mejor los albañiles eran los hijos.
—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles. Y los viejitos
eran rubios, transparentes. Como vos, como Adelita, como tu mamá. Polacos
debían ser. De por ahí.
La idea de entrar en la casa fue de mi hermano. Me lo sugirió
primero a mí. Le dije que estaba loco. Estaba fanatizado. Necesitaba saber qué
había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy
extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le
hizo la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió
a Adela.
Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que
partía el jardín seco. El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les
daba la bienvenida. Yo los acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda.
Ellos miraban la puerta, como si creyeran que podían abrirla con la mente.
Pasaban horas ahí, sentados, en silencio. La gente que pasaba por la vereda,
los vecinos, no les prestaban atención. No les parecía raro o quizá no los
veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería
que los salvara.
Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya
no se hablaba de películas. Ahora Pablo y Adela —pero sobre todo Adela—
contaban historias de la casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde.
Parecieron sorprendidos, se miraron.
—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
—Pobre —dijo Pablo—. No escucha la voz de la casa.
—No importa —dijo Adela—. Nosotros te contamos.
Y me contaban.
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba
ciega.
Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al
gallinero vacío, en el fondo.
Sobre el fondo, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de
pequeños agujeros como madrigueras de ratas.
Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en
la casa necesitaba agua.
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de que entrara. Fue
extraño. Ahora ella parecía tener miedo: se turnaban. En el momento decisivo,
ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único
brazo y hasta la sacudía. En el colegio, se hablaba de que Pablo y Adela eran
novios y los chicos se metían los dedos en la boca, hasta la garganta, haciendo
gesto de vómito. Tu hermano sale con la monstrua, se reían. A Pablo y Adela no les
molestaba. A mí tampoco. A mí solamente me preocupaba la casa.
Decidieron entrar el último día del verano. Fueron las palabras
exactas de Adela, una tarde de discusión en el living de su casa.
—El último día del verano, Pablo —dijo—. Dentro de una semana.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería
dejarlos. No podían entrar solos en la oscuridad.
Decidimos entrar de noche, después de la cena. Teníamos que
escaparnos, pero salir de casa tarde, en verano, no era tan difícil. Los chicos
jugaban en la calle hasta tarde en el barrio. Ahora no es así. Ahora es un
barrio pobre y peligroso, los vecinos no salen, tienen miedo de que les roben,
tienen miedo de los adolescentes que toman vino en las esquinas y a veces se
pelean a tiros. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en departamentos.
En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón oculta las
sombras.
Un grupo de chicas jugaba al elástico en medio de la calle;
cuando pasaba un auto —circulaban muy pocos—, paraban para dejarlo pasar. Más
lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto era más nuevo, más liso,
algunas adolescentes patinaban. Pasamos entre ellos, desapercibidos.
Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila,
iluminada. Conectada, pienso ahora.
Nos señaló la puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta,
apenas una rendija.
—¿Cómo? —preguntó Pablo.
—La encontré así.
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves,
destornilladores, palancas; herramientas de mi papá que había encontrado en una
caja, en el lavadero. Ya no las iba a necesitar. Estaba buscando la linterna.
—No hace falta —dijo Adela.
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces
vimos que adentro de la casa había luz.
Recuerdo que caminamos de la mano bajo esa luminosidad que
parecía eléctrica, aunque en el techo, donde debería haber lámparas, sólo había
cables viejos, asomando de los huecos como ramas secas. Parecía la luz del sol.
Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una poderosa lluvia de verano. Ahí adentro
hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como de hospital.
La casa no parecía rara por adentro. En el pequeño hall de
entrada estaba la mesa del teléfono, un teléfono negro, como el de nuestros
abuelos.
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo de que recé
así, de que repetí eso en voz baja, con los ojos cerrados. Y no sonó.
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía
más grande de lo que parecía desde afuera. Y zumbaba, como si vivieran colonias
de bichos ocultos detrás de la pintura de las paredes.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía
«esperá, esperá» cada tres pasos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba
claramente. Cuando se daba vuelta para mirarnos, parecía perdida. En sus ojos
no había reconocimiento. Decía «sí, sí», pero yo sentí que ya no nos hablaba.
Pablo sintió lo mismo. Me lo dijo después.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color
mostaza, agrisados por el polvo. Contra la pared se apilaban estantes de
vidrio. Estaban muy limpios y llenos de pequeños adornos, tan pequeños que
tuvimos que acercarnos para verlos. Recuerdo que nuestros alientos, juntos,
empañaron los estantes más bajos, los que alcanzábamos: llegaban hasta el
techo.
Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos
chiquitísimos, de un blanco amarillento, con forma semicircular. Algunos eran
redondeados, otros más puntiagudos. No quise tocarlos.
—Son uñas —dijo Pablo.
Sentí que el zumbido me ensordecía y me puse a llorar. Abracé a
Pablo, pero no dejé de mirar. En el siguiente estante, el de más arriba, había
dientes. Muelas con plomo negro en el centro, como las de mi papá, que las
tenía arregladas; incisivos, como los que me molestaban cuando empecé a usar
aparatos; paletas como las de Roxana, la chica que se sentaba delante de mí en
el colegio. Cuando levanté la cabeza para alcanzar a ver el tercer estante, se
fue la luz.
Adela gritó en la oscuridad. Mi corazón latía tan fuerte que me
dejaba sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no me
soltaba. De pronto, vi un redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije:
«Salgamos, salgamos.» Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la
salida, siguió entrando en la casa. Lo seguí. Quería irme, pero no sola.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de
medicina, de hojas brillantes, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del
techo, ¿quién podía reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se frenó:
movía la linterna y la luz sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa
habitación no terminaba nunca o sus límites estaban demasiado lejos para ser
iluminados por una linterna.
—Vamos, vamos —volví a decirle, y recuerdo que pensé en salir
sola, en dejarlo, en escapar. .
—¡Adela! —gritó Pablo.
No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en esa
habitación eterna.
—Acá.
Era su voz, muy baja, cerca. Estaba detrás de nosotros.
Retrocedimos. Pablo iluminó el lugar de donde venía la voz y entonces la vimos.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos
saludó con la mano derecha, parada junto a una puerta. Después giró, abrió la
puerta que estaba a su lado y la cerró detrás de ella. Mi hermano corrió, pero
cuando llegó a la puerta, ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado
afuera, en la mochila, para abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no
quería sacarla: solamente quería salir, y lo seguí, corriendo. Afuera llovía y
las herramientas estaban desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas,
brillaban en la noche. Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos
quedamos quietos un minuto, asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta
desde adentro.
La casa dejó de zumbar.
No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrirla.
Pero en algún momento escuchó mis gritos. Y me hizo caso.
Mis padres llamaron a la policía.
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de
lluvia. Mis padres, los padres de Adela, la policía en el jardín. Nosotros
empapados, con pilotos amarillos. Los policías que salían de la casa diciendo
que no con la cabeza. La madre de Adela desmayada bajo la lluvia.
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Nos pidieron la
descripción del interior de la casa. Contamos. Repetimos. Mi madre me dio un
cachetazo cuando hablé de los estantes y de la luz. «¡La casa está llena de
escombros, mentirosa!», me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía «por favor,
dónde está Adela, dónde está Adela».
En la casa, le dijimos. Abrió una puerta de la casa, entró en
una habitación y ahí debe estar todavía.
Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la
casa. Ni nada que pudiera ser considerado una habitación. La casa era una
cáscara, decían. Todas las paredes interiores habían sido demolidas.
Recuerdo que los escuché decir «máscara», no «cáscara». La casa
es una máscara, escuché.
Nosotros mentíamos. O habíamos visto algo tan feroz que
estábamos shockeados. Ellos no querían creer siquiera que habíamos entrado en
la casa. Mi madre no nos creyó nunca. Ni siquiera cuando la policía rastrilló
el barrio entero, allanando cada casa. El caso estuvo en televisión: nos
dejaban ver los noticieros. Nos dejaban leer las revistas que hablaban de la
desaparición. La madre de Adela nos visitó varias veces y siempre decía: «A ver
si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan…».
Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi
hermano también lloraba. Yo la convencí, yo la hice entrar, decía.
Una noche, mi papá se despertó y escuchó que alguien intentaba
abrir la puerta. Se levantó de la cama, agazapado, pensaba que encontraría a un
ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la cerradura —esa
cerradura siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una linterna en la
mochila. Los escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía
por favor que quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.
Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los
veintidós años. Yo reconocí el cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres
estaban de vacaciones en la costa cuando se tiró bajo el tren, bien lejos de
nuestra casa, cerca de la estación Beccar. No dejó una nota. Él siempre soñaba
con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no tenía uñas ni dientes, sangraba por
la boca, sangraban sus manos.
Desde que Pablo se mató, vuelvo a la casa. Entro en el jardín,
que sigue quemado y amarillo. Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros:
la policía derrumbó los ladrillos que las tapiaban hace quince años y así
quedaron, abiertas. Adentro de la casa, cuando el sol la ilumina, se ven vigas
y el techo agujereado y basura. Los chicos del barrio saben lo que pasó ahí
adentro. En el suelo pintaron, con aerosol, el nombre de Adela. En las paredes
de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una pintada. Otra, más pequeña,
escrita con fibra, repite el modelo de una leyenda urbana: hay que decir Adela
tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela en la mano, y
entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.
Mi hermano, que también visitaba la casa, vio esas indicaciones
e hizo ese viejo ritual una noche. No vio nada. Rompió el espejo del baño con
sus puños y tuvimos que llevarlo al hospital para que lo cosieran.
No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me
mantiene afuera. Acá vive Adela, ¡cuidado!, dice. Imagino que la escribió un
chico del barrio, en chiste o desafío. Pero yo sé que tiene razón. Que ésta es
su casa. Y todavía no estoy preparada para visitarla.