Sobre la columna de la semana de Pablo Arango, Construcción
Me encantó esta columna de la
semana (octubre 22 de 2019) de Pablo Arango que transcribo al final de este
comentario personal:
Considero que Pablo es magnífico como
observador, que no menos como exponente de la literatura urbana de nuestros
días.
Al leer en la columna, “(…) la vida se debate en medio de paradojas: a veces es compleja y
otras simple, a veces es dura y otras suave y dulce. Veo hombres persistentes
que, sin debates existenciales o morales, viven. O que, justamente, gracias a
la carencia de tales debates, viven con intensidad envidiable.”, viene a mi
mente el fragmento 53 del Libro del desasosiego de Pessoa: “Una sola cosa me
maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida:
es la inteligencia que hay es esa estupidez. La monotonía de sus vidas vulgares
es, aparentemente, pavorosa. Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y
miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero; y aquí, a mi lado, está
de pie el camarero viejo que me sirve, como hace treinta años, creo sirve en
esta casa. ¿Qué vidas son las de estos hombres? (…) Examino, con un asombro asustado,
el panorama de estas idas, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena,
indignación ante ellas, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación,
son los mismos que tendrían derecho a sentirlos, son los mismos que viven esas
vidas.”
El poema Construcción,
que con tanta pertinencia cita, me parece bellísimo. (Lo transcribo completo
también). Es un homenaje a ese conciudadano manizaleño que murió en la
construcción de la clínica que sigue Pablo, como vecino, con observación
cotidiana y ojo literario.
Galu
Lleva varios días suspendida la construcción de la clínica, vecina a mi edificio. Más o menos una semana de interrupción en una obra que ha sido lenta, seguro para tormento de sus propietarios, no así para mí, que disfruto viendo el trajín cotidiano: la llegada de los trabajadores, la instalación de los precarios andamios, la hora del desayuno y luego la del almuerzo, los gritos, las risas o las eventuales quejas. Una obra de teatro. Tal como seguro será la mía en la oficina, o la de cualquiera de ustedes en su trabajo. Una novela, o una “serie”, que seguro lee o ve un dios voyerista. El caso es que la construcción, la misma donde sobrevive la Bocconia frutescens, mi vecino cosmopolita, es un escenario en el que puedo evidenciar que la vida se debate en medio de paradojas: a veces es
compleja y otras simple, a veces es dura y otras suave y dulce. Veo hombres persistentes que, sin debates existenciales o morales, viven. O que, justamente, gracias a la carencia de tales debates, viven con intensidad envidiable. Llegan temprano con su morral cargado de comida y ropa de trabajo.
Se cambian entre camaradería y comienzan una jornada que los dejará extenuados y satisfechos consigo mismos, por haber logrado un día más de trabajo y de existencia. Una cierta consciencia natural e instintiva subyace en sus vidas:
la idea de que por algún extraño milagro están hoy sobre la tierra, y que esa circunstancia es inmodificable; así que no vale la pena preguntarse mucho, sino apenas existir, ir tirando para adelante, con desparpajo y confianza. Carolina dice que desde mi ventana hago interventoría, y es cierto, hago interventoría de mi vida, esa es la que reviso cuando veo la obra.
Hace ocho días, temprano en la mañana, conté el número de obreros que había llegado, es parte de mi tarea cotidiana junto con tender la cama y recoger nuestro desorden. Siete fue el número de aquel día. Imposible identificar rostros desde la distancia, algunos llevaban arneses, otros se movían con mayor libertad, subían o bajaban escaleras de guadua, y luego cruzaban, como confiados funambulistas, las vigas recién fraguadas.
Más tarde, después del mediodía, me enteré que uno de los obreros había caído desde el sexto piso y había muerto. Murió, dice la prensa, de manera instantánea. Por eso está suspendida la obra, y ahora no puedo levantarme a ver cómo crecen los muros y se van
ocultando las varillas de hierro gracias al concreto que vierten y que luego hidratan.
Es casi una obviedad para los de mi generación, pero la noticia me hizo recordar la canción de Chico Buarque, o mejor, el poema de Buarque de Holanda: “Amó aquella vez como si fuese última/ Besó a su mujer como si fuese última/ Y a cada hijo suyo cual si fuese el único.../ Subió a la construcción como si fuese máquina/ Alzó en el balcón cuatro paredes sólidas.../ Sentóse a descansar como si fuese sábado/ Comió su pan con queso cual si fuese un príncipe.../ Y tropezó en el cielo con su paso alcohólico/ Y flotó por el aire
cual si fuese un pájaro/ Y terminó en el suelo como un bulto flácido.../ Murió a contramano entorpeciendo el tránsito…”
Ahora, cada vez que me levanto voy a la ventana y miró la construcción abandonada. Se ve lúgubre y parece que la hubieran abandonado hace meses. Una carreta quedó a medio camino de alguna tarea importante, las pesas de la pequeña grúa penden y se mecen con el viento. Dos cascos quedaron puestos en una estaca, y un balde, ya inútil, porque quedó con mezcla de cemento, y sumergida en ella una espátula. El sábado, sin embargo, presencié algo formidable: un obrero subió la escalera de guadua hasta el último piso, llevaba en sus manos dos tazas, una grande y otra
pequeña. En la grande tenía agua, en la pequeña algo sólido, ceniza o alguna planta. Solitario y serio como un sacerdote, comenzó a esparcir agua con una flor de San Joaquín. Lanzaba agua e iba bendiciendo el sitio. Con más cuidado aún, tomó de la taza pequeña trocitos de lo que fuera, y los fue arrojando al aire, mientras decía algo. Luego se acercó a la grúa, y con delicadeza puso sobre ella la flor de hibisco. Un hisopo más digno no podía haber encontrado;
seguro lo cortó del jardín de la casa de enfrente.
Pablo Felipe Arango
Manizales, 22 de octubre
de 2019
CONSTRUCCION
(Chico Buarque (Brasil, 1944)
Amó aquella vez como si fuese última,
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
besó a su mujer como si fuese última,
y a cada hijo suyo cual si fuese el único,
y atravesó la calle con su paso tímido.
Subió a la construcción como si fuese máquina,
alzó en el balcón cuatro paredes sólidas,
ladrillo con ladrillo en un diseño mágico,
sus ojos embotados de cemento y lágrimas.
Sentóse a descansar como si fuese sábado,
comió su pobre arroz como si fuese un príncipe,
bebió y sollozó como si fuese un náufrago,
bailó y se rio como si oyese música,
y tropezó en el cielo con su paso alcohólico.
Y flotó por el aire cual si fuese un pájaro
y terminó en el suelo como un bulto flácido
y agonizó en medio del paseo público.
Murió a contramano entorpeciendo el tránsito.