Este es el blog de Galu :) Es un espacio abierto a las personas que quieran compartir: sus pensamientos, opiniones, experiencias, preocupaciones, tips para la vida; escritos propios, ajenos (y sugeridos) como poemas, relatos, cuentos cortos y todo tipo de expresión que inspire y enriquezca la vida.
miércoles, 30 de agosto de 2017
Cuento LA SOLEDAD
Ed pasó sin mirarla, rozando su cuerpo sin notar el contacto que había hecho mover la hamaca multicolor de esas de San Jacinto que aún no se había desteñido, más por nueva que por fina. A Leo no le gustaba que se la movieran mientras se encontrara recostada allí leyendo, reposando, aspirando el aire dulce de la finca. Cuando se la movió, ella volvió la vista hacia él pero ya no pudo ver su cara de niño sino su espalda de hombre. Un movimiento desmadejado, despreocupado, se advertía en sus pasos, pasos que iban directo al cerco del potrero donde pastaban Yaruma y Chorola. Ellas no se percataron de la soledad pero él sí.
Camuflada en el tronco del árbol, de color castaño claro, observaba, aprensiva, los movimientos a su alrededor, lista a alzar vuelo si estos se volvían amenazantes. No era usual la presencia de soledades de carne y hueso en esta tierra de verdes prados, naranjos, mandarinos y limones que se alternaban la llenada de jarras para calmar la sed de los visitantes del kiosco en las tardes de tertulias familiares.
La soledad -de la otra- tampoco era una habitante usual. Siete hermanos con sus dos generaciones descendientes se congregaban los fines de semana y algunos días de vacaciones, llenando de bulla y movimiento el ambiente tibio de la propiedad compartida, legado de sus padres, la finca Taboga que por añoranzas no llamaban así, sino La Atarraya, como otra que tenían cuando estaban pequeños. La soledad que acechaba sus vidas -ya por viejos, ya por jóvenes- era mitigada en este refugio, escenario de todo tipo de anécdotas, controversias y celebraciones.
Ed regresó del potrero y le dijo: -ya conté el ganado, una, dos y la que falta, tres-. Leo le replicó -Jaja, eso quisieras-.
- ¿Qué tal la soledad?
- Amor, no sientas soledad porque no vino alguien más de tu familia hoy. ¿No te parece agradable que estemos solos los dos? Además puedo leer sin interrupciones.
- ¡La soledad que está en ese guayacán! Mírala qué hermosa; de cola larga; tiene cuerpo de barranquillo, color amarillo quemado, saraviada en el lomo; es muy escasa, yo no la había visto por aquí.
- Ay, sí! Ya la vi. ¿Es escasa? ¿Se asomará presagiando soledades? Me da temor que nos esté avisando algo.
- No digas bobadas.
- A lo bien. No creo en nada, para creer en agüeros. De todos modos me parece más lindo el barranquillo, con sus múltiples colores. Esta parece su viuda triste despojada de ropaje, consorte y barranco.
Él asintió con un leve movimiento de cabeza.
Los dos se quedaron callados. Ella pensando en los agüeros y en el dicho: "No creo en brujas, pero que las hay, las hay". Pensaba en la mariposa negra que encontró en su casa y esa noche se murió su padre. Luego recordó otra mariposa que muchos años después se metió en su alcoba y, fuera del susto, no le trajo calamidad alguna. Entonces prefirió pensar en agüeros positivos, por ejemplo las arañas monas que siempre que veía una le llegaba dinero inesperado.
Él, entretanto, pensaba en las cacerías que de niño hacía con su padre y en lo absurdo que era salir a matar animales sin pensar y sin pesar, pero que disfrutaba tanto. Recordó cuando entre las tórtolas que cazaron cayó una soledad que luego él embalsamó con la ayuda del administrador del anfiteatro de la Universidad de Caldas. Le quedó tan linda que la vendió por mil pesos, mucha plata: se pudo comprar con ello un balón de fútbol. Era el primer balón nuevo que poseía y el que le permitió, también por primera vez, sentirse líder en el colegio cuando salió a jugar fútbol en el recreo.
Parecía que había pasado mucho rato en sendas divagaciones y, sin embargo, no fueron más de dos minutos. Los pensamientos y los recuerdos son como el aire: se expande sin notarse que ocupa el espacio; como la escala de un mapa donde un milímetro puede significar kilómetros. Los silencios entre ellos no se prolongaban. No por Ed, quien tenía fama de callado, sino porque ella hablaba por los dos y a él le hacía falta que Leo los quebrantara y hasta le preguntaba si le pasaba algo o si estaba enojada cuando estaba silente. Lo mismo con los abrazos y melindres. Le encantaba recibirlos más que darlos.
- Te he contado alguna vez sobre la soledad que cacé en Puerto Solano? Dijo él.
- No, cuéntame, cómo fue?
- "Mi papá nos llevó a mi hermano y a mí a la excursión de los amigos del banco. Ellos se incomodaron porque querían estar solos, hablar sin cohibirse, tomar trago y estar a sus anchas pero delante de dos muchachos pequeños, se tenían que medir. Cuando llegamos, Julio, El Cojo, que era el mandamás del viaje, le dijo a mi papá que nos acomodara en el vuelco de la camioneta en lugar de la carpa. Le hizo caso a regañadientes y se quedó algo preocupado de dejarnos tan retirados del campamento, pero con los dos primeros aguardientes se olvidó de nosotros. Una soledad posaba en lo alto del árbol, guardián de nuestra noche. Oíamos, antojados, las risas y conversaciones y no podíamos conciliar el sueño. Con sigilo, nos fuimos acercando a la fogata. Fue cuando vimos algo que nuestros ojos no podían creer: El Cojo se había quitado su pierna de palo y bailaba con la patasola, toda blanca, envuelta en un velo fosforescente que emitía unos rayos de luz energizada, con destellos morados. Su cara se cubría con la melena de la patasola y se fundía con la de esta en una sola. Los brazos de El Cojo, horizontales, simulaban un crucifijo. Los demás parecían ignorar el espectáculo y la danza proseguía al son de una música que no apreciábamos, aturdidos por el terror. Corrimos de vuelta y nos metimos, abrazados, debajo de las cobijas que nos habíamos tendido. Al amanecer, con el miedo trasnochado y algo dominado, volvimos al campamento a indagar la suerte de los amigos, especialmente la de nuestro padre y la de El Cojo.
- ¿Qué crees que pasó? - le pregunté a mi hermano. Como mayor siempre me trataba de proteger y yo me sentía seguro de su mano.
- Vamos a ver - dijo.
Caminamos 20 pasos y nos detuvimos para percibir mejor los sonidos leves que salían del lugar
-¿Oíste eso? - Dijo mi hermano. -Puede ser que se están levantando apenas. A lo mejor estarán haciendo el desayuno -. El aroma lo inspiró.
- Ojalá - Repuse yo. -Tengo hambre.
Efectivamente, el desayuno estaba comenzando a ser preparado por mi padre quien advirtió que nos acercábamos y salió presto a nuestro encuentro. Un semblante anhelante le bañaba la cara.
- Buenos días hijos, durmieron bien? Ya iba a llevarles el desayuno-.
- Papi, qué estaban haciendo ustedes anoche, ¿qué pasó?-.
Preguntamos al unísono sin saludar.
-Nada, nos pusimos a recordar viejos tiempos y pronto nos venció el sueño. Vamos a cazar tórtolas tan pronto desayunemos y les voy a dar una sorpresa: los voy a dejar disparar con mi escopeta-. En su respuesta notamos q ocultaba algo y lo cubría con concesiones. Nuestro entusiasmo por cazar, por primera vez como grandes, desvió nuestra atención y, sin más, nos concentramos en la aventura próxima.
Nos organizamos, nos colgamos las mochilas de cabuya que ellos llamaban talegas, así como las tortoleras que eran otras talegas pero con aros y tiras de cuero para amarrar del cuello las presas; nos pusimos las botas y, en fila india, emprendimos la entrada al monte. Estuvimos cuatro horas seguidas sin despabilar, en una actividad de: calle – observe – dispare - recoja, sin descansar. Entre todos cazamos 8 tórtolas, un guatín, un conejo, y yo me coroné el trofeo: “La soledad". Los amigos de mi papá se sorprendieron que hubiera sido yo y se consolaban diciendo: -“la suerte del chambón”.
Leo había puesto mucha atención en el relato. Le hizo varias preguntas pero Ed, con los ojos aguados, como se le ponían cuando la emoción lo asaltaba, no quiso continuar con el tema y entró como en un trance, como en proceso de nivelación tras una descarga grande de adrenalina. Observó cómo la andanada de luz en el horizonte se desbordó al ritmo de la excitación. Comenzó a oscurecer. El atardecer intenso se había agotado, como parecía que se agotaba el tema por el momento. Ella buscó la soledad en el guayacán; ya no estaba. Dirigió la mirada hacia el árbol de mangostinos que aunque su tinta morada intensa e indeleble le había manchado su blusa bordada, le había endulzado la mañana con sus frutos tan exquisitos. Tampoco estaba allí, la buscó en otros árboles pero no la vio más.
Ambos se comunicaron sin hablar y, sólo con la mirada, convinieron en que era hora de empacar sus cosas para volver al hogar a continuar con su rutina, y es un decir pues sus días no estaban curtidos por la costumbre. No fue posible. Cuando él caminaba hacia la casa en busca del baño, situado a unos veinte metros, un súbito temblor de tierra sacudió el kiosco y derrumbó su techo. Las tejas de barro golpearon la cabeza de Leo mientras bregaba por zafarse de la hamaca -que se movía alborotada en ondas cruzadas con las del terremoto- para correr despavorida, como era usual que reaccionara al pánico que le producían los movimientos telúricos tan frecuentes en la región. La dejaron tendida en el suelo, sin vida.
Ed volvió corriendo, se abalanzó sobre ella, estremecido por la soledad que lo envolvió.
“En su rostro se advertía el inconfundible aspecto del hombre que ha empezado a sentirse derrotado por las circunstancias”. (Parodiando a Gabo en La Hojarasca).
Galu
2016
(PRIMERA MENCIÓN DE HONOR CONCURSO NACIONAL E INTERNACIONAL DE CUENTO "GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ").
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Qué sorpresa tan agradable, Olga Lucía. Un cuento tuyo... entretenido, con gran riqueza narrativa y variedad de imágenes que lo hacen interesante. Lo disfruté. ¡Felicitaciones!
ResponderBorrarTan linda, mil gracias! Tu concepto es de valor para mi. Abracito
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